Memorias de un desconcierto
jueves, 18 de diciembre de 2014
Haku
Fuiste la tormenta perfecta. La lluvia fresca que cae justo en lo más tórrido de una tarde de verano. Esa lluvia rápida, intensa, con una violencia necesaria para arrancar la pegajosa sensación que produce la ausencia de lo querido. Brotaste de golpe, sin nubes que avisaran en el horizonte y con la misma rapidez te fuiste. Fue todo tan precipitado que no supimos canalizar nuestros proyectos y ahora nos encontramos desbordados de besos, de caricias, de deseos. Sólo un puñado de días, que se han convertido en toda una vida. La tuya, cruelmente breve, la nuestra, con una nueva cicatriz que nos deja tu ida. Una grieta más en el corazón que solo los seres que queremos puede dejar. Fuiste un momento perfecto, el segundo soñado.
martes, 18 de noviembre de 2014
Despedidas
Ese día Antonio madrugó mucho más de lo habitual. Hacía ya días que le daba vuelta a una noticia y esa noche había sido el punto culminante a sus reflexiones. Se la había pasado toda pensando en los pros y en los contras de la noticia y apenas había conseguido pegar ojo. Sentado en la butaca de su habitación y fumando cigarrillos, es así como había pasado buena parte de la noche y de esa manera lo había encontrado Mina.
Mina era una voluntaria que ayudaba a los ancianos que vivían en la residencia y había cogido un cariño especial a Antonio.
Al entrar en la habitación no pudo dejar de reprimir, dulcemente, a Antonio ya que en la residencia estaba prohibido fumar y la habitación parecía una escena de las novelas londinenses de mediados del siglo XIX, tan densa era la humareda que había dentro. Antonio le contestó lo de siempre. '¿Cómo quieres que deje de fumar ahora, loca?, me he pasado 100 años fumando. Ya es un poco tarde para dejarlo'. Y Mina, haciendo abanicos con las manos, se dirigió a la ventana para abrirla y airear la habitación. 'El día parece que será precioso' le dijo Mina mirando al exterior. Fue al volverse cuando se dio cuenta de los pensamientos de Antonio. Y es que Mina tenía un don, podía saber lo que pensaba cualquier persona.
-¿Antonio, estas bien?- le preguntó.
- Ya tenemos a la adivinadora en acción, cago en la...- dijo Antonio, que era de insulto fácil pero sin mala intención, mientras le sonreía- He tenido una mala noche. Creo que la cena de ayer me ha dado muchos gases y no he parado en toda la noche.
- ¡¡Ya!! ¡¡Como si le hiciera falta excusas para tirarse algún pedo!!
Antonio volvió a sonreír.
-Mi abuelo siempre me dijo, mejor fuera que dentro. Y mi abuelo era un hombre muy sabio.
-Y tú un viejecito muy marranete- y Mina rió- Continuo con la ronda, pero ya sabe, si me necesitas estaré por los pasillos.
Antonio le tiro un beso y se levantó de la butaca.
-Salgo un poco al patio a esperar la hora del desayuno- y comenzó a cantar una cancioncilla de cuando él era un chaval.
Antonio era el anciano más longevo de la residencia. Tenía 113 años.
Salió al patio y se sentó al lado de la fuente. Se sacó del bolsillo un trozo de pan seco y lo empezó a desmigar. Un grupo de palomas ya revoloteaban a su alrededor aún antes de que Antonio empezara a lanzarles las migas de pan.
Al poco rato salió Margarita. Al caminar guardaba un poco de su antiguo esplendor, de cuando fue bailarina, parecía como si flotase al andar. Margarita era su mejor amiga, allí en la residencia, y se alegró al verla.
-¿También huyes de Mina, la bruja?- le dijo Antonio a modo de saludo.
-Tú lo has dicho, esa chica es una bruja. Basta con mirarte y ya sabe lo que piensa. Si no fuera porque es tan buena persona haría la señal de la cruz con los dedos cada vez que me la encontrase.
-Sí, pero ojala todas las brujas fuesen como ella.
Margarita asintió mientras se sentaba al lado de Antonio haciendo algunas muecas porque no le gustaba mucho estar tan cerca de las palomas. 'Son como ratas con alas', le había dicho a Antonio en alguna ocasión y esté le contestaba siempre, que las palomas eran un símbolo de la paz y el amor, pero que nos hemos vuelto, todos, muy tiquismiquis. Así que ya no le decía nada, pero seguía pensando que era unos bichos bastante sucios.
-La verdad es que hoy Mina me ha hablado de ti. Me ha dicho que te rondaba algo por la cabeza pero que no se lo has querido explicar.
Antonio seguía dando de comer a las palomas y sin mirar a Margarita le dijo que era cierto.
-¿Sabes, Margarita? Empiezo a sentirme muy cansado. Tú a lo mejor no me entiendes, aún eres joven.
-Sí, con 84 años una es muy joven.
-Yo ya hace 29 años que cumplí tus 84. Ya habían nacido Antonio, María y Carla cuando tú naciste. He vivido muchos años. Muchos más que la gran mayoría de las personas y he visto morirse a muchas de ellas, casi todas más jóvenes que yo- se sacudió las palmas de las manos para soltar las migas que ahí tenía enganchadas y miró a Margarita- Me estoy muriendo.
Margarita lo miró fijamente, intentando descubrir si lo que le decía era una verdad o una broma.
-¿Te acuerdas de José?- Margarita asintió- Estuvo poco tiempo aquí. Me hacía reír mucho con su manía de no salir al patio si no era con un paraguas en la mano. Creo que fue porque se lo prohibieron que decidió volverse al pueblo. Fue una forma de morir. Ambos sabíamos que no nos volveríamos a ver más. Ya te he dicho, he visto morir a muchas personas y siempre me he preguntado si la vida es esto, un despedirnos siempre- Antonio se alisó el pantalón y se sacudió las últimas migas que le quedaban entre los pliegues-Cuando se van mis hijos, después de visitarme, no puedo dejar de preguntarme si los volveré a ver. Ahora sé que ese momento es muy próximo y me surge la eterna duda, ¿qué quedará de mí?.
En ese momento Victoria, la cocinera jubilada que repartía sus días entre su casa de Collbet y breves estancias en la residencia, sacó la cabeza por una de las ventanas del comedor y les llamó.
-¡¡El desayuno ya está!!
Antonio se levantó muy despacito ayudado por Margarita.
-Ayer recibí carta de Violeta- le dijo Margarita a Antonio mientras se encaminaban hacía el comedor- ¿Te acuerdas de ella? Aquella chiquilla a la que estuve dando clases de baile durante 15 años y con la que me encariñé tanto y que se convirtió, con el permiso de su madre, en la hija que no tuve. Me cuenta que está en Venecia y que es muy feliz. ¿Sabes?, yo también tenía 29 años cuando la conocí, ella tenía 2. Me esperaba junto con su madre, me traía un pequeño ramo de flores. Su madre me felicitaba por mi actuación en el 'Lago de los Cisnes' y Violeta me miraba con sus ojos enormes, llenos de emoción. Ese momento, a pesar de los años que han pasado, jamás morirá en mi memoria. Tú, Antonio, tampoco morirás. Siempre estarás en la memoria de las personas que te quieren y te admiran.
-Gracias Margarita, eres puñeteramente encantadora.
Se sentaron en sus sitios correspondientes en el comedor y Antonio, como siempre hacía, se guardó un trozo de pan en el bolsillo.
Mina lo miró, no necesito en esa ocasión leer los pensamientos de Antonio, el médico ya le había hablado de que se moría. No pudo reprimir que se le escapara una lágrima.
Mina era una voluntaria que ayudaba a los ancianos que vivían en la residencia y había cogido un cariño especial a Antonio.
Al entrar en la habitación no pudo dejar de reprimir, dulcemente, a Antonio ya que en la residencia estaba prohibido fumar y la habitación parecía una escena de las novelas londinenses de mediados del siglo XIX, tan densa era la humareda que había dentro. Antonio le contestó lo de siempre. '¿Cómo quieres que deje de fumar ahora, loca?, me he pasado 100 años fumando. Ya es un poco tarde para dejarlo'. Y Mina, haciendo abanicos con las manos, se dirigió a la ventana para abrirla y airear la habitación. 'El día parece que será precioso' le dijo Mina mirando al exterior. Fue al volverse cuando se dio cuenta de los pensamientos de Antonio. Y es que Mina tenía un don, podía saber lo que pensaba cualquier persona.
-¿Antonio, estas bien?- le preguntó.
- Ya tenemos a la adivinadora en acción, cago en la...- dijo Antonio, que era de insulto fácil pero sin mala intención, mientras le sonreía- He tenido una mala noche. Creo que la cena de ayer me ha dado muchos gases y no he parado en toda la noche.
- ¡¡Ya!! ¡¡Como si le hiciera falta excusas para tirarse algún pedo!!
Antonio volvió a sonreír.
-Mi abuelo siempre me dijo, mejor fuera que dentro. Y mi abuelo era un hombre muy sabio.
-Y tú un viejecito muy marranete- y Mina rió- Continuo con la ronda, pero ya sabe, si me necesitas estaré por los pasillos.
Antonio le tiro un beso y se levantó de la butaca.
-Salgo un poco al patio a esperar la hora del desayuno- y comenzó a cantar una cancioncilla de cuando él era un chaval.
Antonio era el anciano más longevo de la residencia. Tenía 113 años.
Salió al patio y se sentó al lado de la fuente. Se sacó del bolsillo un trozo de pan seco y lo empezó a desmigar. Un grupo de palomas ya revoloteaban a su alrededor aún antes de que Antonio empezara a lanzarles las migas de pan.
Al poco rato salió Margarita. Al caminar guardaba un poco de su antiguo esplendor, de cuando fue bailarina, parecía como si flotase al andar. Margarita era su mejor amiga, allí en la residencia, y se alegró al verla.
-¿También huyes de Mina, la bruja?- le dijo Antonio a modo de saludo.
-Tú lo has dicho, esa chica es una bruja. Basta con mirarte y ya sabe lo que piensa. Si no fuera porque es tan buena persona haría la señal de la cruz con los dedos cada vez que me la encontrase.
-Sí, pero ojala todas las brujas fuesen como ella.
Margarita asintió mientras se sentaba al lado de Antonio haciendo algunas muecas porque no le gustaba mucho estar tan cerca de las palomas. 'Son como ratas con alas', le había dicho a Antonio en alguna ocasión y esté le contestaba siempre, que las palomas eran un símbolo de la paz y el amor, pero que nos hemos vuelto, todos, muy tiquismiquis. Así que ya no le decía nada, pero seguía pensando que era unos bichos bastante sucios.
-La verdad es que hoy Mina me ha hablado de ti. Me ha dicho que te rondaba algo por la cabeza pero que no se lo has querido explicar.
Antonio seguía dando de comer a las palomas y sin mirar a Margarita le dijo que era cierto.
-¿Sabes, Margarita? Empiezo a sentirme muy cansado. Tú a lo mejor no me entiendes, aún eres joven.
-Sí, con 84 años una es muy joven.
-Yo ya hace 29 años que cumplí tus 84. Ya habían nacido Antonio, María y Carla cuando tú naciste. He vivido muchos años. Muchos más que la gran mayoría de las personas y he visto morirse a muchas de ellas, casi todas más jóvenes que yo- se sacudió las palmas de las manos para soltar las migas que ahí tenía enganchadas y miró a Margarita- Me estoy muriendo.
Margarita lo miró fijamente, intentando descubrir si lo que le decía era una verdad o una broma.
-¿Te acuerdas de José?- Margarita asintió- Estuvo poco tiempo aquí. Me hacía reír mucho con su manía de no salir al patio si no era con un paraguas en la mano. Creo que fue porque se lo prohibieron que decidió volverse al pueblo. Fue una forma de morir. Ambos sabíamos que no nos volveríamos a ver más. Ya te he dicho, he visto morir a muchas personas y siempre me he preguntado si la vida es esto, un despedirnos siempre- Antonio se alisó el pantalón y se sacudió las últimas migas que le quedaban entre los pliegues-Cuando se van mis hijos, después de visitarme, no puedo dejar de preguntarme si los volveré a ver. Ahora sé que ese momento es muy próximo y me surge la eterna duda, ¿qué quedará de mí?.
En ese momento Victoria, la cocinera jubilada que repartía sus días entre su casa de Collbet y breves estancias en la residencia, sacó la cabeza por una de las ventanas del comedor y les llamó.
-¡¡El desayuno ya está!!
Antonio se levantó muy despacito ayudado por Margarita.
-Ayer recibí carta de Violeta- le dijo Margarita a Antonio mientras se encaminaban hacía el comedor- ¿Te acuerdas de ella? Aquella chiquilla a la que estuve dando clases de baile durante 15 años y con la que me encariñé tanto y que se convirtió, con el permiso de su madre, en la hija que no tuve. Me cuenta que está en Venecia y que es muy feliz. ¿Sabes?, yo también tenía 29 años cuando la conocí, ella tenía 2. Me esperaba junto con su madre, me traía un pequeño ramo de flores. Su madre me felicitaba por mi actuación en el 'Lago de los Cisnes' y Violeta me miraba con sus ojos enormes, llenos de emoción. Ese momento, a pesar de los años que han pasado, jamás morirá en mi memoria. Tú, Antonio, tampoco morirás. Siempre estarás en la memoria de las personas que te quieren y te admiran.
-Gracias Margarita, eres puñeteramente encantadora.
Se sentaron en sus sitios correspondientes en el comedor y Antonio, como siempre hacía, se guardó un trozo de pan en el bolsillo.
Mina lo miró, no necesito en esa ocasión leer los pensamientos de Antonio, el médico ya le había hablado de que se moría. No pudo reprimir que se le escapara una lágrima.
lunes, 10 de noviembre de 2014
El edificio
El edificio se encuentra escondido en un pequeño paseo, en una zona algo apartada del centro de la ciudad. Gigantescos plataneros dan sombra a su fachada y parecen que, cuando el viento los mece, susurran unos monótonos cánticos.
Cruzando la puerta de la calle te encuentra el vestíbulo. Éste es un espacio amplio que está adornado con una jardinera con plantas de aspecto tropical, también hay un cómodo sofá y una mesita de centro. En uno de los lados del mismo está el mostrador donde en otros tiempos, cuando el edificio tenía portero, éste atendía a los visitantes. Detrás del mismo se haya la puerta de acceso a la vivienda de la portería.
Del vestíbulo surge, al frente, una escalera ancha y señorial. Tiene detalles de estilo floral, tanto en los adornos que ennoblecen el hierro forjado que sustenta el pasamanos, como en las baldosas que embellecen el suelo. Al lado de la escalera se encuentra el ascensor. Una impresionante pieza de coleccionista con cerca de cien años de antigüedad. El ascensor posee un cómodo butacón y un majestuoso espejo.
Hasta aquí lo normal. Ahora me toca avisarte. No te dejes engañar por el aspecto pacífico de ese entorno, nada es como parece en ese edificio. Aún estás a tiempo de mantenerte a salvo del poder maléfico que habita en él. Conozco a la especie humana y se que mis palabras han podido inspirar un mayor deseo de conocer ese sitio, así que ahora hablaré de lo que hay detrás de esa tranquila fachada.
Sólo si se te ocurre sentarte en el sofá será cuando abrirás la infernal puerta, aquella que te trasportará a un mundo paralelo. Un mundo habitado de extrañas bestias. Todas las cosas cotidianas que vistes a la entrada se transformarán. La mesita de centro será, en esa realidad, un inmenso lago. Todo aquello que pongas sobre ella se convertirá en uno de los innumerables restos de naufragios que en él ha habido. ¡¡Y no se te ocurra apoyarte en ella!! Sólo hazlo si es que quieres acabar tus días viviendo en una diminuta isla, en medio de ese lago. Porque en eso se convertirá la jardinera que vistes en la entrada. Una pequeña isla impenetrable hacia su interior y con sus escasas playas atestada de objetos que, cómo ya te he dicho, naufragaron en ese lago.
¿Te acuerdas del mostrador del portero? Será una muralla. Una defensa precaria y escasa que trata de evitar que unas fuerzas raras y extrañas, y que habitan en el espacio que en nuestra realidad es la vivienda de la portería, nos invadan. Por qué, ¿sabes?, lo más terrible es la falsa esperanza de pensar que todo eso es producto de una pesadilla. No lo es. Es un portal, un punto común entre nuestro mundo y aquel otro, del cual no sabemos apenas nada, sólo minúsculos retazos de conocimiento que se han podido ir recopilando sobre esa realidad y que sólo sirve para indicarnos cuan terrible y atroz es.
Si crees que todos los males se acaban aquí, estás en un peligroso error. Si piensas que eludiendo el sofá será suficiente para que el portal a la otra dimensión no se abra estás cometiendo la peor de las equivocaciones. El sofá es un camino, pero no es el único. Si en tu osadía decides seguir adentrándote en el edificio y optas por el ascensor ya te aviso, ahora, que nadie de quienes te han precedido en esa decisión, han regresado nunca. Hojas manuscritas, encontradas esparcidas al lado de la puerta del ascensor, y escritas por aventureros anteriores a ti, describen las terribles experiencias vividas. Sólo un sentimiento piadoso me hace desear que todo lo escrito sea producto de una repentina locura y no de una malsana realidad. Se puede leer, en esos escritos, como el espejo es en realidad una puerta, otra, a una dimensión diferente. ¿La misma qué la anterior? No se sabe. En los manuscritos se leen la descripción de profundos abismos, sin precisar si son mundos subterráneos o escarpados riscos en montañas inaccesibles. El butacón parece ser una especie de vehículo transportador, pero las reseñas sobre él son muy confusas.
La opción de la escalera no te vayas a creer que es más segura. Será comenzar a subir por ellas cuando, sin ningún tipo de aviso, te verás envuelto en la más temible de las selvas. Espacio inhóspito, carente de caminos, sólo una delgada senda en muchos momentos devorada por la vegetación. Un mundo sonoro, una cacofonía ensordecedora, enloquecedora, que surge de lo más alto de las copas de los árboles. Tu cuerpo temblará ante el constante roce con plantas puntiagudas, muchas ponzoñosas y que te causarán terribles dolores. La senda está transitada, a la vez, por millones de insectos. Bestias minúsculas pero voraces que no dudarán en atacarte. Si consigues resistir todo este terrible martirio llegarás a la primera planta. En ella hay tres puertas pero no puedo hablarte de que encontrarás tras ellas, nadie ha sabido explicar nada de una forma sensata. Los pocos que han podido regresar lo han hecho embrutecidos y balbuceando palabras incoherentes, tal vez un idiomas ancestral.
Aquí paro en mi relato. Lejos oigo un grito aterrador, el tumulto de pasos que noto que se acercan. Se que se aproxima mí hora y sólo me alivia la esperanza de que lo aquí escrito pueda servir de aviso, detener la entrada a este mundo de más personas.
Atado lo dejo, a este cuerda de Ariadna, con la esperanza de que alguien, desde el exterior, lo pueda recuperar.
Cruzando la puerta de la calle te encuentra el vestíbulo. Éste es un espacio amplio que está adornado con una jardinera con plantas de aspecto tropical, también hay un cómodo sofá y una mesita de centro. En uno de los lados del mismo está el mostrador donde en otros tiempos, cuando el edificio tenía portero, éste atendía a los visitantes. Detrás del mismo se haya la puerta de acceso a la vivienda de la portería.
Del vestíbulo surge, al frente, una escalera ancha y señorial. Tiene detalles de estilo floral, tanto en los adornos que ennoblecen el hierro forjado que sustenta el pasamanos, como en las baldosas que embellecen el suelo. Al lado de la escalera se encuentra el ascensor. Una impresionante pieza de coleccionista con cerca de cien años de antigüedad. El ascensor posee un cómodo butacón y un majestuoso espejo.
Hasta aquí lo normal. Ahora me toca avisarte. No te dejes engañar por el aspecto pacífico de ese entorno, nada es como parece en ese edificio. Aún estás a tiempo de mantenerte a salvo del poder maléfico que habita en él. Conozco a la especie humana y se que mis palabras han podido inspirar un mayor deseo de conocer ese sitio, así que ahora hablaré de lo que hay detrás de esa tranquila fachada.
Sólo si se te ocurre sentarte en el sofá será cuando abrirás la infernal puerta, aquella que te trasportará a un mundo paralelo. Un mundo habitado de extrañas bestias. Todas las cosas cotidianas que vistes a la entrada se transformarán. La mesita de centro será, en esa realidad, un inmenso lago. Todo aquello que pongas sobre ella se convertirá en uno de los innumerables restos de naufragios que en él ha habido. ¡¡Y no se te ocurra apoyarte en ella!! Sólo hazlo si es que quieres acabar tus días viviendo en una diminuta isla, en medio de ese lago. Porque en eso se convertirá la jardinera que vistes en la entrada. Una pequeña isla impenetrable hacia su interior y con sus escasas playas atestada de objetos que, cómo ya te he dicho, naufragaron en ese lago.
¿Te acuerdas del mostrador del portero? Será una muralla. Una defensa precaria y escasa que trata de evitar que unas fuerzas raras y extrañas, y que habitan en el espacio que en nuestra realidad es la vivienda de la portería, nos invadan. Por qué, ¿sabes?, lo más terrible es la falsa esperanza de pensar que todo eso es producto de una pesadilla. No lo es. Es un portal, un punto común entre nuestro mundo y aquel otro, del cual no sabemos apenas nada, sólo minúsculos retazos de conocimiento que se han podido ir recopilando sobre esa realidad y que sólo sirve para indicarnos cuan terrible y atroz es.
Si crees que todos los males se acaban aquí, estás en un peligroso error. Si piensas que eludiendo el sofá será suficiente para que el portal a la otra dimensión no se abra estás cometiendo la peor de las equivocaciones. El sofá es un camino, pero no es el único. Si en tu osadía decides seguir adentrándote en el edificio y optas por el ascensor ya te aviso, ahora, que nadie de quienes te han precedido en esa decisión, han regresado nunca. Hojas manuscritas, encontradas esparcidas al lado de la puerta del ascensor, y escritas por aventureros anteriores a ti, describen las terribles experiencias vividas. Sólo un sentimiento piadoso me hace desear que todo lo escrito sea producto de una repentina locura y no de una malsana realidad. Se puede leer, en esos escritos, como el espejo es en realidad una puerta, otra, a una dimensión diferente. ¿La misma qué la anterior? No se sabe. En los manuscritos se leen la descripción de profundos abismos, sin precisar si son mundos subterráneos o escarpados riscos en montañas inaccesibles. El butacón parece ser una especie de vehículo transportador, pero las reseñas sobre él son muy confusas.
La opción de la escalera no te vayas a creer que es más segura. Será comenzar a subir por ellas cuando, sin ningún tipo de aviso, te verás envuelto en la más temible de las selvas. Espacio inhóspito, carente de caminos, sólo una delgada senda en muchos momentos devorada por la vegetación. Un mundo sonoro, una cacofonía ensordecedora, enloquecedora, que surge de lo más alto de las copas de los árboles. Tu cuerpo temblará ante el constante roce con plantas puntiagudas, muchas ponzoñosas y que te causarán terribles dolores. La senda está transitada, a la vez, por millones de insectos. Bestias minúsculas pero voraces que no dudarán en atacarte. Si consigues resistir todo este terrible martirio llegarás a la primera planta. En ella hay tres puertas pero no puedo hablarte de que encontrarás tras ellas, nadie ha sabido explicar nada de una forma sensata. Los pocos que han podido regresar lo han hecho embrutecidos y balbuceando palabras incoherentes, tal vez un idiomas ancestral.
Aquí paro en mi relato. Lejos oigo un grito aterrador, el tumulto de pasos que noto que se acercan. Se que se aproxima mí hora y sólo me alivia la esperanza de que lo aquí escrito pueda servir de aviso, detener la entrada a este mundo de más personas.
Atado lo dejo, a este cuerda de Ariadna, con la esperanza de que alguien, desde el exterior, lo pueda recuperar.
sábado, 1 de noviembre de 2014
Pedrito Devoralibros
Lo primero que hacía Pedrito Devoralibros cada vez que llegaba a una nueva ciudad, era ir a la biblioteca de la misma. Eso hacía siempre y eso fue lo primero que se propuso en cuanto llegó a la ciudad llamada Buc.
-¿Dónde tienen la biblioteca?- le preguntó a un señor que estaba en una parada de autobús.
-Pues qué casualidad- le contestó- acabo de salir de ella. Está aquí al lado, a la vuelta de la esquina.
El señor le contó a Pedrito maravillas de la biblioteca y le dijo que sin ninguna duda allí encontraría cualquier libro que buscase, pero que si quería leer algún libro no le dejarían si iba así. ¿Cómo?, preguntó Pedrito, ¿por qué?, pero en ese momento llegó el autobús y el señor, cogiendo una nevera portátil que tenía a los pies, se disculpó y se subió a él.
Pedrito se quedó intrigado mientras se despedía del señor y veía como el autobús se alejaba y se entremezclaba con la circulación. Por cierto, Pedrito se fijó en que las líneas de autobuses no estaban numeradas, se distinguían unas de otras por un título de libro, en concreto, la que cogió el señor se llamaba 'Cumbres borrascosas' y el final de la línea estaba al pie de las montañas, en las afueras de la ciudad.
Al perder de vista el vehículo, Pedrito giró sobre sus pies y se encaminó allí donde le había indicado el señor.
Al llegar a la calle miró por todas partes, a ver si veía la biblioteca, pero no encontraba ningún edificio que se le pareciera. Sólo había un gran almacén de electrodomésticos en medio de la calle. Como había mucho movimiento de personas alrededor del almacén, decidió acercarse y volver a preguntar por la biblioteca.
La persona a la que preguntó le miró como si se sorprendiera de la pregunta, y le señaló el almacén con la mano que tenía libre. En la otra, al igual que el señor de la parada del autobús y de muchas de las personas que transitaban por esa calle, cargaba una nevera portátil, que al parecer, por los gotones de sudor que le corrían al señor por la frente, debía de pesar lo suyo.
El señor se introdujo dentro del almacén y Pedrito volvió a quedarse sólo. Como no sabía a dónde ir, decidió entrar dentro y preguntar a algún empleado, seguro que le sabrían indicar dónde se encontraba la biblioteca.
Al entrar en el almacén lo primero que le llamó la atención fue el frío que hacía dentro. Entonces vio como la gente que entraba se acercaba a unas perchas que había en el vestíbulo y cogían unos abrigos allí colgados y también comprobó que los que se iban a ir, se quitaban el abrigo y los dejaban allí, en esas perchas.
Pedrito preguntó a una de las personas que estaba dejando un abrigo si él podía cogerlo y el señor le contestó que claro, que cómo si no iba a aguantar ese frío. Pedrito le dio las gracias por dejarle su abrigo, pero el señor le dijo que no era suyo. Le explicó que el abrigo formaba parte de los servicios a los usuarios que ofrecía la biblioteca. Pedrito lo miró sorprendido.
-¿Me quiere decir que estoy en la biblioteca?- le preguntó Pedrito.
-Pues claro, ¿es que no has estado nunca en ninguna?
-Sí, pero esta es diferente a las que conozco.
El señor miró a Pedrito.
-No sé cómo son las bibliotecas que conoces, pero aquí todas son iguales.
Pedrito empezó a temblar de frío. El señor, viendo que se estaba poniendo azul, cogió el abrigo que había llevado y se lo ofreció.
-Tenga, póngase este que yo llevaba, es muy calentito, está relleno con las páginas de lo que fue una novela de amor tórrida.
Pedrito no entendía lo que le decía, pero al coger el abrigo vio que el forro estaba algo descosido y pudo comprobar que el relleno estaba hecho de hojas de libros. Se lo puso enseguida y al instante empezó a sentirse mejor. Le dio las gracias y miró alrededor.
El almacén o la biblioteca, o lo que quisiera que fuese, era un sitio curioso. El frío le llegaba, no del aire acondicionado, que no tenía. Le llegaba debido al innumerable número de frigoríficos que había allí dentro.
Pedrito se acercó a uno de ellos. Abrió la puerta que lo cerraba y vio que en su interior, totalmente repleto, se guardaban libros.
-Si no va a coger ninguno- le dijo un empleado de la biblioteca- cierre la puerta, que si no las historias se echan a perder y solo servirán para relleno.
-Perdone, ahora mismo la cierro.
Pedrito se fue hacia otra nevera y lo mismo. Llena a reventar de libros.
Cogió uno y lo empezó a leer.
‘Con el azul más claro que se pudiese imaginar se inició, alegre y luminosa, la mañana’. Así empezaba. Una historia que se presagiaba fresca, mas a las pocas páginas fue cambiando. ‘El sol abrasador empezó a marchitar las flores del jardín’. Fue en ese momento cuando el señor que acompañaba a Pedrito, y que se había retrasado un poco buscando un abrigo relleno con lo que fue alguna historia de los mares del Sur, le dijo que cerrase rápidamente el libro y lo colocase en el interior de la nevera, pero aún tuvo, Pedrito, tiempo de leer. ‘Las hojas secas eran arrastradas por un viento cargado de polvo, en esta tierra muerta de sed’
-Qué extraño- dijo Pedrito- parecía una historia alegre y vitalista y de repente se transformó en una historia con muchos tintes pesimistas.
-Es que no puedes leer los libros de esa manera. Se mueren, así. Si quieres leerte uno has de llevarlo dentro de la nevera portátil y dejarlo que se refresque de vez en cuando, así la historia siempre estará alegre. Si no lo haces así, las historias se mustian.
Pedrito pidió prestada una nevera y volvió a coger el libro.
‘Con el azul más claro que se pudiese imaginar se inició, alegre y luminosa, la mañana’ y seguía ‘El tibio sol primaveral animaba a las flores del jardín a salir’ y más adelante ‘Las verdes hojas eran mecidas por un viento cargado de las fragancias del campo’
Así sí que da gusto leer una historia, exclamó Pedrito.
-¿Dónde tienen la biblioteca?- le preguntó a un señor que estaba en una parada de autobús.
-Pues qué casualidad- le contestó- acabo de salir de ella. Está aquí al lado, a la vuelta de la esquina.
El señor le contó a Pedrito maravillas de la biblioteca y le dijo que sin ninguna duda allí encontraría cualquier libro que buscase, pero que si quería leer algún libro no le dejarían si iba así. ¿Cómo?, preguntó Pedrito, ¿por qué?, pero en ese momento llegó el autobús y el señor, cogiendo una nevera portátil que tenía a los pies, se disculpó y se subió a él.
Pedrito se quedó intrigado mientras se despedía del señor y veía como el autobús se alejaba y se entremezclaba con la circulación. Por cierto, Pedrito se fijó en que las líneas de autobuses no estaban numeradas, se distinguían unas de otras por un título de libro, en concreto, la que cogió el señor se llamaba 'Cumbres borrascosas' y el final de la línea estaba al pie de las montañas, en las afueras de la ciudad.
Al perder de vista el vehículo, Pedrito giró sobre sus pies y se encaminó allí donde le había indicado el señor.
Al llegar a la calle miró por todas partes, a ver si veía la biblioteca, pero no encontraba ningún edificio que se le pareciera. Sólo había un gran almacén de electrodomésticos en medio de la calle. Como había mucho movimiento de personas alrededor del almacén, decidió acercarse y volver a preguntar por la biblioteca.
La persona a la que preguntó le miró como si se sorprendiera de la pregunta, y le señaló el almacén con la mano que tenía libre. En la otra, al igual que el señor de la parada del autobús y de muchas de las personas que transitaban por esa calle, cargaba una nevera portátil, que al parecer, por los gotones de sudor que le corrían al señor por la frente, debía de pesar lo suyo.
El señor se introdujo dentro del almacén y Pedrito volvió a quedarse sólo. Como no sabía a dónde ir, decidió entrar dentro y preguntar a algún empleado, seguro que le sabrían indicar dónde se encontraba la biblioteca.
Al entrar en el almacén lo primero que le llamó la atención fue el frío que hacía dentro. Entonces vio como la gente que entraba se acercaba a unas perchas que había en el vestíbulo y cogían unos abrigos allí colgados y también comprobó que los que se iban a ir, se quitaban el abrigo y los dejaban allí, en esas perchas.
Pedrito preguntó a una de las personas que estaba dejando un abrigo si él podía cogerlo y el señor le contestó que claro, que cómo si no iba a aguantar ese frío. Pedrito le dio las gracias por dejarle su abrigo, pero el señor le dijo que no era suyo. Le explicó que el abrigo formaba parte de los servicios a los usuarios que ofrecía la biblioteca. Pedrito lo miró sorprendido.
-¿Me quiere decir que estoy en la biblioteca?- le preguntó Pedrito.
-Pues claro, ¿es que no has estado nunca en ninguna?
-Sí, pero esta es diferente a las que conozco.
El señor miró a Pedrito.
-No sé cómo son las bibliotecas que conoces, pero aquí todas son iguales.
Pedrito empezó a temblar de frío. El señor, viendo que se estaba poniendo azul, cogió el abrigo que había llevado y se lo ofreció.
-Tenga, póngase este que yo llevaba, es muy calentito, está relleno con las páginas de lo que fue una novela de amor tórrida.
Pedrito no entendía lo que le decía, pero al coger el abrigo vio que el forro estaba algo descosido y pudo comprobar que el relleno estaba hecho de hojas de libros. Se lo puso enseguida y al instante empezó a sentirse mejor. Le dio las gracias y miró alrededor.
El almacén o la biblioteca, o lo que quisiera que fuese, era un sitio curioso. El frío le llegaba, no del aire acondicionado, que no tenía. Le llegaba debido al innumerable número de frigoríficos que había allí dentro.
Pedrito se acercó a uno de ellos. Abrió la puerta que lo cerraba y vio que en su interior, totalmente repleto, se guardaban libros.
-Si no va a coger ninguno- le dijo un empleado de la biblioteca- cierre la puerta, que si no las historias se echan a perder y solo servirán para relleno.
-Perdone, ahora mismo la cierro.
Pedrito se fue hacia otra nevera y lo mismo. Llena a reventar de libros.
Cogió uno y lo empezó a leer.
‘Con el azul más claro que se pudiese imaginar se inició, alegre y luminosa, la mañana’. Así empezaba. Una historia que se presagiaba fresca, mas a las pocas páginas fue cambiando. ‘El sol abrasador empezó a marchitar las flores del jardín’. Fue en ese momento cuando el señor que acompañaba a Pedrito, y que se había retrasado un poco buscando un abrigo relleno con lo que fue alguna historia de los mares del Sur, le dijo que cerrase rápidamente el libro y lo colocase en el interior de la nevera, pero aún tuvo, Pedrito, tiempo de leer. ‘Las hojas secas eran arrastradas por un viento cargado de polvo, en esta tierra muerta de sed’
-Qué extraño- dijo Pedrito- parecía una historia alegre y vitalista y de repente se transformó en una historia con muchos tintes pesimistas.
-Es que no puedes leer los libros de esa manera. Se mueren, así. Si quieres leerte uno has de llevarlo dentro de la nevera portátil y dejarlo que se refresque de vez en cuando, así la historia siempre estará alegre. Si no lo haces así, las historias se mustian.
Pedrito pidió prestada una nevera y volvió a coger el libro.
‘Con el azul más claro que se pudiese imaginar se inició, alegre y luminosa, la mañana’ y seguía ‘El tibio sol primaveral animaba a las flores del jardín a salir’ y más adelante ‘Las verdes hojas eran mecidas por un viento cargado de las fragancias del campo’
Así sí que da gusto leer una historia, exclamó Pedrito.
lunes, 27 de octubre de 2014
Trapos de camisa
Existen prendas famosas. La túnica de Demis Roussos, la gabardina del inspector Colombo, el sombrero de Indiana Jones. Incluso algunas son famosas por su ausencia como las bragas de Sharon Stone en 'Instinto Básico'. Siempre hemos sido objeto de envidia y se nos ha utilizado para clasificar a las personas en estratos sociales o su pertenencia a determinadas corrientes o modas urbanas. También están aquellas personas que nos abolen y hablan de las excelencias del nudismo, pero son pocas y piensa que en esos casos, cuando los más grandes artistas han tenido que dibujar esos cuerpos desnudos, los han semivestido con una hoja de parra.
Como puedes comprender, después de lo que te he dicho, no me has de ver sólo como una camisa.
Te advierto que podemos evocar lo más sagrado como lo hace la sábana Santa de Turín, o atraer con nuestra presencia el miedo, tal y como lo hace la capa del conde Drácula. Significamos el esfuerzo, 'sudar la camiseta'.
Con sólo nuestra presencia se puede saber a qué se dedican las personas. Policías, bomberos, soldados, médicos. Y también de qué parte del mundo son. Tiroleses, flamencos, árabes, indios, chinos y paro que no quiero hacerme pesada, pero quiero hacerte ver que estás delante de alguien que es muy especial.
Tú, seguramente, pensarás que exagero. Que no soy para tanto. Que en el armario de casa hay un montón. De todos los colores, para todas las ocasiones, que las hay nuevas, viejas. Y por lo tanto, piensas, que yo no soy más que otra que ocupa una percha. ¡¡Que confundida que estás!!
Te puedo hablar del día que me compraron, ¿te crees que fue fácil? Éramos decenas y eso sólo en la tienda donde yo estaba. En todo el centro comercial seríamos miles. Un ejercito de bordados, transparencias, cuadros, líneas, flores, colores, mangas largas, cortas, incluso tres cuartos. Las había para fiestas, para el día a día. Estaban aquellas que ya se les había pasado el momento y se encontraban en la sección de oportunidades, y no te vayas a creer que estás no contaban, sus precios eran escandalosamente baratos y me hacían una feroz competencia.
Yo no lo tenía fácil. Me encontraba en medio de una pila. Era muy difícil que dieran conmigo, pero sin ellos saberlo, yo estaba destinada a caer en sus manos. Me costó, no obstante, lo mío. Tuve que arrugarme de tal manera que toda la pila de camisas que había encima mío se hizo inestable y cayó al suelo.
Jajaja. Recuerdo el grito de contrariedad que lanzó la dependienta.
María pasaba, en ese momento, al lado de la pila y la dependienta creyó que había sido ella la que había tirado la montaña de ropa. María también lo creyó y se sintió culpable. Se agachó, junto con la dependienta, con la intención de recoger la ropa del suelo. 'No, señora, por favor. Esto forma parte de mi trabajo', le dijo la dependienta mientras le indicaba que se levantase.
Fue en ese momento. Yo estaba allí, delante suyo. Es cierto que algo arrugada, pero María se sentía tan mal, que a modo de excusa me cogió y le dijo a la dependienta que me compraba. Yo, por fin, había conseguido lo que quería.
¿No me dirás que la historia no está bien? Estoy convencida de que tu historia es mucho menos interesante que la mía.
Jajaja. Te has quedado con la boca abierta. No sabes qué decirme.
Camisa entendió mal el gesto. Tijeras se cerró sobre ella y la convirtió en unos trapos para el polvo.
Como puedes comprender, después de lo que te he dicho, no me has de ver sólo como una camisa.
Te advierto que podemos evocar lo más sagrado como lo hace la sábana Santa de Turín, o atraer con nuestra presencia el miedo, tal y como lo hace la capa del conde Drácula. Significamos el esfuerzo, 'sudar la camiseta'.
Con sólo nuestra presencia se puede saber a qué se dedican las personas. Policías, bomberos, soldados, médicos. Y también de qué parte del mundo son. Tiroleses, flamencos, árabes, indios, chinos y paro que no quiero hacerme pesada, pero quiero hacerte ver que estás delante de alguien que es muy especial.
Tú, seguramente, pensarás que exagero. Que no soy para tanto. Que en el armario de casa hay un montón. De todos los colores, para todas las ocasiones, que las hay nuevas, viejas. Y por lo tanto, piensas, que yo no soy más que otra que ocupa una percha. ¡¡Que confundida que estás!!
Te puedo hablar del día que me compraron, ¿te crees que fue fácil? Éramos decenas y eso sólo en la tienda donde yo estaba. En todo el centro comercial seríamos miles. Un ejercito de bordados, transparencias, cuadros, líneas, flores, colores, mangas largas, cortas, incluso tres cuartos. Las había para fiestas, para el día a día. Estaban aquellas que ya se les había pasado el momento y se encontraban en la sección de oportunidades, y no te vayas a creer que estás no contaban, sus precios eran escandalosamente baratos y me hacían una feroz competencia.
Yo no lo tenía fácil. Me encontraba en medio de una pila. Era muy difícil que dieran conmigo, pero sin ellos saberlo, yo estaba destinada a caer en sus manos. Me costó, no obstante, lo mío. Tuve que arrugarme de tal manera que toda la pila de camisas que había encima mío se hizo inestable y cayó al suelo.
Jajaja. Recuerdo el grito de contrariedad que lanzó la dependienta.
María pasaba, en ese momento, al lado de la pila y la dependienta creyó que había sido ella la que había tirado la montaña de ropa. María también lo creyó y se sintió culpable. Se agachó, junto con la dependienta, con la intención de recoger la ropa del suelo. 'No, señora, por favor. Esto forma parte de mi trabajo', le dijo la dependienta mientras le indicaba que se levantase.
Fue en ese momento. Yo estaba allí, delante suyo. Es cierto que algo arrugada, pero María se sentía tan mal, que a modo de excusa me cogió y le dijo a la dependienta que me compraba. Yo, por fin, había conseguido lo que quería.
¿No me dirás que la historia no está bien? Estoy convencida de que tu historia es mucho menos interesante que la mía.
Jajaja. Te has quedado con la boca abierta. No sabes qué decirme.
Camisa entendió mal el gesto. Tijeras se cerró sobre ella y la convirtió en unos trapos para el polvo.
domingo, 26 de octubre de 2014
Raquel, Raquel
Cuando Juan acabó de poner el último adorno en el escaparate ya era más allá de la una de la madrugada. Estaba siendo un día largo y duro, como siempre que se iniciaban las rebajas, pero a Juan le gustaba su trabajo y eso de vestir y desvestir a los maniquíes le producía cierto morbo. Sus amigos le decían que lo suyo era una parafilia, él se reía y les seguía la broma diciendo que un día se casaría con una de sus modelos de plástico.
Salió a la calle para poder ver el resultado de su obra y poder valorar el efecto que causaría en los transeúntes. Se sentía satisfecho. Fumando un cigarrillo, repasaba todo lo largo del escaparate, haciendo anotaciones mentales para los minúsculos retoques que le quedaban por hacer y así poder dar por acabado su trabajo. Se sentía igual que un pintor. El escaparate era su lienzo y la paleta de colores era la trastienda donde aguardaban todas las prendas antes de ser colocadas en los estantes de la tienda. Le gustaba combinar colores, arriesgar en sus propuestas, solía acertar. Incluso en alguna ocasión le habían fotografiado el escaparate para incluir la foto en alguna revista de tendencias.
El cigarrillo ya era una corta colilla que colgaba de sus labios cuando vio a Raquel. Juan le había puesto nombre a los maniquíes, formaba parte de lo que sus amigos le definían como parafilia. Raquel, sin saber decir porqué, era su favorita. Siempre guardaba las prendas que más le gustaba de cada temporada para ponérselas a ella, siempre quería que destacase. Es por eso que no entendía como es que aparecía en un rincón del escaparate, apenas visible.
Estaba convencido de que había reservado para ella lo mejor que tenía, una increíble camisa donde se combinaban los tonos verdes y amarillo de tal manera que era como si te invitara a ver el lado más bello de la vida. Era absolutamente vitalista. Pero no era esa la que tenía puesta.
Unos guantes blancos, totalmente fuera de lugar, cubrían sus manos de plástico. De la camisa, ni rastro.
Era tarde y empezaba a sentirse cansado, pero no podía dejar a Raquel de esa manera. Volvió al interior de la tienda y fue en busca de la camisa que debía de llevar puesta.
Pasó una hora más entre que le quitó los guantes y le colocó, con todo el cuidado del mundo, la camisa que tanto le gustaba. También le hizo hueco en el centro del escaparate y por fin volvió a dar por acabada su obra.
Salió a la calle. Era noche cerrada. Se encendió otro cigarrillo mientras miraba el cielo, la Luna, las estrellas. No recordaba si alguna vez, en el casi un año que hacía que tenía el local, se había quedado hasta tan tarde trabajando, excepto cuando tuvo que hacer la reforma. Estaba absolutamente destrozado cuando lo compró. Le hablaron de un incendio, hace ya unos años.
Tiró el cigarro al suelo y lo pisó mientras se volvía hacía el escaparate.
No entendía nada. Raquel volvía a aparecer con los guantes blancos. Además se le había añadido un velo, también blanco. La camisa había vuelto a desaparecer. Y aunque no estaba tan arrinconada como la primera vez, volvía a estar desplazada del centro.
Si fuese otro momento del día Juan pensaría que le estaban gastando una broma bastante desagradable, pero sólo estaba él en la tienda. Es más, la calle estaba inusualmente desierta. Ningún transeúnte trasnochador, ninguna pareja de enamorados, ningún grupo de jóvenes. Nadie.
Miró el reloj. Eran más de las tres de la noche y la tienda tendría que abrirse a las diez sin excusa alguna. Volvió a dentro y volvió a repetir los pasos que había dado la vez anterior. Desvestir al maniquí, colocarlo en el centro del escaparate, ponerle la despampanante camisa. Todo esto haciéndolo con mucho cuidado, asegurándose muy bien de cada uno de los pasos que daba, para así tener la certeza de que las prisas y las horas tardías no le gastaban otra mala pasada.
El reloj del ayuntamiento sonó. Las cuatro, contó mientras recogía los alfileres y tiraba a la basura los restos de los adornos. Miró el escaparate desde el interior de la tienda. Todo era normal. Pero al salir...
Raquel esta vez se encontraba en el centro del expositor. Pero no sólo volvía a tener los guantes y el velo blanco. Lucía un bellísimo vestido de novia. Juan miraba, sin dar crédito a lo que veía, sin saber si todo era fruto de un sueño, si vivía una pesadilla, pero admitiendo lo extraordinariamente bella que estaba.
Volvió al interior de la tienda.
El reloj del ayuntamiento marcaba las diez de la mañana, hora en que los locales y comercios de la calle empezaban a abrirse. Era el primer día de las rebajas y ya hacía rato que circulaban por ella los compradores más madrugadores. El escaparate de la tienda de Juan se mostraba oculto tras una especie de telón. Un remolino de curiosos aguardaban para ver que es lo que ocultaba tras él.
A las diez en punto el telón se abrió. En el centro del escaparate se mostraban un par de maniquíes, llevaban unos bellísimos trajes de novios.
Alguien preguntó si Raquel, su antigua dueña, había vuelto. Hacía años que nadie sabía nada de ella, justo desde el mismo momento en que un pavoroso incendio arrasó esa tienda dedicada, entonces, a los trajes de novias. Curiosamente el incendio se produjo unas vísperas de rebajas, comentó alguien.
Salió a la calle para poder ver el resultado de su obra y poder valorar el efecto que causaría en los transeúntes. Se sentía satisfecho. Fumando un cigarrillo, repasaba todo lo largo del escaparate, haciendo anotaciones mentales para los minúsculos retoques que le quedaban por hacer y así poder dar por acabado su trabajo. Se sentía igual que un pintor. El escaparate era su lienzo y la paleta de colores era la trastienda donde aguardaban todas las prendas antes de ser colocadas en los estantes de la tienda. Le gustaba combinar colores, arriesgar en sus propuestas, solía acertar. Incluso en alguna ocasión le habían fotografiado el escaparate para incluir la foto en alguna revista de tendencias.
El cigarrillo ya era una corta colilla que colgaba de sus labios cuando vio a Raquel. Juan le había puesto nombre a los maniquíes, formaba parte de lo que sus amigos le definían como parafilia. Raquel, sin saber decir porqué, era su favorita. Siempre guardaba las prendas que más le gustaba de cada temporada para ponérselas a ella, siempre quería que destacase. Es por eso que no entendía como es que aparecía en un rincón del escaparate, apenas visible.
Estaba convencido de que había reservado para ella lo mejor que tenía, una increíble camisa donde se combinaban los tonos verdes y amarillo de tal manera que era como si te invitara a ver el lado más bello de la vida. Era absolutamente vitalista. Pero no era esa la que tenía puesta.
Unos guantes blancos, totalmente fuera de lugar, cubrían sus manos de plástico. De la camisa, ni rastro.
Era tarde y empezaba a sentirse cansado, pero no podía dejar a Raquel de esa manera. Volvió al interior de la tienda y fue en busca de la camisa que debía de llevar puesta.
Pasó una hora más entre que le quitó los guantes y le colocó, con todo el cuidado del mundo, la camisa que tanto le gustaba. También le hizo hueco en el centro del escaparate y por fin volvió a dar por acabada su obra.
Salió a la calle. Era noche cerrada. Se encendió otro cigarrillo mientras miraba el cielo, la Luna, las estrellas. No recordaba si alguna vez, en el casi un año que hacía que tenía el local, se había quedado hasta tan tarde trabajando, excepto cuando tuvo que hacer la reforma. Estaba absolutamente destrozado cuando lo compró. Le hablaron de un incendio, hace ya unos años.
Tiró el cigarro al suelo y lo pisó mientras se volvía hacía el escaparate.
No entendía nada. Raquel volvía a aparecer con los guantes blancos. Además se le había añadido un velo, también blanco. La camisa había vuelto a desaparecer. Y aunque no estaba tan arrinconada como la primera vez, volvía a estar desplazada del centro.
Si fuese otro momento del día Juan pensaría que le estaban gastando una broma bastante desagradable, pero sólo estaba él en la tienda. Es más, la calle estaba inusualmente desierta. Ningún transeúnte trasnochador, ninguna pareja de enamorados, ningún grupo de jóvenes. Nadie.
Miró el reloj. Eran más de las tres de la noche y la tienda tendría que abrirse a las diez sin excusa alguna. Volvió a dentro y volvió a repetir los pasos que había dado la vez anterior. Desvestir al maniquí, colocarlo en el centro del escaparate, ponerle la despampanante camisa. Todo esto haciéndolo con mucho cuidado, asegurándose muy bien de cada uno de los pasos que daba, para así tener la certeza de que las prisas y las horas tardías no le gastaban otra mala pasada.
El reloj del ayuntamiento sonó. Las cuatro, contó mientras recogía los alfileres y tiraba a la basura los restos de los adornos. Miró el escaparate desde el interior de la tienda. Todo era normal. Pero al salir...
Raquel esta vez se encontraba en el centro del expositor. Pero no sólo volvía a tener los guantes y el velo blanco. Lucía un bellísimo vestido de novia. Juan miraba, sin dar crédito a lo que veía, sin saber si todo era fruto de un sueño, si vivía una pesadilla, pero admitiendo lo extraordinariamente bella que estaba.
Volvió al interior de la tienda.
El reloj del ayuntamiento marcaba las diez de la mañana, hora en que los locales y comercios de la calle empezaban a abrirse. Era el primer día de las rebajas y ya hacía rato que circulaban por ella los compradores más madrugadores. El escaparate de la tienda de Juan se mostraba oculto tras una especie de telón. Un remolino de curiosos aguardaban para ver que es lo que ocultaba tras él.
A las diez en punto el telón se abrió. En el centro del escaparate se mostraban un par de maniquíes, llevaban unos bellísimos trajes de novios.
Alguien preguntó si Raquel, su antigua dueña, había vuelto. Hacía años que nadie sabía nada de ella, justo desde el mismo momento en que un pavoroso incendio arrasó esa tienda dedicada, entonces, a los trajes de novias. Curiosamente el incendio se produjo unas vísperas de rebajas, comentó alguien.
martes, 21 de octubre de 2014
Me gusta, no me gusta
Me gusta despertarme con el alboroto de los periquitos. Desayunar mirando el sol y creer que no puedo abrir los ojos por su resplandor y no por el sueño. Escuchar por la radio alguna canción que ya había olvidado y sentir como me asaltan recuerdos que ella evoca. Me gusta que al mirar por la ventana el horizonte esté lejos y que haya montañas y el cielo muy azul. Tenerme que poner poca ropa y sobre todo no ponerme calcetines. Pisar la arena de la playa, oír las voces en los puestos del mercado, tomarme un café con leche y un crusán, mirar las librerías, ojear las revistas. Me gusta las mañanas cuando se empiezan a abrir las tiendas, cuando todo parece que es nuevo y salir a la calle justo cuando acaba de pasar el camión cisterna. Respirar ese aire fresco de la acera recién lavada y pisar los charcos que ha dejado, dando saltitos, casi, casi como si volase.
No me gusta estar esperando el ascensor, la luz amarillenta de las farolas, que suene el teléfono cuando estoy con los walkman puestos, en general no me gusta que suene el teléfono nunca. No me gustan las colas en el cine, llegar con el tiempo justo, que haga viento en la ciudad, que en el verano no haga calor, que el invierno sea demasiado frío, que el reloj se atrase, que las suelas de los zapatos chirríen. No me gusta Rajoy, ni Mas, casi ningún político. No me gustan las calles con escaleras, que se me estropee la bicicleta, tener que pasar la ITV del coche. No me gusta nada el servicio de megafonía del metro cuando anuncian algún incidente, no se entiende nunca nada. Pero sobre todo no me gusta estar sin mis perros, los echo mucho de menos, su sola presencia me alegraba. Su ausencia es como vivir en el infierno y así cada día.
No me gusta estar esperando el ascensor, la luz amarillenta de las farolas, que suene el teléfono cuando estoy con los walkman puestos, en general no me gusta que suene el teléfono nunca. No me gustan las colas en el cine, llegar con el tiempo justo, que haga viento en la ciudad, que en el verano no haga calor, que el invierno sea demasiado frío, que el reloj se atrase, que las suelas de los zapatos chirríen. No me gusta Rajoy, ni Mas, casi ningún político. No me gustan las calles con escaleras, que se me estropee la bicicleta, tener que pasar la ITV del coche. No me gusta nada el servicio de megafonía del metro cuando anuncian algún incidente, no se entiende nunca nada. Pero sobre todo no me gusta estar sin mis perros, los echo mucho de menos, su sola presencia me alegraba. Su ausencia es como vivir en el infierno y así cada día.
jueves, 9 de octubre de 2014
Mi tío Marcial
Siempre fui bastante pequeño. Ahora, con los años, tengo una estatura que podríamos considerar dentro de la media, tirando a baja, pero bastante normal.
Creo que es por ese motivo que el primer recuerdo que tengo de mi tío Marcial son sus largas piernas. Piernas musculadas y vellosas. En las tardes de verano, cuando mi padre, que era su hermano, y mi madre, dormitaban la siesta bajo la escasa protección del parasol, en la playa, él nos reunía a mis hermanos y a mí y nos poníamos a jugar a fútbol. Los cuatro que éramos contra él.
Sus piernas eran mágicas, parecían manos de prestidigitador, y hacía desaparecer la pelota de un lado para hacerla surgir en el otro. Nos hacía correr como locos detrás de él, gritando, riendo y espantando el sueño del mediodía a los playistas que tenían la mala suerte de haber tendido sus toallas al lado de las nuestras.
Ya he dicho. Tenía piernas largas, cubiertas de pelo, negro y denso, y eran ágiles. Cuando en algún requiebro me dejaba tirado en la arena, yo alzaba la cabeza y haciéndome sombra con la mano, veía sus contagiosas muecas, burlándose, abriendo la boca, sacando la lengua, asomando sus dientes muy blancos, casi deslumbrantes. Su cara era afilada, casi podía decir que puntiaguda. Su barbilla, su nariz, incluso sus orejas. Es por eso que mi padre lo llamaba, cariñosamente, 'Marcialno'. Con sus manos, cuando no las tenía ocupadas alzando a alguno de nosotros a los cielos, se la pasaba por la frente para apartarse sus larga melena. Pelo negro y rizado que le cubría la vista la mayoría de las veces.
Al acabar el partidillo, todos caíamos rendidos en la arena, sudorosos y resoplando. Entonces él se tiraba en medio de nosotros y era en ese momento cuando mis hermanos y yo nos lanzábamos encima suyo y le empezábamos a hacer cosquillas. Tenía muchas. El lado de la barriga era su parte más sensible, justo donde tenía el tatuaje. Una bella dama, cuya historia de el porqué de ese tatuaje jamás nos quiso contar, decía que era cosa de adultos y que no debían de oír los niños. Mi madre le llamaba Don Juan siempre que le veía ese dibujo, pero nosotros no entendíamos que significaba eso de Don Juan. Lo que sí entendíamos, y todos nos peleábamos por conseguirlo, era meter nuestras manos entre los pliegues de esa dama y disfrutar viéndole retorcerse de risa.
Su risa, sí, ya lo he dicho, pero es que era especial, contagiosa de tal manera que todos acabábamos retorciéndonos por la arena, agarrándonos la barriga de tanto daño que nos hacía de la risa que nos producía la suya.
Normalmente era en ese momento cuando mi madre se levantaba de la toalla, se sacudía la arena que tenía enganchada al cuerpo y nos reprendía a todos, especialmente a mi tío. 'Parece mentira Marcial, ¡¡que ya tienes una edad para andar con estas chiquilladas!!'. Mi tío, entonces, se ponía muy serio y se levantaba. Sus brazos los tendía hacía nosotros y nos levantaba a pulso, resaltando los músculos que tenía. Sus dedos fuertes, nos asía con seguridad y casi nos levantaba como si hubiéramos sido impulsados por un resorte. Luego miraba a mi madre con su mirada. Una mirada tierna, dulce. Sus oscuros ojos marrones imploraba un perdón a la reprimenda que le había hecho. Era una treta. Cuando ya estaba muy cerca, se giraba rápido hacía nosotros, nos guiñaba un ojo y esa era la señal. Todos salíamos corriendo hacía nuestra madre.
Creo que es por ese motivo que el primer recuerdo que tengo de mi tío Marcial son sus largas piernas. Piernas musculadas y vellosas. En las tardes de verano, cuando mi padre, que era su hermano, y mi madre, dormitaban la siesta bajo la escasa protección del parasol, en la playa, él nos reunía a mis hermanos y a mí y nos poníamos a jugar a fútbol. Los cuatro que éramos contra él.
Sus piernas eran mágicas, parecían manos de prestidigitador, y hacía desaparecer la pelota de un lado para hacerla surgir en el otro. Nos hacía correr como locos detrás de él, gritando, riendo y espantando el sueño del mediodía a los playistas que tenían la mala suerte de haber tendido sus toallas al lado de las nuestras.
Ya he dicho. Tenía piernas largas, cubiertas de pelo, negro y denso, y eran ágiles. Cuando en algún requiebro me dejaba tirado en la arena, yo alzaba la cabeza y haciéndome sombra con la mano, veía sus contagiosas muecas, burlándose, abriendo la boca, sacando la lengua, asomando sus dientes muy blancos, casi deslumbrantes. Su cara era afilada, casi podía decir que puntiaguda. Su barbilla, su nariz, incluso sus orejas. Es por eso que mi padre lo llamaba, cariñosamente, 'Marcialno'. Con sus manos, cuando no las tenía ocupadas alzando a alguno de nosotros a los cielos, se la pasaba por la frente para apartarse sus larga melena. Pelo negro y rizado que le cubría la vista la mayoría de las veces.
Al acabar el partidillo, todos caíamos rendidos en la arena, sudorosos y resoplando. Entonces él se tiraba en medio de nosotros y era en ese momento cuando mis hermanos y yo nos lanzábamos encima suyo y le empezábamos a hacer cosquillas. Tenía muchas. El lado de la barriga era su parte más sensible, justo donde tenía el tatuaje. Una bella dama, cuya historia de el porqué de ese tatuaje jamás nos quiso contar, decía que era cosa de adultos y que no debían de oír los niños. Mi madre le llamaba Don Juan siempre que le veía ese dibujo, pero nosotros no entendíamos que significaba eso de Don Juan. Lo que sí entendíamos, y todos nos peleábamos por conseguirlo, era meter nuestras manos entre los pliegues de esa dama y disfrutar viéndole retorcerse de risa.
Su risa, sí, ya lo he dicho, pero es que era especial, contagiosa de tal manera que todos acabábamos retorciéndonos por la arena, agarrándonos la barriga de tanto daño que nos hacía de la risa que nos producía la suya.
Normalmente era en ese momento cuando mi madre se levantaba de la toalla, se sacudía la arena que tenía enganchada al cuerpo y nos reprendía a todos, especialmente a mi tío. 'Parece mentira Marcial, ¡¡que ya tienes una edad para andar con estas chiquilladas!!'. Mi tío, entonces, se ponía muy serio y se levantaba. Sus brazos los tendía hacía nosotros y nos levantaba a pulso, resaltando los músculos que tenía. Sus dedos fuertes, nos asía con seguridad y casi nos levantaba como si hubiéramos sido impulsados por un resorte. Luego miraba a mi madre con su mirada. Una mirada tierna, dulce. Sus oscuros ojos marrones imploraba un perdón a la reprimenda que le había hecho. Era una treta. Cuando ya estaba muy cerca, se giraba rápido hacía nosotros, nos guiñaba un ojo y esa era la señal. Todos salíamos corriendo hacía nuestra madre.
jueves, 24 de julio de 2014
Nueve minutos
Mundos separados. Líneas invisibles que nos alejan. Fronteras trazadas en papel. La memoria nos aflige por el alto número de veces que nos hemos ido, que no hemos sabido estar. La pena del desencuentro, la tristeza que nos envuelve como una prisión. Y así van pasando los días, entre los sudores del verano y el eterno caminar hacía ninguna parte. Y así van pasando las horas, con los gotones del sudor y la búsqueda constante de una vereda con sombra fresca, con verde césped, donde poder descalzarnos, donde poder mojar los pies en el agua cristalina, limpia y fría de algún arroyo de montaña. Y mirar y ver que todo está en su sitio y tocar las cosas con la yema de los dedos y sentir su punzantes esquinas, que nos hace sangrar para así notar que aún no hemos muerto. Y construir una casita y cuidar un árbol y asaltar con furia la valla que nos separa y vivir nueve minutos juntos, no diez que sería perfecto y no ocho que nos parecería infinito. Y creer en la inmortalidad y no asustarnos de las culebras que acechan en el sendero. Y ser plural, y ser más, y tal vez multiplicarnos, y no pensar en el jueves como en el fin de la semana y empezar el lunes como si todo nos pudiera sorprender.
Me enjuago la boca para eliminar el mal aliento con el que cada día me levanto. Y hago gárgaras y escupo con fuerza el líquido, como pretendiendo arrancar con toda la violencia que puedo esa pestilencia que sale de dentro de mí. estoy podrido, pienso, y me enciendo un cigarrillo para disimular esa fetidez con el gusto a tabaco, porque ya no tengo que preocuparme de que mis besos te den arcadas y porque no tengo que salir al balcón a fumar, porque es verano y estoy desnudo y no quiero vestirme, no quiero empezar a sudar.
Miro el correo mientras espero la hora de irme y separo lo que me aburre de lo que es basura, y separo lo que ya leeré de lo que no leeré nunca. Y al final no queda nada. Un mundo vacío, así he construido mi vida, con cosas que me aburre y llenas de basura, con cosas que ya haré y otras que no haré nunca. De malos hábitos y de buenas intenciones, muchas veces pensando que es mejor estar en cualquier otro sitio. Y salgo de casa y cruzo todas las fronteras que se interponen para descubrir, al final, que vuelvo a estar aquí, en este mundo separado.
Y algo cierto con lo que acabar. Jamás supe cantar.
Me enjuago la boca para eliminar el mal aliento con el que cada día me levanto. Y hago gárgaras y escupo con fuerza el líquido, como pretendiendo arrancar con toda la violencia que puedo esa pestilencia que sale de dentro de mí. estoy podrido, pienso, y me enciendo un cigarrillo para disimular esa fetidez con el gusto a tabaco, porque ya no tengo que preocuparme de que mis besos te den arcadas y porque no tengo que salir al balcón a fumar, porque es verano y estoy desnudo y no quiero vestirme, no quiero empezar a sudar.
Miro el correo mientras espero la hora de irme y separo lo que me aburre de lo que es basura, y separo lo que ya leeré de lo que no leeré nunca. Y al final no queda nada. Un mundo vacío, así he construido mi vida, con cosas que me aburre y llenas de basura, con cosas que ya haré y otras que no haré nunca. De malos hábitos y de buenas intenciones, muchas veces pensando que es mejor estar en cualquier otro sitio. Y salgo de casa y cruzo todas las fronteras que se interponen para descubrir, al final, que vuelvo a estar aquí, en este mundo separado.
Y algo cierto con lo que acabar. Jamás supe cantar.
jueves, 17 de julio de 2014
El valle de Trencal
La caminata acaba en lo alto de la ermita del Tizor. Pequeño edificio rodeado de un diminuto prado, con una fuente donde suele caer un escaso chorro de agua y lo mejor de todo, unas vistas soberbias del valle del Trencal. Desde su pequeño mirador la vista abarca todos los pueblos esparcidos por ese pequeño trozo de paraíso.
Podemos divisar Arju, el primer pueblo del valle, con su impresionante ruinas del castillo que en tiempos remotos fue frontera entre baronías vecinas pero rivales. Remontando el curso del río nos encontramos con las casas dispersas de Savir, donde en las fiestas de la comarca se hace siempre las grandes celebraciones. Siguiendo la carretera, que en esta vista de pájaro parece una bonita vereda, medio escondida por el arbolado, aparece Esdero. Este es la villa mayor del valle. Lugar donde tendremos que ir si queremos encontrar una farmacia o comprar un diario. Esdero es un lugar plácido, donde en verano se llena de veraneantes y el pequeño bulevar que acompaña al río a su paso por el pueblo será el punto ideal para refrescarse en su espesa alameda y tomar el matafríos, bebida típica de esta zona que en verano se toma con agua muy fría para rebajar los grados de alcohol que tiene. Esdero tiene un airoso campanario con un sencillo carillón que llena de melodía, todo el entorno, los domingos por la mañana. Y por fin, el último pueblo que verás será Racia.
Si toda esta visión del valle te ha parecido inconmensurable, esto no habrá sido nada cuando al fijar la vista en Racia se te corte la respiración cuando vea el majestuoso cerrar del valle con las altas montañas, esbeltas, elegantes, desafiantes, con el que el valle parece querer alzarse al cielo.
De Racia es de donde vendrás, siguiendo la pequeña senda, pero muy bien marcada, que te conducirá a la ermita de Tizor.
Como ya he dicho antes, este pequeño trozo de mundo se debe de asemejar en mucho a lo que fue el jardín del Edén. En todos los aspecto, incluso en el hecho luctuoso, similar a la expulsión del paraíso, que os quiero narrar.
Para eso os he hecho llegar hasta la ermita.
En las fiestas patronales, una concurrida romería acude a este privilegiado lugar. Viene gente de todas las partes. El olor a hogueras y carne a la brasa es embriagador y una pequeña orquesta, formada por músicos del valle, ameniza con música muy populares a todos los allí presentes. El matafríos es la bebida por excelencia y se suele rebajar con el agua que cae de la fuente. Su chorro es escaso, ya os lo he comentado, y es habitual que se formen largas colas esperando bautizar la bebida. La tradición dice que de la fuente, ese día, brota el agua con efectos mágicos y que podrás beber todo el matafríos que quieras sin que te veas afectado por los efectos nocivos de una borrachera.
Al llegar el ocaso la gente empieza el descenso al valle. Normalmente todos bajan al paso de la orquesta y la diversión y la fiesta no acaba hasta que se entra en las primeras casas de Racia. Allí la orquesta toca 'Cálida velada', pasodoble compuesto por Juan Pérez, hijo ilustre del valle y compositor musical. Y al acabar la pieza un gran suspiro sale de todas las gargantas y se da por acabado el día de romería.
Esto ha sido así siempre excepto un año.
Fue un año excepcional. El agua de la fuente brotaba con un caudal inusitado de lo abundante que era. El matafríos se agotó tal era la cantidad que se llegó a consumir, ya que las pausas habituales para rebajarlo con el agua eran muy escasas y la gente bebía constantemente. Mediada la tarde surgió las primeras peleas. El alcohol nublaba las mentes de muchos. El caos se adueñó de aquel pequeño espacio atestado de gente.
Nadie sabe porque pasó, porque sucedió, cual fue el motivo. Sólo se sabe que de pronto alguien gritó. En un principio no fue cosa que llamará la atención. El bullicio era enorme. Luego se sucedió otro grito y otro y otro. Los músicos pararon de tocar y un grupo de vecinos se aproximaron al lugar de donde provenía esos gritos. Daniel Ramón estaba de pie, con las manos ensangrentadas, y a su lado, caído, se encontraba Alejo Primo. Estaba muerto.
Eran amigos desde muy pequeños. Se querían como hermanos, pero algo pasó por la mente de ellos que trastocó su amor en odio. La gente rumoreó que era la bebida, que el agua de la fuente no había hecho su efecto neutralizante. Lo cierto es que el paraíso no existe.
No obstante no dejes de visitar el valle del Trencal, será lo más parecido al paraíso que jamás veas.
Podemos divisar Arju, el primer pueblo del valle, con su impresionante ruinas del castillo que en tiempos remotos fue frontera entre baronías vecinas pero rivales. Remontando el curso del río nos encontramos con las casas dispersas de Savir, donde en las fiestas de la comarca se hace siempre las grandes celebraciones. Siguiendo la carretera, que en esta vista de pájaro parece una bonita vereda, medio escondida por el arbolado, aparece Esdero. Este es la villa mayor del valle. Lugar donde tendremos que ir si queremos encontrar una farmacia o comprar un diario. Esdero es un lugar plácido, donde en verano se llena de veraneantes y el pequeño bulevar que acompaña al río a su paso por el pueblo será el punto ideal para refrescarse en su espesa alameda y tomar el matafríos, bebida típica de esta zona que en verano se toma con agua muy fría para rebajar los grados de alcohol que tiene. Esdero tiene un airoso campanario con un sencillo carillón que llena de melodía, todo el entorno, los domingos por la mañana. Y por fin, el último pueblo que verás será Racia.
Si toda esta visión del valle te ha parecido inconmensurable, esto no habrá sido nada cuando al fijar la vista en Racia se te corte la respiración cuando vea el majestuoso cerrar del valle con las altas montañas, esbeltas, elegantes, desafiantes, con el que el valle parece querer alzarse al cielo.
De Racia es de donde vendrás, siguiendo la pequeña senda, pero muy bien marcada, que te conducirá a la ermita de Tizor.
Como ya he dicho antes, este pequeño trozo de mundo se debe de asemejar en mucho a lo que fue el jardín del Edén. En todos los aspecto, incluso en el hecho luctuoso, similar a la expulsión del paraíso, que os quiero narrar.
Para eso os he hecho llegar hasta la ermita.
En las fiestas patronales, una concurrida romería acude a este privilegiado lugar. Viene gente de todas las partes. El olor a hogueras y carne a la brasa es embriagador y una pequeña orquesta, formada por músicos del valle, ameniza con música muy populares a todos los allí presentes. El matafríos es la bebida por excelencia y se suele rebajar con el agua que cae de la fuente. Su chorro es escaso, ya os lo he comentado, y es habitual que se formen largas colas esperando bautizar la bebida. La tradición dice que de la fuente, ese día, brota el agua con efectos mágicos y que podrás beber todo el matafríos que quieras sin que te veas afectado por los efectos nocivos de una borrachera.
Al llegar el ocaso la gente empieza el descenso al valle. Normalmente todos bajan al paso de la orquesta y la diversión y la fiesta no acaba hasta que se entra en las primeras casas de Racia. Allí la orquesta toca 'Cálida velada', pasodoble compuesto por Juan Pérez, hijo ilustre del valle y compositor musical. Y al acabar la pieza un gran suspiro sale de todas las gargantas y se da por acabado el día de romería.
Esto ha sido así siempre excepto un año.
Fue un año excepcional. El agua de la fuente brotaba con un caudal inusitado de lo abundante que era. El matafríos se agotó tal era la cantidad que se llegó a consumir, ya que las pausas habituales para rebajarlo con el agua eran muy escasas y la gente bebía constantemente. Mediada la tarde surgió las primeras peleas. El alcohol nublaba las mentes de muchos. El caos se adueñó de aquel pequeño espacio atestado de gente.
Nadie sabe porque pasó, porque sucedió, cual fue el motivo. Sólo se sabe que de pronto alguien gritó. En un principio no fue cosa que llamará la atención. El bullicio era enorme. Luego se sucedió otro grito y otro y otro. Los músicos pararon de tocar y un grupo de vecinos se aproximaron al lugar de donde provenía esos gritos. Daniel Ramón estaba de pie, con las manos ensangrentadas, y a su lado, caído, se encontraba Alejo Primo. Estaba muerto.
Eran amigos desde muy pequeños. Se querían como hermanos, pero algo pasó por la mente de ellos que trastocó su amor en odio. La gente rumoreó que era la bebida, que el agua de la fuente no había hecho su efecto neutralizante. Lo cierto es que el paraíso no existe.
No obstante no dejes de visitar el valle del Trencal, será lo más parecido al paraíso que jamás veas.
martes, 15 de julio de 2014
Reloj de arena
El reloj de arena se paró. Una chinilla, un minúsculo grano de arena se negó a pasar por el tubo y detuvo el tiempo. Un atasco colosal se formó en parte superior mientras que en la inferior otros granos, que habían aceptado su destino, le animaban a seguirlos. Ni la presión de los de arriba, ni los ánimos de los de abajo, convencieron a ese pequeño grano de hacer aquello por lo cual había sido escogido. Yo soy trozo de playa, de olas que me mecen, de brisa que me lleva y no esclavo de un tiempo al cual no quiero servir. Eso gritaba nuestro protagonista luchando contra el poder del vacío. Tal fue su lucha que el mundo se detuvo.
Así lo constató Pedro cuando se veía delante del espejo, inmóvil, detenido en sus movimientos, con el nudo de la corbata a medio hacer. ¿Qué sucede?, pensó, pues ni mover la boca podía. Con el rabillo del ojo veía a su loro posado en el palo de la jaula parado en una acrobacia imposible de sostener si no fuera por esa ausencia en el transcurrir del tiempo.
Como soy escritor con pocos recursos os diré que así fue pasando las horas. Una incongruencia de mi historia ya que os he dicho que todo se detuvo, pero no encuentro la forma de avanzar si no es con esta incoherencia de quién no busca la lógica y se empecina con el continuar de la historia.
Sucedió que tal era la presión de los granos que estaban en la parte superior, y en la parte inferior, que el reloj de arena empezó a vibrar de tal forma que, en pequeños saltos, cayó de lo alto de la mesa donde se encontraba y se rompió en mil trozos. Todo el tiempo quedó esparcido en el suelo.
El tiempo dejó de tener continuidad y el pasado, el presente y el futuro se entremezclaron. Todo uno a la vez.
Pedro pasó de hacerse el nudo a estar desnudo, de estar desnudo a ponerse la chaqueta. Del pijama para irse a dormir pasó a verse con el chándal de salir a correr.
¿Qué locura es esta?, se preguntaba angustiado.
En una de esas escenas, que iban adelante y atrás en su vida, se vio con una escoba barriendo el montículo de arena que había en su salón. Fue entonces cuando todo se ordenó.
El escritor, que soy yo, después de releer la historia no puede dejar de pensar que ha de buscar un final más aleccionador ya que el relato en si se aguanta poco. Puedo decir que la moraleja de la historia es aquella en que nuestra vida no es más que una sucesión de cosas, ordenadas y pautadas y que el simple cambio de esa normalidad nos conduce al caos. Pero no es este un final por él que yo votaría. Prefiero escribir que de todos los granos de arena que Pedro recogió sólo uno se le escapó. ¡¡En efecto!!. Fue nuestro amigo, el protagonista primero de la historia.
Al romperse el reloj de arena, él salió disparado hacía arriba y una corriente de aire que había en el piso lo llevó, mecido, lejos de allí.
Así que la historia la puedo acabar diciendo que Pedro, al acabarse de hacer el nudo de la corbata notó que algo había cambiado. Se deshizo el nudo, se arremangó las mangas y se notó más libre.
¿Y el loro?, es pregunta que me llega de algún lector amante de los animales. El loro, angustiado lector, siguió con sus cabriolas ya que él nunca ha tenido la necesidad de ajustar su vida a un tiempo. La pausa de antes no era más que una imitación que hacía de su dueño, que no sólo en el hablar tienen habilidades estos animales.
Así lo constató Pedro cuando se veía delante del espejo, inmóvil, detenido en sus movimientos, con el nudo de la corbata a medio hacer. ¿Qué sucede?, pensó, pues ni mover la boca podía. Con el rabillo del ojo veía a su loro posado en el palo de la jaula parado en una acrobacia imposible de sostener si no fuera por esa ausencia en el transcurrir del tiempo.
Como soy escritor con pocos recursos os diré que así fue pasando las horas. Una incongruencia de mi historia ya que os he dicho que todo se detuvo, pero no encuentro la forma de avanzar si no es con esta incoherencia de quién no busca la lógica y se empecina con el continuar de la historia.
Sucedió que tal era la presión de los granos que estaban en la parte superior, y en la parte inferior, que el reloj de arena empezó a vibrar de tal forma que, en pequeños saltos, cayó de lo alto de la mesa donde se encontraba y se rompió en mil trozos. Todo el tiempo quedó esparcido en el suelo.
El tiempo dejó de tener continuidad y el pasado, el presente y el futuro se entremezclaron. Todo uno a la vez.
Pedro pasó de hacerse el nudo a estar desnudo, de estar desnudo a ponerse la chaqueta. Del pijama para irse a dormir pasó a verse con el chándal de salir a correr.
¿Qué locura es esta?, se preguntaba angustiado.
En una de esas escenas, que iban adelante y atrás en su vida, se vio con una escoba barriendo el montículo de arena que había en su salón. Fue entonces cuando todo se ordenó.
El escritor, que soy yo, después de releer la historia no puede dejar de pensar que ha de buscar un final más aleccionador ya que el relato en si se aguanta poco. Puedo decir que la moraleja de la historia es aquella en que nuestra vida no es más que una sucesión de cosas, ordenadas y pautadas y que el simple cambio de esa normalidad nos conduce al caos. Pero no es este un final por él que yo votaría. Prefiero escribir que de todos los granos de arena que Pedro recogió sólo uno se le escapó. ¡¡En efecto!!. Fue nuestro amigo, el protagonista primero de la historia.
Al romperse el reloj de arena, él salió disparado hacía arriba y una corriente de aire que había en el piso lo llevó, mecido, lejos de allí.
Así que la historia la puedo acabar diciendo que Pedro, al acabarse de hacer el nudo de la corbata notó que algo había cambiado. Se deshizo el nudo, se arremangó las mangas y se notó más libre.
¿Y el loro?, es pregunta que me llega de algún lector amante de los animales. El loro, angustiado lector, siguió con sus cabriolas ya que él nunca ha tenido la necesidad de ajustar su vida a un tiempo. La pausa de antes no era más que una imitación que hacía de su dueño, que no sólo en el hablar tienen habilidades estos animales.
miércoles, 9 de julio de 2014
Prohibido hablar con el conductor
Está prohibido hablar con el conductor. Esta tajante frase hacía imposible la comunicación entre la pasajera y el conductor del autobús, aún siendo los dos los únicos ocupantes del vehículo.
Que el conductor no pudiese hablar no indicaba que fuese sordo y a sus oídos llegaba los sollozos y gemidos de la mujer. La miraba por el espejo retrovisor y veía como unas lágrimas le recorrían las mejillas y los pañuelos de papel tenían la doble misión de limpiar esas lágrimas y sonarse la nariz, como si el llanto no fuera suficiente para liberar el exceso de líquido por los ojos y buscase otras vías para salir.
Era el último recorrido del día y el chófer decidió, antes de llegar al fin de la línea, parar el autobús en un pequeño local siempre abierto hasta no sabía que hora, ya que, en todos los turnos que había hecho de ese recorrido, había visto siempre las luces encendidas del mismo.
'Le invito a un café' Le dijo a la pasajera cuando el autobús dejó de ronronear. 'No conozco el sitio, pero me temo que es el único que hay abierto a estas horas por estos lugares'. La mujer le miró sorprendida. Él añadió 'Sospecho que tanto le da estar en un sitio o en otro ahora mismo y tal vez le haga bien hablar un poco, o al menos haremos pasar las horas y con suerte veremos amanecer, que con la luz del día todo parece diferente y tal vez, hasta sus penas parezcan menos penas'. La mujer se volvió a secar las lágrimas y se sonó ruidosamente, o puede que con el silencio del motor y el de la noche, de golpe los sonidos hubiesen adquirido otro nivel.
Bajaron del vehículo y entraron en el local. Era un pequeño tugurio, mal oliente y sucio, sin parroquianos y con el dueño del local apostado en una esquina mirando la televisión y uno de los programas de adivinos y tarotistas que pueblan las pantallas a esas horas.
'Nos pone dos cafés' Pidió el conductor mientras limpiaba con un papel una mesa y sacudía los restos de comida de las sillas. 'Lamento el estado de este sitio' le dijo a la pasajera, 'si quiere podemos irnos a otro lugar'. 'Es igual' le respondió 'realmente me importa poco donde estemos'.
A los pocos minutos tenían los dos cafés sobre la mesa. Eran agua sucia y resultaba ofensivo para la garganta pero se lo fueron tomando, al principio con claras muecas de repugnancia y al final esas muecas se mezclaban con sonrisas, divertidos, los dos, por los gestos que cada uno iba haciendo según se iban consumiendo la bebida.
'Realmente soy un pésimo conocedor de los locales nocturnos. Este cuchitril no ha de aparecer ni en la peor de las guías, ni aún para no recomendarlo' Le dijo mientras sonreía al ver la cara que ponía ella angustiada por las consecuencias de beberse ese brebaje, pero aliviada de sus penas por la inesperada compañía.
El tiempo trascurrió sin más. Ni ella habló, ni él preguntó. Parecía que seguía sobre ellos el cartel que prohibía hablar, pero en realidad es que no era necesario. La pena de ella ya le parecía lejana, absurda de recordar. Sólo la soledad en que se encontraba antes, le conducía, como si fuesen círculos, sobre el tema que le apenaba, más la sola compañía del conductor había roto el círculo y se enderezaba su vida hacía un nuevo destino. Él no tenía necesidad de hablar. Acostumbrado a ver a la gente por los espejos del autobús, había adquirido la capacidad de conocerlos sólo por sus gestos, por los tic de los cuales muchas veces no eran conscientes. Se conformó con el cambio que vio.
Cuando salieron del local el sol dibujaba una fina raya en el horizonte. Ella decidió volverse andando a casa, pero antes de despedirse le preguntó que línea era la que había cogido. 'La 10' le contestó el conductor. Ella sonrío. La línea recta que se escapa del círculo en que vivía. 'La volveré a coger otro día' le dijo mientras el conductor arrancaba el vehículo y se despedía de ella con un 'hasta la vista'.
Que el conductor no pudiese hablar no indicaba que fuese sordo y a sus oídos llegaba los sollozos y gemidos de la mujer. La miraba por el espejo retrovisor y veía como unas lágrimas le recorrían las mejillas y los pañuelos de papel tenían la doble misión de limpiar esas lágrimas y sonarse la nariz, como si el llanto no fuera suficiente para liberar el exceso de líquido por los ojos y buscase otras vías para salir.
Era el último recorrido del día y el chófer decidió, antes de llegar al fin de la línea, parar el autobús en un pequeño local siempre abierto hasta no sabía que hora, ya que, en todos los turnos que había hecho de ese recorrido, había visto siempre las luces encendidas del mismo.
'Le invito a un café' Le dijo a la pasajera cuando el autobús dejó de ronronear. 'No conozco el sitio, pero me temo que es el único que hay abierto a estas horas por estos lugares'. La mujer le miró sorprendida. Él añadió 'Sospecho que tanto le da estar en un sitio o en otro ahora mismo y tal vez le haga bien hablar un poco, o al menos haremos pasar las horas y con suerte veremos amanecer, que con la luz del día todo parece diferente y tal vez, hasta sus penas parezcan menos penas'. La mujer se volvió a secar las lágrimas y se sonó ruidosamente, o puede que con el silencio del motor y el de la noche, de golpe los sonidos hubiesen adquirido otro nivel.
Bajaron del vehículo y entraron en el local. Era un pequeño tugurio, mal oliente y sucio, sin parroquianos y con el dueño del local apostado en una esquina mirando la televisión y uno de los programas de adivinos y tarotistas que pueblan las pantallas a esas horas.
'Nos pone dos cafés' Pidió el conductor mientras limpiaba con un papel una mesa y sacudía los restos de comida de las sillas. 'Lamento el estado de este sitio' le dijo a la pasajera, 'si quiere podemos irnos a otro lugar'. 'Es igual' le respondió 'realmente me importa poco donde estemos'.
A los pocos minutos tenían los dos cafés sobre la mesa. Eran agua sucia y resultaba ofensivo para la garganta pero se lo fueron tomando, al principio con claras muecas de repugnancia y al final esas muecas se mezclaban con sonrisas, divertidos, los dos, por los gestos que cada uno iba haciendo según se iban consumiendo la bebida.
'Realmente soy un pésimo conocedor de los locales nocturnos. Este cuchitril no ha de aparecer ni en la peor de las guías, ni aún para no recomendarlo' Le dijo mientras sonreía al ver la cara que ponía ella angustiada por las consecuencias de beberse ese brebaje, pero aliviada de sus penas por la inesperada compañía.
El tiempo trascurrió sin más. Ni ella habló, ni él preguntó. Parecía que seguía sobre ellos el cartel que prohibía hablar, pero en realidad es que no era necesario. La pena de ella ya le parecía lejana, absurda de recordar. Sólo la soledad en que se encontraba antes, le conducía, como si fuesen círculos, sobre el tema que le apenaba, más la sola compañía del conductor había roto el círculo y se enderezaba su vida hacía un nuevo destino. Él no tenía necesidad de hablar. Acostumbrado a ver a la gente por los espejos del autobús, había adquirido la capacidad de conocerlos sólo por sus gestos, por los tic de los cuales muchas veces no eran conscientes. Se conformó con el cambio que vio.
Cuando salieron del local el sol dibujaba una fina raya en el horizonte. Ella decidió volverse andando a casa, pero antes de despedirse le preguntó que línea era la que había cogido. 'La 10' le contestó el conductor. Ella sonrío. La línea recta que se escapa del círculo en que vivía. 'La volveré a coger otro día' le dijo mientras el conductor arrancaba el vehículo y se despedía de ella con un 'hasta la vista'.
viernes, 4 de julio de 2014
El tornado
Tal vez fue la fuerza del tornado que no sólo removió toda la Tierra si no que cambió a las estrellas de sitio.
Así fue como comenzó el viejo anciano a relatar su historia.
Hubo un momento de nuestra existencia que sucedió el más grande de los cataclismos que se pueda recordar. No lo recuerda la memoria de los hombres, que es memoria frágil y vaporosa. Para conocer este hecho has de ver a las montañas, has de recorrer los valles milenarios, tienes que dormir mirando al cielo y dejarte hipnotizar por los millones de estrellas que tu visión pueda abarcar. Apenas será un pequeño fragmento de toda la inmensidad, pero suficiente para hacerte llegar, en forma de un lejano, casi imperceptible eco, como un murmullo que adormece, como una nana ancestral, retazos de esta historia que hoy te llega a ti.
Sucedió tras la terrible sequía. Los ríos se agostaron, en las fuentes sólo manaban polvo, los mares se secaron e inacabables extensiones de tierra cuarteada surgió en un mundo que dejó de ser azul. Ni el cielo era de tal color. Dañinas nubes marrones, cargadas de este exceso de tierra, llevaban la ceguera y la desesperación a todos los rincones de este mundo que se había convertido en inhóspito y cruel.
Tras la terrible sequía, o como consecuencia de ella, un día, los escasos supervivientes que quedaban, tuvieron que enfrentarse a un nuevo terror. Un incendio monstruoso trasformó toda su visión en elevadísimas llamaradas. Lenguas de fuego que al no encontrar alimento en la tierra mustia y reseca, se alzaban hacia el cielo tratando de alcanzar las estrellas para alimentar su vorágine destructora. Sus columnas flamígeras parecían la entrada al más terrible de los mundos.
En la Tierra apenas quedaba signos de vida. Aquella que antes pululaba en abundancia, ahora era algo escaso, caro de ver, apenas unas pocas monedas de lo que antaño fuera el más abundante de los tesoros. La desesperación era visible en la cara de los escasos humanos. Sólo en una aún brillaba la luz de la sabiduría, sólo una aún se preguntaba el porque de todo lo que estaba sucediendo y no la resignación fatal y tampoco la aceptación agónica de un mundo que les arrancaba la vida.
No tenía los recursos para el estudio. Primaba la brutalidad, la pura supervivencia, el más antiguo de los instintos. Pero pudo comprender que la aniquilación no era más que un desesperado intento de seres terribles y antepasados muy remotos de lo que fue el origen de este planeta para reconquistar su trono.
Nadie sabe que indagó, ni las más altas montañas, ni los más recónditos valles. Sólo las estrellas conocen una parte, pero apenas es nada.
Sucedió que invocó a la Tierra misma. Y está le respondió.
Un gigantesco tornado se alzó de la superficie maltratada del planeta. Un tornado de proporciones imposible de imaginar. Tal fuerza de la naturaleza se movió por todo el planeta y arrastró con ella a esos primitivos seres. Cuando tuvo a todos, con una fuerza que ojalá no volvamos a sentir, los expulsó de aquí.
Tardó el hombre en volver a encontrar la calma. Aunque está es cierto que volvió inmediatamente, pero tal era el sufrimiento vivido que tuvo que pasar muchos días, meses, tal vez años. Por fin, un día, alguien miró al cielo. Allí apareció un grupo de estrellas no vistas antes.
Hay quién dice que son esos seres que cabalgan en el lejano firmamento, montados en un colosal carro, aguardando el momento propicio para volver.
Así fue como comenzó el viejo anciano a relatar su historia.
Hubo un momento de nuestra existencia que sucedió el más grande de los cataclismos que se pueda recordar. No lo recuerda la memoria de los hombres, que es memoria frágil y vaporosa. Para conocer este hecho has de ver a las montañas, has de recorrer los valles milenarios, tienes que dormir mirando al cielo y dejarte hipnotizar por los millones de estrellas que tu visión pueda abarcar. Apenas será un pequeño fragmento de toda la inmensidad, pero suficiente para hacerte llegar, en forma de un lejano, casi imperceptible eco, como un murmullo que adormece, como una nana ancestral, retazos de esta historia que hoy te llega a ti.
Sucedió tras la terrible sequía. Los ríos se agostaron, en las fuentes sólo manaban polvo, los mares se secaron e inacabables extensiones de tierra cuarteada surgió en un mundo que dejó de ser azul. Ni el cielo era de tal color. Dañinas nubes marrones, cargadas de este exceso de tierra, llevaban la ceguera y la desesperación a todos los rincones de este mundo que se había convertido en inhóspito y cruel.
Tras la terrible sequía, o como consecuencia de ella, un día, los escasos supervivientes que quedaban, tuvieron que enfrentarse a un nuevo terror. Un incendio monstruoso trasformó toda su visión en elevadísimas llamaradas. Lenguas de fuego que al no encontrar alimento en la tierra mustia y reseca, se alzaban hacia el cielo tratando de alcanzar las estrellas para alimentar su vorágine destructora. Sus columnas flamígeras parecían la entrada al más terrible de los mundos.
En la Tierra apenas quedaba signos de vida. Aquella que antes pululaba en abundancia, ahora era algo escaso, caro de ver, apenas unas pocas monedas de lo que antaño fuera el más abundante de los tesoros. La desesperación era visible en la cara de los escasos humanos. Sólo en una aún brillaba la luz de la sabiduría, sólo una aún se preguntaba el porque de todo lo que estaba sucediendo y no la resignación fatal y tampoco la aceptación agónica de un mundo que les arrancaba la vida.
No tenía los recursos para el estudio. Primaba la brutalidad, la pura supervivencia, el más antiguo de los instintos. Pero pudo comprender que la aniquilación no era más que un desesperado intento de seres terribles y antepasados muy remotos de lo que fue el origen de este planeta para reconquistar su trono.
Nadie sabe que indagó, ni las más altas montañas, ni los más recónditos valles. Sólo las estrellas conocen una parte, pero apenas es nada.
Sucedió que invocó a la Tierra misma. Y está le respondió.
Un gigantesco tornado se alzó de la superficie maltratada del planeta. Un tornado de proporciones imposible de imaginar. Tal fuerza de la naturaleza se movió por todo el planeta y arrastró con ella a esos primitivos seres. Cuando tuvo a todos, con una fuerza que ojalá no volvamos a sentir, los expulsó de aquí.
Tardó el hombre en volver a encontrar la calma. Aunque está es cierto que volvió inmediatamente, pero tal era el sufrimiento vivido que tuvo que pasar muchos días, meses, tal vez años. Por fin, un día, alguien miró al cielo. Allí apareció un grupo de estrellas no vistas antes.
Hay quién dice que son esos seres que cabalgan en el lejano firmamento, montados en un colosal carro, aguardando el momento propicio para volver.
jueves, 3 de julio de 2014
Un experimento
Arrancó con furia otro pétalo a la margarita. Un nuevo sí, otro nuevo no, ya había perdido la noción del orden y había entrado de lleno en un mundo donde las contradicciones eran continuas. Desearía llevar los estribos de su vida, alzarse por encima de las eternas dudas, volar como los pájaros y no esa sensación de arrastrarse como si fuera una culebra. Si al menos fuese víbora, sería más respetado, más temido.
Era jueves, aunque eso no decía mucho, ajeno como estaba al monótono contar del calendario. Mejor decir que hacía nueve semanas desde que empezó a salir con ella, que tampoco es mucho decir. Habían sido días intensos, vividos en su plenitud, días de 48, 72 horas. Para ser más exactos tendríamos que decir que hacía toda una vida, una de las muchas que vivimos a lo largo de nuestros años, que estaba con ella.
Era feliz. estaba satisfecho. Y podría haber hecho durar estas sensaciones mucho más tiempo si no fuera porque un día le asalto la duda. Cual científico loco que se dedica a arrancar una pata, y luego otra, a una pulga hasta comprobar cuando deja de tener la capacidad de saltar, un día se le ocurrió poner bajo el microscopio de sus celos hasta donde ella sería capaz de amarle.
La primera patita que arrancó fue el dejar de llamarla por teléfono. Ella no le comentó nada, parecía que no era un tema que la inquietaba y si volviésemos al símil, diría que la pulga podía continuar saltando. Lo segundo que hizo fue enviarse mensajes a si mismo. Mensajes tórridos, apasionados. No tuvo en cuenta la ausencia de indiscreción de ella y que los mensajes sólo serían leídos por él. La tercera fue perfumarse con algún aroma de mujer. Aquí consiguió una primera inquietud, una primera pregunta, una inquisición sobre que olor emanaba.
Sería largo enumerar todo el proceso. También sería complicado. Cuando se empieza a jugar con los sentimientos rozamos las cuerdas de nuestra vida y empezamos a balancearnos incapaces de controlar hacía donde nos vamos o movemos. Al final, un día, hoy, ella dejó de ser pulga, tal vez ya no tuviera patas, se quedó mustia y el amor se acabó.
Hoy, él arranca pétalos a las margaritas, preguntándose si le quiere o no. Tal es su locura que ni se acuerda de su experimento. Se muestra airado. Le culpa a ella de la zozobra de su vida.
Era jueves, aunque eso no decía mucho, ajeno como estaba al monótono contar del calendario. Mejor decir que hacía nueve semanas desde que empezó a salir con ella, que tampoco es mucho decir. Habían sido días intensos, vividos en su plenitud, días de 48, 72 horas. Para ser más exactos tendríamos que decir que hacía toda una vida, una de las muchas que vivimos a lo largo de nuestros años, que estaba con ella.
Era feliz. estaba satisfecho. Y podría haber hecho durar estas sensaciones mucho más tiempo si no fuera porque un día le asalto la duda. Cual científico loco que se dedica a arrancar una pata, y luego otra, a una pulga hasta comprobar cuando deja de tener la capacidad de saltar, un día se le ocurrió poner bajo el microscopio de sus celos hasta donde ella sería capaz de amarle.
La primera patita que arrancó fue el dejar de llamarla por teléfono. Ella no le comentó nada, parecía que no era un tema que la inquietaba y si volviésemos al símil, diría que la pulga podía continuar saltando. Lo segundo que hizo fue enviarse mensajes a si mismo. Mensajes tórridos, apasionados. No tuvo en cuenta la ausencia de indiscreción de ella y que los mensajes sólo serían leídos por él. La tercera fue perfumarse con algún aroma de mujer. Aquí consiguió una primera inquietud, una primera pregunta, una inquisición sobre que olor emanaba.
Sería largo enumerar todo el proceso. También sería complicado. Cuando se empieza a jugar con los sentimientos rozamos las cuerdas de nuestra vida y empezamos a balancearnos incapaces de controlar hacía donde nos vamos o movemos. Al final, un día, hoy, ella dejó de ser pulga, tal vez ya no tuviera patas, se quedó mustia y el amor se acabó.
Hoy, él arranca pétalos a las margaritas, preguntándose si le quiere o no. Tal es su locura que ni se acuerda de su experimento. Se muestra airado. Le culpa a ella de la zozobra de su vida.
martes, 1 de julio de 2014
El viejo conde
El inmortal conde ya estaba cansado de tanta inmortalidad. En las películas sale lleno de vitalidad y encanto pero lo cierto es que los siglos trascurridos desde su inicio ya son muchos y vivir en este lúgubre castillo es una ruina en calefacción, que a un servidor, piensa nuestro conde, ya le duelen los huesos y la artrosis no perdona ni al más terrible de los seres. Para colmo, y es algo que le indigna que no se vea reflejado nunca, el celo cuidado que ha de tener con sus colmillos, que no puede escatimar ni un céntimo en cepillos y enjuagues bucales.
El conde hoy pasea por sus tétricos aposentos, papel en mano, dibujando lámparas esplendorosas y no las que tiene cargadas de telarañas y echadas a perder por el cúmulo de cera de las velas que tiene que gastar para poder ver algo. Dibuja jarrones con flores olorosas para tratar de ocultar esa miasma asquerosa acumulada sobre las mesas de los miles de murciélagos que le acompañan. ¿Y las cortinas? Cuando eran nuevas tenían una cierta belleza. Ese terciopelo rojo le daba elegancia a las estancias, pero han pasado muchos siglos y las cortinas están ajadas, más negras que rojas.
Hoy, por esos motivos y porque ya esta cansado de estereotipos que le marcan, ha decido cambiarlo todo. Se vistió con su mejor traje, aquel que alguna vez fue nuevo pero que ahora es un gran parche de costuras recosidas y zurcidos, incluso se puso el monóculo. Quiso peinarse un poco pero una vez más se le olvido que no se veía reflejado en el espejo, otro inconveniente más, pensó mientras se pasaba las manos por el pelo con la intención de aplanarlo y confiar en que le quedase medio bien.
El viejo conde no tuvo en cuenta en que época del año estaba y al abrir las puertas de su solitaria mansión una bofetada de aire caliente le azotó la cara. Tal vez fuese el verano más cálido de los últimos siglos, pero eran tantos los que había vivido que no recordaba más que unos pocos y sin mucha precisión de si había pasado mucha o poca calor. La realidad es que era un verano típico con su mucha calor y con los insectos que crecían por millones.
Al salir, un concierto de miles de cigarras le atolondró. Normalmente salía volando pero si quería cambiar tenía que empezar por el principio y olvidarse de las pocas ventajas que tenía su ser. El conde aceleró el paso, con la vana esperanza de dejar atrás tal algarabía, cuando de repente se vio envuelto en una nube de mosquitos. Extraño parentesco el que tenía con ellos, más no le salvo de recibir unas buenas picadas. Se volvió a todo correr a su mansión decidiendo dejar para otra ocasión el cambio de look de su vivienda, mientras decía no se qué de 'malditos caníbales'.
El conde hoy pasea por sus tétricos aposentos, papel en mano, dibujando lámparas esplendorosas y no las que tiene cargadas de telarañas y echadas a perder por el cúmulo de cera de las velas que tiene que gastar para poder ver algo. Dibuja jarrones con flores olorosas para tratar de ocultar esa miasma asquerosa acumulada sobre las mesas de los miles de murciélagos que le acompañan. ¿Y las cortinas? Cuando eran nuevas tenían una cierta belleza. Ese terciopelo rojo le daba elegancia a las estancias, pero han pasado muchos siglos y las cortinas están ajadas, más negras que rojas.
Hoy, por esos motivos y porque ya esta cansado de estereotipos que le marcan, ha decido cambiarlo todo. Se vistió con su mejor traje, aquel que alguna vez fue nuevo pero que ahora es un gran parche de costuras recosidas y zurcidos, incluso se puso el monóculo. Quiso peinarse un poco pero una vez más se le olvido que no se veía reflejado en el espejo, otro inconveniente más, pensó mientras se pasaba las manos por el pelo con la intención de aplanarlo y confiar en que le quedase medio bien.
El viejo conde no tuvo en cuenta en que época del año estaba y al abrir las puertas de su solitaria mansión una bofetada de aire caliente le azotó la cara. Tal vez fuese el verano más cálido de los últimos siglos, pero eran tantos los que había vivido que no recordaba más que unos pocos y sin mucha precisión de si había pasado mucha o poca calor. La realidad es que era un verano típico con su mucha calor y con los insectos que crecían por millones.
Al salir, un concierto de miles de cigarras le atolondró. Normalmente salía volando pero si quería cambiar tenía que empezar por el principio y olvidarse de las pocas ventajas que tenía su ser. El conde aceleró el paso, con la vana esperanza de dejar atrás tal algarabía, cuando de repente se vio envuelto en una nube de mosquitos. Extraño parentesco el que tenía con ellos, más no le salvo de recibir unas buenas picadas. Se volvió a todo correr a su mansión decidiendo dejar para otra ocasión el cambio de look de su vivienda, mientras decía no se qué de 'malditos caníbales'.
lunes, 30 de junio de 2014
Una botella de vino
En el viejo faro , al lado de sus desconchados muros, tuvo lugar esta pequeña historia. Como único rastro de ella sólo quedó una botella de vino descorchada.
Se cuenta que una noche de Luna clara, poco antes de romper el amanecer según el campanario del pueblo, por el antiguo camino que iba al faro, una pareja caminaba e iban declarándose su amor. Cuentan, aquellos que sin verlo se lo imaginan todo, que el farero oteaba, desde lo alto de su puesto, el mar, que era espejo, que parecía plata y las risas de los enamorados le hizo descuidar su oficio de vigía para adaptar aquel que en ocasiones podemos confundir con espía, en realidad era simple curiosidad.
Las risas se acercaban, aumentando su proximidad en el silencio de la noche. Apenas el lejano murmullo del mar amortiguaban las risas. La lechuza que vivía en la vieja casa, antigua vivienda, y que dejó de ser útil un día que una terrible tormenta la dejó apenas sin tejado, aguardaba paciente a que ese alboroto pasará para hacer lo que toca, cazar ratones, que ahora, asustados por el inusual escándalo, esto es exageración del narrador, apenas eran risas sofocadas por besos que se daban, aguardaban escondidos en sus profundas ratoneras.
El agrietado muro apenas delimitaba el terreno. Sus piedras caídas parecían invitar a cualquiera a saltarlo utilizándolas como salva obstáculos. La pareja lo cruzó y continuaron el camino hasta el borde mismo del acantilado.
La vista era soberbia. Una Luna quieta en el horizonte y otra, la luz del faro, que se movía y desaparecía, y volvía a aparecer y corría. El mar parecía que guiñaba mil ojos, como mostrándose cómplice en este juego del amor.
Dicen, aquellos que siempre han de encontrar un porque a las cosas, que el farero ajustó sus prismáticos y enfocó a la pareja. Yo no creo que tal cosa pasara. El farero, acostumbrado a la soledad de las noches en vigía, seguramente se iría a otro lado de su atalaya escandalizado por la inesperada presencia. Pero lo cierto es que pasó algo inusual y que el farero no pudo anticipar.
Cuentan, aquellos que se dedican a inventar historias, que una ola gigantesca se alzó de repente y que el vigía no dio la voz de alarma, yo pienso que es que no la vio.
Una ola como una montaña. Una ola que tenía la intención de escalar el alto acantilado. La pareja si que la vio, aseguran las viejas del lugar, pero en ese momento estaban abriendo una botella de vino con el que brindar por su nuevo amor y no repararon en la violencia que se les avecinaba. La ola alcanzó la cima del precipicio y al volver al mar se llevó, con ella, a la pareja de enamorados.
Seguramente, si dejamos pasar el tiempo suficiente, esta historia, que se convertirá en leyenda, dirá que la pareja iba a ser arrastrada al fondo del océano, pero que el farero, alertado por los gritos, no de amor, les enfocó con la luz del faro y que esa estela luminosa sirvió a la pareja para encontrar el camino de su salvación y se transformaron en el lucero del alba. Venus para los menos románticos, pero no hay que olvidar que Venus es el símbolo del amor.
Yo no creo en tal historia. En la taberna del pueblo los efluvios del alcohol hacen desatar las lenguas y es costumbre adornar los tragos que historias, pero mi botella de vino, apenas vaciada, destellaba de una manera especial.
Se cuenta que una noche de Luna clara, poco antes de romper el amanecer según el campanario del pueblo, por el antiguo camino que iba al faro, una pareja caminaba e iban declarándose su amor. Cuentan, aquellos que sin verlo se lo imaginan todo, que el farero oteaba, desde lo alto de su puesto, el mar, que era espejo, que parecía plata y las risas de los enamorados le hizo descuidar su oficio de vigía para adaptar aquel que en ocasiones podemos confundir con espía, en realidad era simple curiosidad.
Las risas se acercaban, aumentando su proximidad en el silencio de la noche. Apenas el lejano murmullo del mar amortiguaban las risas. La lechuza que vivía en la vieja casa, antigua vivienda, y que dejó de ser útil un día que una terrible tormenta la dejó apenas sin tejado, aguardaba paciente a que ese alboroto pasará para hacer lo que toca, cazar ratones, que ahora, asustados por el inusual escándalo, esto es exageración del narrador, apenas eran risas sofocadas por besos que se daban, aguardaban escondidos en sus profundas ratoneras.
El agrietado muro apenas delimitaba el terreno. Sus piedras caídas parecían invitar a cualquiera a saltarlo utilizándolas como salva obstáculos. La pareja lo cruzó y continuaron el camino hasta el borde mismo del acantilado.
La vista era soberbia. Una Luna quieta en el horizonte y otra, la luz del faro, que se movía y desaparecía, y volvía a aparecer y corría. El mar parecía que guiñaba mil ojos, como mostrándose cómplice en este juego del amor.
Dicen, aquellos que siempre han de encontrar un porque a las cosas, que el farero ajustó sus prismáticos y enfocó a la pareja. Yo no creo que tal cosa pasara. El farero, acostumbrado a la soledad de las noches en vigía, seguramente se iría a otro lado de su atalaya escandalizado por la inesperada presencia. Pero lo cierto es que pasó algo inusual y que el farero no pudo anticipar.
Cuentan, aquellos que se dedican a inventar historias, que una ola gigantesca se alzó de repente y que el vigía no dio la voz de alarma, yo pienso que es que no la vio.
Una ola como una montaña. Una ola que tenía la intención de escalar el alto acantilado. La pareja si que la vio, aseguran las viejas del lugar, pero en ese momento estaban abriendo una botella de vino con el que brindar por su nuevo amor y no repararon en la violencia que se les avecinaba. La ola alcanzó la cima del precipicio y al volver al mar se llevó, con ella, a la pareja de enamorados.
Seguramente, si dejamos pasar el tiempo suficiente, esta historia, que se convertirá en leyenda, dirá que la pareja iba a ser arrastrada al fondo del océano, pero que el farero, alertado por los gritos, no de amor, les enfocó con la luz del faro y que esa estela luminosa sirvió a la pareja para encontrar el camino de su salvación y se transformaron en el lucero del alba. Venus para los menos románticos, pero no hay que olvidar que Venus es el símbolo del amor.
Yo no creo en tal historia. En la taberna del pueblo los efluvios del alcohol hacen desatar las lenguas y es costumbre adornar los tragos que historias, pero mi botella de vino, apenas vaciada, destellaba de una manera especial.
viernes, 27 de junio de 2014
Breve
El beso abrió una grieta en mis labios resecos. Un pequeño torrente de sangre regó este espacio de mi cuerpo agostado por la sequía. Mi labio quedó tallado en dos, separado por el surco rojo que volcaba sobre mi camisa gotas en forma de rubíes.
Con un trozo de papel de fumar intenté contener ese reguero.
Ella me miraba con su rostro medio cubierto por su cabello. Un solo ojo cual cíclope, una melena cual medusa. Un ser tal vez terrible, seguramente fantástico, sin ninguna duda poderosa. Su pelo ondulaba por la brisa y la hacía bella. Mi papel intentaba alejarse de mí, pero no lo conseguía, enganchado a mi labio por la sangre seca.
No hubo tiempo para más. La historia apenas es esto.
Con un trozo de papel de fumar intenté contener ese reguero.
Ella me miraba con su rostro medio cubierto por su cabello. Un solo ojo cual cíclope, una melena cual medusa. Un ser tal vez terrible, seguramente fantástico, sin ninguna duda poderosa. Su pelo ondulaba por la brisa y la hacía bella. Mi papel intentaba alejarse de mí, pero no lo conseguía, enganchado a mi labio por la sangre seca.
No hubo tiempo para más. La historia apenas es esto.
jueves, 26 de junio de 2014
Fiesta de carnaval
En las fiestas de carnaval los mozos del pueblo cogen al señorito de turno. Lo sientan en una silla y lo llevan en marcha por todo la villa hasta la grieta que dejó marcado en el suelo el último terremoto y lo tiran dentro. Dicen los señoritos que es una fiesta bárbara, propia de una cultura subdesarrollada, pero lo cierto es que es muy antigua. Anteriormente se le subía a lo alto del campanario y era lanzado desde allí, pero ese terremoto dejó al pueblo sin iglesia. Es el apoteosis de las fiestas. Luego viene el baile y fin de las mismas.
Al día siguiente los señoritos se suelen reunir. Se quejan de esta costumbre primitiva y elaboran un nuevo programa de fiestas para el año que viene. Evidentemente quitan el paseo en silla.
Lo complicado es convencer a la gente de la conveniencia de quitar ese punto y siempre se encuentran con la oposición total del pueblo.
Es un pueblo atípico este donde yo vivo.
Al día siguiente los señoritos se suelen reunir. Se quejan de esta costumbre primitiva y elaboran un nuevo programa de fiestas para el año que viene. Evidentemente quitan el paseo en silla.
Lo complicado es convencer a la gente de la conveniencia de quitar ese punto y siempre se encuentran con la oposición total del pueblo.
Es un pueblo atípico este donde yo vivo.
jueves, 19 de junio de 2014
El interno
El interno se pasea desnudo. El celador le mira mientras un habano a medio consumir cuelga de sus labios. Es una tarde como cualquier otra y el sol se cuela por las altas ventanas rompiendo las tinieblas del recinto. Todo está en su sitio. Todo dentro de un orden permanente. Un gran reloj de pared marca los minutos con riguroso paso y canta los cuartos con monótona voz. Nada llama la atención de este escrito. Nada se puede llamar inusual, incluso que el interno se masajee los pechos. Un cartel informa de las ventajas de hacer una vida sana. Una gran nube cubre, de repente, el cielo que se vislumbra por los ventanales. Un aguacero intenso sacude la tierra. Son gotas de agua, pero la fuerza con la que cae les hace convertirse en pequeño proyectiles. Los cristales retumban y en la sala donde el celador tiene su escritorio, un bicho que se mueve por los cristales parece mirar la lluvia. Una gota golpea por la parte exterior del vidrio y el insecto extiende sus alas y vuela. Todo parecería normal si no fuera porque encima de la mesa, junto a los papeles donde se desvelan los misterios de cada interno, un profiláctico yace lleno de semen.
miércoles, 18 de junio de 2014
El templo
El templo donde se adora al dios loco esta protegido por unas estatuas ciclópeas. Tan altas son que molestan el vuelo de las grandes aves. Águilas, buitres, pájaros acostumbrados a los infinitos espacios abiertos de un cielo que no tiene fin y que de repente se ven interrumpidos, en su volar, por esas inmensas moles, alzadas por vete a saber que antiguas manos, con que rudimentarias herramientas, pero eficaces visto el perdurar de su resultado.
El sol machaca esta parte del mundo. Lo hace inhabitable, lo que da más misterio al hecho de que allí fuera donde se construyera tamaño templo. Sólo se entiende por la locura de ese dios que sin ninguna duda se transmitió a sus adoradores.
Los escasos arbustos que allí crecen, plantas espinosas, sin flores, tan agresivas como todo el entorno, ondulan constantemente, como si fueran extraños estandartes. Se mecen por un insoportable viento que sin tregua azota el rostro y el cuerpo de quién esto os escribe. No hay protección que valga.
El aplastante sol, el aplastante viento, el aplastante templo. Todo es plural, todo es múltiplo. El dolor son dolores, el cansancio son cansancios, de los pies al caminar, de los ojos al mirar, del cuerpo azotado por el viento, del cuerpo abrasado por el sol.
El camino apenas se marca ya en la roca, erosionado por el paso de mil años. Apenas una senda desdibujada, cambiada incesantemente de sitio, movida como si fuera una serpiente por un viento que hace de titiritero de un camino, que a fuerza de cambiar de destino, se hace inservible, pero es el único que tengo y a él me apego, me arrastro, me dejo llevar aún si por seguirlo he de palpar su rastro en el suelo.
Me convertiré en el nuevo sacerdote. Exaltaré el poder de la locura. Crearé nuevos salmos, cánticos errantes que viajarán más allá del más lejano de los horizontes trasportado por fieles servidores. Y el apogeo de esta antigua religión será cuando el más cuerdo de los hombres se postre ante mi dios.
La humanidad ya lo adora, pero no lo sabe. Yo se lo haré saber.
El sol machaca esta parte del mundo. Lo hace inhabitable, lo que da más misterio al hecho de que allí fuera donde se construyera tamaño templo. Sólo se entiende por la locura de ese dios que sin ninguna duda se transmitió a sus adoradores.
Los escasos arbustos que allí crecen, plantas espinosas, sin flores, tan agresivas como todo el entorno, ondulan constantemente, como si fueran extraños estandartes. Se mecen por un insoportable viento que sin tregua azota el rostro y el cuerpo de quién esto os escribe. No hay protección que valga.
El aplastante sol, el aplastante viento, el aplastante templo. Todo es plural, todo es múltiplo. El dolor son dolores, el cansancio son cansancios, de los pies al caminar, de los ojos al mirar, del cuerpo azotado por el viento, del cuerpo abrasado por el sol.
El camino apenas se marca ya en la roca, erosionado por el paso de mil años. Apenas una senda desdibujada, cambiada incesantemente de sitio, movida como si fuera una serpiente por un viento que hace de titiritero de un camino, que a fuerza de cambiar de destino, se hace inservible, pero es el único que tengo y a él me apego, me arrastro, me dejo llevar aún si por seguirlo he de palpar su rastro en el suelo.
Me convertiré en el nuevo sacerdote. Exaltaré el poder de la locura. Crearé nuevos salmos, cánticos errantes que viajarán más allá del más lejano de los horizontes trasportado por fieles servidores. Y el apogeo de esta antigua religión será cuando el más cuerdo de los hombres se postre ante mi dios.
La humanidad ya lo adora, pero no lo sabe. Yo se lo haré saber.
martes, 17 de junio de 2014
La flor de plástico
La flor que hay en su balcón es de plástico. No necesita regarla y siempre luce nueva. La única atención que le pide es limpiarle el polvo que se acumula a lo largo de los días. Cuando una nube se posa confundida sobre la flor y llueve sobre ella, su flor de plástico se hace más bella si cabe. Las gotas se deslizan sobre sus falsos pétalos y se lleva motas de polvo dejando, en su lugar, un reguero de caminos. Minúsculos senderos entrecruzados entre si, sin origen necesario, sin destino que los justifiquen. Es un simple producto del azar.
La flor que hay en su balcón la recogió un día que vagabundeaba por el cementerio. Yacía, créeme, marchita, al lado de un container de basura. La recogió distraído, sin supervisar aquello que sus manos hacía. Fue al salir cuando se vio acompañado de ella, cuando notó que sus manos jugueteaban con el tallo duro, que sus dedos se posaban sobre las láminas de plástico que daban forman a los pétalos. Con un gesto que denotaba resignación y aceptación la hizo suya y caminó de vuelta a casa con esa flor que antaño fue una señal de recuerdo de alguien para alguien.
La dejó sobre la pica de fregar cuando llegó a casa. Abrió el grifo y un torrente de agua calló sobre ella. Si quisiéramos fantasear, diríamos que se vio sorprendida y con un movimiento brusco se apartó del chorro de agua. Sólo si quisiéramos fantasear.
Hoy luce en su balcón y ya no engañan a las abejas.
La flor que hay en su balcón la recogió un día que vagabundeaba por el cementerio. Yacía, créeme, marchita, al lado de un container de basura. La recogió distraído, sin supervisar aquello que sus manos hacía. Fue al salir cuando se vio acompañado de ella, cuando notó que sus manos jugueteaban con el tallo duro, que sus dedos se posaban sobre las láminas de plástico que daban forman a los pétalos. Con un gesto que denotaba resignación y aceptación la hizo suya y caminó de vuelta a casa con esa flor que antaño fue una señal de recuerdo de alguien para alguien.
La dejó sobre la pica de fregar cuando llegó a casa. Abrió el grifo y un torrente de agua calló sobre ella. Si quisiéramos fantasear, diríamos que se vio sorprendida y con un movimiento brusco se apartó del chorro de agua. Sólo si quisiéramos fantasear.
Hoy luce en su balcón y ya no engañan a las abejas.
martes, 22 de abril de 2014
Una avería
El autobús se detuvo delante del templo de la Sagrada Familia. 'Debe de ser cosa de la batería, que se le ha acabado y por eso no puedo continuar', dijo el conductor a la pregunta de un pasajero de porque se detenía allí, lugar inusual y donde no tenía parada. La gran mayoría del pasaje nos quedamos sin saber muy bien que hacer y mirábamos las riadas de turistas que rodeaban el vehículo y que en cualquier momento lo sumergirían en un mar de flashes, mapas y olor de protector solar.
Era como una visión apocalíptica, parecida a aquella que se narra sobre la torre de Babel. Decenas de idiomas nos conducían a la confusión y al caos, y la fachada del Nacimiento, con sus piedras ennegrecidas por el paso de los años, y con sus altas torres que la enmarcaban y que daban el aspecto, realmente, de querer llegar al cielo.
El conductor nos dijo que podíamos esperar en el vehículo o que si nos apetecía podíamos bajar y estirar las piernas, que el autobús que tenía que venir a sustituirlo aún tardaría un poco.
Pocos fueron los que se decidieron a salir y como en un capítulo de 'Walking Dead', enseguida fueron engullidos por una multitud, no de zombis, pero si de turistas en bermudas, gorras, gafas de sol y sandalias que caminaban con la mirada alzada, el cuello dislocado y las manos elevadas señalando puntos indeterminados del horizonte que era la fachada del templo. Algunos de los que bajaron quisieron volver pero una riada conducida por un ser que marcaba el camino con un paraguas, los arrastraron y sólo pudimos ver, en una visión póstuma, como se perdían en medio de ese gentío que entraba en el parque con la intención de tener mejor vista.
Los que quedábamos en el autobús nos agolpamos en los asientos traseros, mirando por el gran ventanal del fondo del autobús a ver si aparecía el vehículo sustitutorio salvador.
Fue en ese momento cuando una de las grúas que cargan materiales al templo empezó a moverse. Alguien dio la voz de alarma. Alguien con la mirada desencajada ante la visión que tenía, que no era otra que ver como ese armatoste , de miles de metros de altura, o eso nos parecía a nosotros, se quedaba quieto encima de nuestra vertical con una imponente carga de piedras.
Un sudor frío, un atisbo de locura, una visión a nuestros miedos más profundos. Nos agarramos unos a otros. Manos frías, boca temblorosa. No teníamos más alternativas que morir chafados o engullidos por esos turistas que parecían, ahora sí, zombis.
Nos abrazábamos y nos decíamos palabras de despedida. No nos conocíamos pero una poderosa hermandad se había establecido entre nosotros y...
'Señores ya ha llegado el autobús, pueden cambiarse y continuar su viaje'. Así fue como el conductor corto toda mi historia peliculera en esa anodina tarde de primavera.
Bajamos tranquilamente a la calle y nos abrimos pasos entre el gentío que visitaban el templo. Subimos al autobús de sustitución pero antes de terminar de entrar a él, una mano pringada de restos de pizza y helado surgió de algún punto indeterminado haciéndome dar un respingo.
Era como una visión apocalíptica, parecida a aquella que se narra sobre la torre de Babel. Decenas de idiomas nos conducían a la confusión y al caos, y la fachada del Nacimiento, con sus piedras ennegrecidas por el paso de los años, y con sus altas torres que la enmarcaban y que daban el aspecto, realmente, de querer llegar al cielo.
El conductor nos dijo que podíamos esperar en el vehículo o que si nos apetecía podíamos bajar y estirar las piernas, que el autobús que tenía que venir a sustituirlo aún tardaría un poco.
Pocos fueron los que se decidieron a salir y como en un capítulo de 'Walking Dead', enseguida fueron engullidos por una multitud, no de zombis, pero si de turistas en bermudas, gorras, gafas de sol y sandalias que caminaban con la mirada alzada, el cuello dislocado y las manos elevadas señalando puntos indeterminados del horizonte que era la fachada del templo. Algunos de los que bajaron quisieron volver pero una riada conducida por un ser que marcaba el camino con un paraguas, los arrastraron y sólo pudimos ver, en una visión póstuma, como se perdían en medio de ese gentío que entraba en el parque con la intención de tener mejor vista.
Los que quedábamos en el autobús nos agolpamos en los asientos traseros, mirando por el gran ventanal del fondo del autobús a ver si aparecía el vehículo sustitutorio salvador.
Fue en ese momento cuando una de las grúas que cargan materiales al templo empezó a moverse. Alguien dio la voz de alarma. Alguien con la mirada desencajada ante la visión que tenía, que no era otra que ver como ese armatoste , de miles de metros de altura, o eso nos parecía a nosotros, se quedaba quieto encima de nuestra vertical con una imponente carga de piedras.
Un sudor frío, un atisbo de locura, una visión a nuestros miedos más profundos. Nos agarramos unos a otros. Manos frías, boca temblorosa. No teníamos más alternativas que morir chafados o engullidos por esos turistas que parecían, ahora sí, zombis.
Nos abrazábamos y nos decíamos palabras de despedida. No nos conocíamos pero una poderosa hermandad se había establecido entre nosotros y...
'Señores ya ha llegado el autobús, pueden cambiarse y continuar su viaje'. Así fue como el conductor corto toda mi historia peliculera en esa anodina tarde de primavera.
Bajamos tranquilamente a la calle y nos abrimos pasos entre el gentío que visitaban el templo. Subimos al autobús de sustitución pero antes de terminar de entrar a él, una mano pringada de restos de pizza y helado surgió de algún punto indeterminado haciéndome dar un respingo.
viernes, 28 de marzo de 2014
Insolación
La lista de las cosas que necesitaba incluía comprar una pomada para las quemaduras. Quemaduras que remolcaba mi cuerpo desde hacía unos días, exactamente desde cuando cansado del invierno, un día de sol, me despeloté en el balcón de casa y me quede extasiado, disfrutando de los cálidos rayos. Competí con las lagartijas, con el perro del vecino que me miraba y con un grupo de palomas que se arrullaban enfervorecidas por la pasión. Matemáticamente hablando no debería de haberme quedado tanto rato, más cuando uno es de piel blanca y delicada, pero las razones y los buenos consejos no sirven cuando uno lloraba al ver tantos días grises y pensaba que el invierno se alargaba más de la cuenta sólo por joderme y es que mi coco es bastante limitado y seguramente muy egoísta. Yo soy egoísta, no ocultaré ese defecto, y era incapaz de darme cuenta de que los ciclos son eso, ciclos, y que sin frío, el calor no tiene sentido.
El caso es que pillé una buena insolación. Al principio, coco limitado ya os lo he dicho, me pensé que había pillado una especie de resfriado, por lo temblores digo. Incluso me miré en el espejo las amígdalas por si las tenía inflamadas. No se porque lo hice. Tengo unas amígdalas como balones de basquet y en su estado normal ya son mucho más grandes que la del resto de las personas que conozco. Y así estaba, con la boca abierta delante del espejo y haciendo todo tipo de giros con la cabeza para poder apreciar mejor el fondo de mi garganta cuando una mosca tempranera se me introdujo dentro. Entre toses y arcadas la saqué y en la loza del lavabo se quedó el pobre bicho todo enganchoso por la saliva en que iba envuelto.
Ninguno de los dos estábamos en nuestro mejor momento. Yo con un resfriado que era insolación y la mosca medio ahogada.
La recogí con un trozo de papel del váter y la saqué al balcón. No se si me conducía una intención sádica y quería que ella también pillará una insolación o un remoto resto de humanidad y depositarla entre alguna de las hojas de las plantas que malvivían en ese espacio para que se secara y pudiese volver a volar. No pude optar. Fue salir al exterior y notar que los temblores aumentaban de intensidad y con las vibraciones, lo cierto es que la mosca cayó y ya no pude ver nada más de ella. No se si voló o se espachurró en el suelo, aunque siempre he pensado que las moscas, al igual que las hormigas, nunca pueden morir de esa manera, lo que a mi entender, y vuelvo a lo del coco, les da una especie de superpoderes.
Pero no quiero divagar por este tema y vuelvo a mi insolación que creía que era resfriado.
Algo enojado por el incidente, lo que me hace decantar por la intención sádica que tenía hacia la mosca, volví al lavabo y rebusqué entre lociones, peines y pelos sueltos, un paracetamol. Hasta hace poco pensaba que se llamaba gelocatil. Lo encontré y me lo tragué. No era intención mía suplir a la mosca, aunque es cierto que no pude dejar de pensar en ella mientras hacia el consabido movimiento con la garganta. Recordé a Serrat y cuando iba a verlo a los conciertos de barrio, cuando todavía no hacía macrogiras y te lo podías encontrar cantando en las fiestas de Mataro, en el campo de fútbol, el mismo que por la mañana había servido para hacer el tradicional partido de solteros contra casados, al mediodía la paellada popular, por la tarde la chocolatada y a la noche el concierto de fiesta mayor, en este caso Serrat y su inimitable movimiento de garganta cuando cantaba.
Yo no cantaba, sólo tragaba, pero me gustaba verme así, no en vano durante muchos años fui fervoroso seguidor de Serrat, siempre después de Llach, aunque en un segundo puesto muy disputado.
Y aquí se acaba la hoja del procesador, así que te ahorro los suplicios que sufrí por la noche hasta que por fin relacioné el mal que tenía con la insolación, más que nada porque también me salieron unas espectaculares ampollas. Y aquí, en la farmacia, busco una pomada.
El caso es que pillé una buena insolación. Al principio, coco limitado ya os lo he dicho, me pensé que había pillado una especie de resfriado, por lo temblores digo. Incluso me miré en el espejo las amígdalas por si las tenía inflamadas. No se porque lo hice. Tengo unas amígdalas como balones de basquet y en su estado normal ya son mucho más grandes que la del resto de las personas que conozco. Y así estaba, con la boca abierta delante del espejo y haciendo todo tipo de giros con la cabeza para poder apreciar mejor el fondo de mi garganta cuando una mosca tempranera se me introdujo dentro. Entre toses y arcadas la saqué y en la loza del lavabo se quedó el pobre bicho todo enganchoso por la saliva en que iba envuelto.
Ninguno de los dos estábamos en nuestro mejor momento. Yo con un resfriado que era insolación y la mosca medio ahogada.
La recogí con un trozo de papel del váter y la saqué al balcón. No se si me conducía una intención sádica y quería que ella también pillará una insolación o un remoto resto de humanidad y depositarla entre alguna de las hojas de las plantas que malvivían en ese espacio para que se secara y pudiese volver a volar. No pude optar. Fue salir al exterior y notar que los temblores aumentaban de intensidad y con las vibraciones, lo cierto es que la mosca cayó y ya no pude ver nada más de ella. No se si voló o se espachurró en el suelo, aunque siempre he pensado que las moscas, al igual que las hormigas, nunca pueden morir de esa manera, lo que a mi entender, y vuelvo a lo del coco, les da una especie de superpoderes.
Pero no quiero divagar por este tema y vuelvo a mi insolación que creía que era resfriado.
Algo enojado por el incidente, lo que me hace decantar por la intención sádica que tenía hacia la mosca, volví al lavabo y rebusqué entre lociones, peines y pelos sueltos, un paracetamol. Hasta hace poco pensaba que se llamaba gelocatil. Lo encontré y me lo tragué. No era intención mía suplir a la mosca, aunque es cierto que no pude dejar de pensar en ella mientras hacia el consabido movimiento con la garganta. Recordé a Serrat y cuando iba a verlo a los conciertos de barrio, cuando todavía no hacía macrogiras y te lo podías encontrar cantando en las fiestas de Mataro, en el campo de fútbol, el mismo que por la mañana había servido para hacer el tradicional partido de solteros contra casados, al mediodía la paellada popular, por la tarde la chocolatada y a la noche el concierto de fiesta mayor, en este caso Serrat y su inimitable movimiento de garganta cuando cantaba.
Yo no cantaba, sólo tragaba, pero me gustaba verme así, no en vano durante muchos años fui fervoroso seguidor de Serrat, siempre después de Llach, aunque en un segundo puesto muy disputado.
Y aquí se acaba la hoja del procesador, así que te ahorro los suplicios que sufrí por la noche hasta que por fin relacioné el mal que tenía con la insolación, más que nada porque también me salieron unas espectaculares ampollas. Y aquí, en la farmacia, busco una pomada.
jueves, 20 de marzo de 2014
Llueve
Llueve como siempre lo ha hecho en esta ciudad. Una ciudad de humedades, llena de charcos, de canalillos chorreantes, de paraguas y chubasqueros. Una ciudad de domingos pasados por agua, perezosos, donde el humeante humo del café recién hecho se adhiere a los cristales formando gotas. 'Es como si quisieran añadirse a las de fuera, o como si una pequeña porción de esa lluvia hubiese entrado en la cocina'. Era Juan quién pensaba así. Los domingos eran días mansos, de esos que se viven sin reloj. Leer el diario mientras se tomaba su café, mirar la ventana, ver la calle apenas transitada y al caer la tarde leer cualquier libro que tuviese a mano. No así hoy. El chico que le traía el periódico los domingos estaba griposo y no le había podido hacer el encargo. Juan tuvo que equiparse para salir él a buscarlo al quiosco de la avenida. Se calzó sus botas de agua, se puso el impermeable y cogió un paraguas. El quiosco apenas estaba a cinco minutos andando del bloque donde vivía Juan pero él no recordar cuanto tiempo hacía que no iba allí, o sí que lo recordaba pero no quería. Allí estaría María, casi igual que la última vez que la vio. Casi igual que esta lluvia eterna. Esperando su vuelta como sin ganas pero con una infinita paciencia.
Juan se acercó al quiosco con lento caminar, como quién no estando seguro de adonde va, arrastra los pies con la esperanza de que en algún momento sus dudas desaparecerán por el desespero del pausado caminar o tal vez ahogadas en los charcos que jalonan la calle. María lo ve venir. Difuminado por la lluvia, enfundado en su impermeable, camuflado tras el paraguas, lo reconoce igualmente. Juan no la ve, ocupada su vista en esquivar charcos, unos de verdad, otros surgidos de los barrizales de su vida. No se atreve a alzar la vista y mirar el horizonte, tan cercano y tan inaccesible, eso cree, como todos los horizontes.
La lluvia parece que arrecia o son las ganas que tiene de esconderse aún más debajo del paraguas. Los pies mojados, las botas inundadas. 'No es día de salir a la calle', piensa a modo de excusa, con la intención de girarse y volverse a casa, pero se ha pasado la vida huyendo antes que enfrentarse a los hechos, pergeñando excusas. 'Un día tenía que pasar'.
Llega al quiosco cruzando un telón de agua. Aparece en escena como si fuese un Robinson Crusoe naufragado, chorreando agua, con la vista aún confusa por el esfuerzo de evitar que le entrasen gotas en los ojos, con el cuerpo pesado, con el futuro incierto. No ignora el leve consuelo de sentirse escasamente protegido por el toldo del quiosco. Toldo que ya anegado de agua, deja pasar gotas, para hacer, tal vez, que el transito de la lluvia al refugio sea pausado y no brusco, para, tal vez, permitirle entretenerse en menesteres como quitarse la capucha o no. Cosas nimias pero que le ayudan a no tener que enfrentarse a la realidad, pequeñas estrategias de jugador de ajedrez que mueve un peón ante la incapacidad de saber que jugada hacer.
María no dice nada, sólo lo mira. Él nota esa mirada, su cuerpo se lo dice en forma de escalofríos, en forma de un corazón desatado. Por fin enfrenta su mirada con la de ella.
Ha pasado tanto tiempo, pero ella está igual. Igual que aquella tarde en que él, embriagado por los sentimientos, movido por una pasión que desconocía capaz de sentir, le entregó, junto con el importe de la compra que había hecho, una breve nota en donde le declaraba su amor. Creyó morirse y se volvió a todo correr sin esperar la vuelta, sin saber si ella la estaba leyendo o no, sin darse cuenta que ella la guardaba en el bolsillo, sin comprender que pudiera ser correspondido, sin entender que la mirada de ella le gritaba que volviera.
Y allí estaba ella, rebuscando en su bata, entre monedas para el cambio, entre albaranes, arrugada la nota por el tiempo pasado, pero siempre guardada, siempre esperando el momento en que le pudiera dar respuesta.
La ciudad está inundada por la lluvia, llena de ríos, con multitud de pequeños lagos transformándose en inabarcables mares y ellos los dos únicos habitantes de esa pequeña isla rodeados de periódicos, revistas, de colecciones. ¡¡Tanta letra!! y ellos mudos y es que no siempre es fácil decir aquello que se siente. Mejor dejar que un golpe de aire frío, húmedo, les empuje el uno hacía el otro. Mejor callar, es tanto el tiempo pasado, tantos los pensamientos alimentados en este tiempo, que sería labor hercúlea expresarlos y el tiempo no acompaña para grandes charlas, sí, a caso, para irse a tomar un café, hacer que los cuerpos entré en calor, posible preludio de un mayor ardor. Antes habrá que recoger el quiosco y en días así es labor pesada y lenta. Puede que se les escape alguna caricia, tal vez sus manos se rocen, sus labios se besen, pero no seré yo quién os cuente estos brotes de amor. Sí que os diré que parece amor de adolescentes, pero vosotros, que sois personas que os habéis enamorado alguna vez, sabéis que siempre el amor, en sus inicios, peca de ímpetu juvenil.
Juan se acercó al quiosco con lento caminar, como quién no estando seguro de adonde va, arrastra los pies con la esperanza de que en algún momento sus dudas desaparecerán por el desespero del pausado caminar o tal vez ahogadas en los charcos que jalonan la calle. María lo ve venir. Difuminado por la lluvia, enfundado en su impermeable, camuflado tras el paraguas, lo reconoce igualmente. Juan no la ve, ocupada su vista en esquivar charcos, unos de verdad, otros surgidos de los barrizales de su vida. No se atreve a alzar la vista y mirar el horizonte, tan cercano y tan inaccesible, eso cree, como todos los horizontes.
La lluvia parece que arrecia o son las ganas que tiene de esconderse aún más debajo del paraguas. Los pies mojados, las botas inundadas. 'No es día de salir a la calle', piensa a modo de excusa, con la intención de girarse y volverse a casa, pero se ha pasado la vida huyendo antes que enfrentarse a los hechos, pergeñando excusas. 'Un día tenía que pasar'.
Llega al quiosco cruzando un telón de agua. Aparece en escena como si fuese un Robinson Crusoe naufragado, chorreando agua, con la vista aún confusa por el esfuerzo de evitar que le entrasen gotas en los ojos, con el cuerpo pesado, con el futuro incierto. No ignora el leve consuelo de sentirse escasamente protegido por el toldo del quiosco. Toldo que ya anegado de agua, deja pasar gotas, para hacer, tal vez, que el transito de la lluvia al refugio sea pausado y no brusco, para, tal vez, permitirle entretenerse en menesteres como quitarse la capucha o no. Cosas nimias pero que le ayudan a no tener que enfrentarse a la realidad, pequeñas estrategias de jugador de ajedrez que mueve un peón ante la incapacidad de saber que jugada hacer.
María no dice nada, sólo lo mira. Él nota esa mirada, su cuerpo se lo dice en forma de escalofríos, en forma de un corazón desatado. Por fin enfrenta su mirada con la de ella.
Ha pasado tanto tiempo, pero ella está igual. Igual que aquella tarde en que él, embriagado por los sentimientos, movido por una pasión que desconocía capaz de sentir, le entregó, junto con el importe de la compra que había hecho, una breve nota en donde le declaraba su amor. Creyó morirse y se volvió a todo correr sin esperar la vuelta, sin saber si ella la estaba leyendo o no, sin darse cuenta que ella la guardaba en el bolsillo, sin comprender que pudiera ser correspondido, sin entender que la mirada de ella le gritaba que volviera.
Y allí estaba ella, rebuscando en su bata, entre monedas para el cambio, entre albaranes, arrugada la nota por el tiempo pasado, pero siempre guardada, siempre esperando el momento en que le pudiera dar respuesta.
La ciudad está inundada por la lluvia, llena de ríos, con multitud de pequeños lagos transformándose en inabarcables mares y ellos los dos únicos habitantes de esa pequeña isla rodeados de periódicos, revistas, de colecciones. ¡¡Tanta letra!! y ellos mudos y es que no siempre es fácil decir aquello que se siente. Mejor dejar que un golpe de aire frío, húmedo, les empuje el uno hacía el otro. Mejor callar, es tanto el tiempo pasado, tantos los pensamientos alimentados en este tiempo, que sería labor hercúlea expresarlos y el tiempo no acompaña para grandes charlas, sí, a caso, para irse a tomar un café, hacer que los cuerpos entré en calor, posible preludio de un mayor ardor. Antes habrá que recoger el quiosco y en días así es labor pesada y lenta. Puede que se les escape alguna caricia, tal vez sus manos se rocen, sus labios se besen, pero no seré yo quién os cuente estos brotes de amor. Sí que os diré que parece amor de adolescentes, pero vosotros, que sois personas que os habéis enamorado alguna vez, sabéis que siempre el amor, en sus inicios, peca de ímpetu juvenil.
jueves, 13 de marzo de 2014
Creí que podría flotar
Creí que podría flotar y me lancé al océano. Basto mar donde tantos naufragaron y yo creí que podría flotar. La primera ola me hundió, pero con enérgicas brazadas saqué primero un brazo, luego el otro y después, en una explosión de alegría, la cabeza. La segunda ola me meció, casi duermo entre sus arrullos, con nanas del viento que rozando el agua, alzaba pequeñas gotas que caían sobre mi cara, como caricias. La tercera ola me elevó hasta casi tocar el cielo y como una vertiginosa montaña rusa, caí desde lo alto de las nubes a lo profundo del mar. La cuarta ola me ignoró, pasó a mi lado sin tocarme. Fue en la quinta donde sucedió. Creí que podría flotar. El mar se encalmó. Un inmenso océano donde sólo se destacaba mi pequeña figura que nadaba hacia ninguna parte. Un mar cansado, aburrido de sus vaivenes, harto de llegar a la playa y volverse. Un mar así, casi como la vida, dando golpes sobre rocas, para convertir en arena el más duro de los granitos, pero una vida sin la paciencia del mar. La quinta ola surgió, me agarró y arrastrándome en un tumulto de agua, me lanzó contra la playa. En restos de un naufragio me convertí.
lunes, 10 de marzo de 2014
El viento
El problema está en el viento. El viento trae la muerte y has de mantenerte oculto a él. Has de tratar que no te toque, no sentir como tus cabellos son mecidos por él, no notar que su invisible presencia acaricie tu cara, bese tus labios. Si así fuese, si algo de lo que te estoy avisando escapa a tus cuidados, a tu vigilancia, si olvidas estar en guardia, esto que ahora escribo no habrá servido de nada, estarás muerto como seguramente lo estoy yo ahora.
La historia comienza una tarde del mes de mayo. Una linda tarde primaveral. Una tarde de esas que notas que el corazón está contento, que las penurias del invierno ya se te empiezan a antojar muy lejanas. Tarde de suave brisa, de dulce sol, de juegos de niños en los parques desfogando sus nervios después de un día de clases, de charlas de padres, de ancianos sentados en los bancos viendo, en sus casos verdad suprema, la vida pasar. La historia empieza de una manera cruelmente dulce, encantadoramente despiadada, inhumanamente sorpresiva.
Mi ventana da a un parque. Un rectángulo cubierto de árboles, caminos sinuosos, bancos para descansar. Tiene un pequeño espacio infantil con un par de columpios, tobogán y una pequeña construcción de madera con una pasarela que lleva de un espacio a otro permitiendo a los niños sentirse aventureros, exploradores, también acróbatas y hacer padecer a los padres temerosos de que un traspié los tire, que un niño mayor les empuje. Somos los guardianes de su infancia, tal vez los celadores, los carceleros, aquellos que velan hasta lo indecible por guardarles de cualquier mal, por retrasar aquello que sabemos que algún día ha de llegar, la dureza de la vida. La ley selvática en la que nos movemos, en la que vivimos. Ley que hemos adornado con normas civilizadas pero que no deja de ser la ley del más fuerte. Tal vez soy muy cruel en mis apreciaciones, tal vez visto el futuro que nos aguardaba tendría que ser más comprensivo o menos despiadado en mis pensamientos, al fin y al cabo el celo de ellos es herencia genética, conducta de protección que tienen casi todos los seres vivos de la tierra por sacar adelante su camada, su descendencia.
Mis reflexiones no iban por ese camino aquella tarde, son producto del desconcierto, del desengaño, del atroz presente en el que vivo. Aquella tarde mi mente divagaba por cuestiones que ahora me parecen absurdas, problemas económicos, malestar en el trabajo. Cuestiones habituales, repetitivas, pero matizadas por los rayos cálidos del sol que cruzando los cristales daba a la estancia una agradable sensación de bienestar y le quitaban peso a esas ideas.
La radio sonaba con la música de los 80 y me permitía tararea algunas de las canciones que sonaba y que habían sido mi banda sonora en la adolescencia. Algunas me traían recuerdos de tardes de feria, o de encuentros con los amigos, otras, la verdad, es que no las recordaba, pero todas ellas entraban en mi cerebro y se entremezclaban con los pensamientos que tenía y cruzaba problemas del presente con el alegre dinamismo de la juventud pasada. A la hora en punto hicieron la habitual desconexión para lanzar el típico boletín de noticias. Las de siempre, la crisis económica, las guerras, o las revoluciones, que siempre hay en alguna parte del mundo, una noticia sobre un avance médico en la investigación sobre el cáncer y una vez más la noticia de esos días, el paso del cometa. La Tierra, decía la breve nota, está cruzando la estela del cometa y se espera que esta noche haya una gran lluvia de estrellas.
El paso del cometa estaba siendo increíblemente espectacular y era habitual ver a cientos de personas, todas las noches, con prismáticos o a simple vista, observando el cielo. No dejaba de ser la fascinación que sentimos por todo aquello que, aparentemente, escapa de nuestro control pero que sabemos que no es así. Es como una montaña rusa, nos estimula el pánico que nos causa, la descarga de adrenalina que nos produce y la momentánea sensación de fragilidad y vulnerabilidad, sabedores de que sólo es un fogonazo, la brevedad del destello de un flash, un hábil calculo matemático de ángulos, inclinaciones e inercias, pero que al final todo quedará en un montón de risas. Aunque en ocasiones hay fallos.
Acabadas las noticias, volvió la música, pero yo apagué la radio y me dispuse a salir a la calle a dar un pequeño paseo y hacer algunas compras. Me saqué las zapatillas y me calcé los zapatos. Buscaba en el armario alguna prenda ligera de abrigo que ponerme cuando un fuerte golpe me hizo girar la mirada. Fue un acto reflejo ya que desconcertado como estaba no sabía atinar de donde procedía ese golpe. Miré si alguna puerta se había cerrado por alguna corriente de aire, pero no era así, y dentro del piso, después de mirar por todas las habitaciones, no veía nada que pudiera ser el causante de ese ruido. Nada caído en el suelo, nada fuera de su sitio. Tal vez haya provenido de algún vecino, del piso de al lado, o el de abajo, o vete a saber, pensaba. Ya empezaba a olvidar el ruido cuando se sucedió otro. Estaba en la habitación, plantado en medio de ella, cuando volvió a ocurrir. Miraba hacía la ventana, por la altura y la distancia hacía ella, sólo veía, en ese momento, el bloque de enfrente y a algunos vecinos asomados a los balcones que miraban hacia abajo, al parque, haciendo gesto, no hacía mí, pero si entre ellos. Entonces fue cuando se sucedió ese nuevo ruido, parecido a un impacto, vi que un intenso aire agitaba sus ropas a la vez que caían, ¡¡sí, caían!!, al suelo, como desmayados.
Me apresuré hacía la ventana.
Mi horror fue infinito cuando vi la causa de aquellos gestos. El parque, que momentos antes rebosaba vida, ahora era una multitud de cuerpos caídos. Recorrí cada rincón, cada espacio que las copas de los árboles me permitían ver, nada se movía, ni tan siquiera el aire. Alcé mi vista, todavía intentando que la locura que presenciaba no fuera más que algo pasajero, una especie de cruel broma y que alguno de los partícipes de ella, cansado de la misma, se movieran. Recorrí los balcones del piso de enfrente. Los cuerpos seguían caídos, más otros, ignorantes del terror que les acechaba, salían y sus gritos de espanto, los llantos de dolor, el desgarrado de sus lamentos me llegaban a pesar de la distancia. Quise gritarles que se escondieran, que cerrasen las puertas, las ventanas, pero no me veían. Me agité dentro de la habitación, daba saltos, movía las manos, trataba de llamarle la atención. Ya, desesperado, busqué el cierre de la ventana a tientas, mi mirada era incapaz de despegarse del horror que veía, quería abrirla, gritarles que huyeran dentro de sus viviendas.
No se si llamarlo suerte, más parece una maldición, una condena a la que algún ser despiadado me ha sometido. El caso es que mis manos no atinaban con abrir la ventana y mi mirada, por fin, atendiendo a mi cerebro se dirigía allí donde mis manos se mostraban torpes. Fue en ese instante cuando de nuevo surgió ese terrorífico ruido, apenas una décima de segundo, tal vez lo que dura un corto suspiro. Al volver a mirar al exterior sólo llegué a ver como las copas de los árboles se agitaban con violencia. Sólo los árboles parecían tener vida. Luego nada. Todo quieto, todo inmóvil, todo muerto. Los vecinos a los que traté de avisar yacían, igual que los anteriores, igual que todos los que estaban en el parque.
El tiempo es atroz cuando se vive este tipo de pesadillas.
No se si han pasado horas o apenas unos minutos. Desconozco que ha pasado en el resto del mundo. Al encender la radio, esta sigue emitiendo música, nada comentan de este holocausto. La televisión sigue con sus programación rosa de las tardes. ¿Es posible que nadie sepa el horror que estamos sufriendo? Quisiera huir de aquí, alejarme de estas ventanas monstruosas, pero me da miedo salir a la calle. Los golpes de aire se siguen sucediendo a intervalos irregulares, pero ya a nadie veo en los balcones, aunque se que hay más miradas detrás de las ventanas. Miradas que nos cruzamos en la distancia, miradas de impotencia y pánico.
Cuelgo esto aquí, en la red. Para difundirlo y hacer llegar a todo el mundo que se guarden del viento.
La historia comienza una tarde del mes de mayo. Una linda tarde primaveral. Una tarde de esas que notas que el corazón está contento, que las penurias del invierno ya se te empiezan a antojar muy lejanas. Tarde de suave brisa, de dulce sol, de juegos de niños en los parques desfogando sus nervios después de un día de clases, de charlas de padres, de ancianos sentados en los bancos viendo, en sus casos verdad suprema, la vida pasar. La historia empieza de una manera cruelmente dulce, encantadoramente despiadada, inhumanamente sorpresiva.
Mi ventana da a un parque. Un rectángulo cubierto de árboles, caminos sinuosos, bancos para descansar. Tiene un pequeño espacio infantil con un par de columpios, tobogán y una pequeña construcción de madera con una pasarela que lleva de un espacio a otro permitiendo a los niños sentirse aventureros, exploradores, también acróbatas y hacer padecer a los padres temerosos de que un traspié los tire, que un niño mayor les empuje. Somos los guardianes de su infancia, tal vez los celadores, los carceleros, aquellos que velan hasta lo indecible por guardarles de cualquier mal, por retrasar aquello que sabemos que algún día ha de llegar, la dureza de la vida. La ley selvática en la que nos movemos, en la que vivimos. Ley que hemos adornado con normas civilizadas pero que no deja de ser la ley del más fuerte. Tal vez soy muy cruel en mis apreciaciones, tal vez visto el futuro que nos aguardaba tendría que ser más comprensivo o menos despiadado en mis pensamientos, al fin y al cabo el celo de ellos es herencia genética, conducta de protección que tienen casi todos los seres vivos de la tierra por sacar adelante su camada, su descendencia.
Mis reflexiones no iban por ese camino aquella tarde, son producto del desconcierto, del desengaño, del atroz presente en el que vivo. Aquella tarde mi mente divagaba por cuestiones que ahora me parecen absurdas, problemas económicos, malestar en el trabajo. Cuestiones habituales, repetitivas, pero matizadas por los rayos cálidos del sol que cruzando los cristales daba a la estancia una agradable sensación de bienestar y le quitaban peso a esas ideas.
La radio sonaba con la música de los 80 y me permitía tararea algunas de las canciones que sonaba y que habían sido mi banda sonora en la adolescencia. Algunas me traían recuerdos de tardes de feria, o de encuentros con los amigos, otras, la verdad, es que no las recordaba, pero todas ellas entraban en mi cerebro y se entremezclaban con los pensamientos que tenía y cruzaba problemas del presente con el alegre dinamismo de la juventud pasada. A la hora en punto hicieron la habitual desconexión para lanzar el típico boletín de noticias. Las de siempre, la crisis económica, las guerras, o las revoluciones, que siempre hay en alguna parte del mundo, una noticia sobre un avance médico en la investigación sobre el cáncer y una vez más la noticia de esos días, el paso del cometa. La Tierra, decía la breve nota, está cruzando la estela del cometa y se espera que esta noche haya una gran lluvia de estrellas.
El paso del cometa estaba siendo increíblemente espectacular y era habitual ver a cientos de personas, todas las noches, con prismáticos o a simple vista, observando el cielo. No dejaba de ser la fascinación que sentimos por todo aquello que, aparentemente, escapa de nuestro control pero que sabemos que no es así. Es como una montaña rusa, nos estimula el pánico que nos causa, la descarga de adrenalina que nos produce y la momentánea sensación de fragilidad y vulnerabilidad, sabedores de que sólo es un fogonazo, la brevedad del destello de un flash, un hábil calculo matemático de ángulos, inclinaciones e inercias, pero que al final todo quedará en un montón de risas. Aunque en ocasiones hay fallos.
Acabadas las noticias, volvió la música, pero yo apagué la radio y me dispuse a salir a la calle a dar un pequeño paseo y hacer algunas compras. Me saqué las zapatillas y me calcé los zapatos. Buscaba en el armario alguna prenda ligera de abrigo que ponerme cuando un fuerte golpe me hizo girar la mirada. Fue un acto reflejo ya que desconcertado como estaba no sabía atinar de donde procedía ese golpe. Miré si alguna puerta se había cerrado por alguna corriente de aire, pero no era así, y dentro del piso, después de mirar por todas las habitaciones, no veía nada que pudiera ser el causante de ese ruido. Nada caído en el suelo, nada fuera de su sitio. Tal vez haya provenido de algún vecino, del piso de al lado, o el de abajo, o vete a saber, pensaba. Ya empezaba a olvidar el ruido cuando se sucedió otro. Estaba en la habitación, plantado en medio de ella, cuando volvió a ocurrir. Miraba hacía la ventana, por la altura y la distancia hacía ella, sólo veía, en ese momento, el bloque de enfrente y a algunos vecinos asomados a los balcones que miraban hacia abajo, al parque, haciendo gesto, no hacía mí, pero si entre ellos. Entonces fue cuando se sucedió ese nuevo ruido, parecido a un impacto, vi que un intenso aire agitaba sus ropas a la vez que caían, ¡¡sí, caían!!, al suelo, como desmayados.
Me apresuré hacía la ventana.
Mi horror fue infinito cuando vi la causa de aquellos gestos. El parque, que momentos antes rebosaba vida, ahora era una multitud de cuerpos caídos. Recorrí cada rincón, cada espacio que las copas de los árboles me permitían ver, nada se movía, ni tan siquiera el aire. Alcé mi vista, todavía intentando que la locura que presenciaba no fuera más que algo pasajero, una especie de cruel broma y que alguno de los partícipes de ella, cansado de la misma, se movieran. Recorrí los balcones del piso de enfrente. Los cuerpos seguían caídos, más otros, ignorantes del terror que les acechaba, salían y sus gritos de espanto, los llantos de dolor, el desgarrado de sus lamentos me llegaban a pesar de la distancia. Quise gritarles que se escondieran, que cerrasen las puertas, las ventanas, pero no me veían. Me agité dentro de la habitación, daba saltos, movía las manos, trataba de llamarle la atención. Ya, desesperado, busqué el cierre de la ventana a tientas, mi mirada era incapaz de despegarse del horror que veía, quería abrirla, gritarles que huyeran dentro de sus viviendas.
No se si llamarlo suerte, más parece una maldición, una condena a la que algún ser despiadado me ha sometido. El caso es que mis manos no atinaban con abrir la ventana y mi mirada, por fin, atendiendo a mi cerebro se dirigía allí donde mis manos se mostraban torpes. Fue en ese instante cuando de nuevo surgió ese terrorífico ruido, apenas una décima de segundo, tal vez lo que dura un corto suspiro. Al volver a mirar al exterior sólo llegué a ver como las copas de los árboles se agitaban con violencia. Sólo los árboles parecían tener vida. Luego nada. Todo quieto, todo inmóvil, todo muerto. Los vecinos a los que traté de avisar yacían, igual que los anteriores, igual que todos los que estaban en el parque.
El tiempo es atroz cuando se vive este tipo de pesadillas.
No se si han pasado horas o apenas unos minutos. Desconozco que ha pasado en el resto del mundo. Al encender la radio, esta sigue emitiendo música, nada comentan de este holocausto. La televisión sigue con sus programación rosa de las tardes. ¿Es posible que nadie sepa el horror que estamos sufriendo? Quisiera huir de aquí, alejarme de estas ventanas monstruosas, pero me da miedo salir a la calle. Los golpes de aire se siguen sucediendo a intervalos irregulares, pero ya a nadie veo en los balcones, aunque se que hay más miradas detrás de las ventanas. Miradas que nos cruzamos en la distancia, miradas de impotencia y pánico.
Cuelgo esto aquí, en la red. Para difundirlo y hacer llegar a todo el mundo que se guarden del viento.
jueves, 6 de marzo de 2014
Superperro
Ojeaba un cómic en el quiosco de al lado de la parada del autobús. Era una forma, como cualquier otra, de dejar trascurrir el tiempo mientras esperaba que apareciera el 54 que me tenía que llevar a la cita. El cómic era de un super héroe y su perro. El super héroe era como otros tantos, defensor de la humanidad, cargado de valores morales, con una fuerza superior a la normal, con capacidad para correr muy rápido y un olfato muy agudo, en fin, un super héroe de lo más normal, pero la característica que me había llevado a cogerlo de la pila de tebeos era sus compañero de aventuras. Este no era otro que un perro de la raza golden retriever. Siempre me han gustado esos perros. ¡¡Bien!! en realidad me gustan todos los perros, pero esta raza en particular causa en mí una atracción especial. El perro no tenía ningún don que pudiéramos definir de super, simplemente era un bonachón que lo único que le gustaba era llenar de lametazos a cualquiera con que se encontrase y esa era la fatalidad de los villanos. Cuando el super héroe se encontraba en la parte más comprometida de la pelea, era entonces cuando aparecía el perro, que con grandes trotes y sonoros ladridos, llegaba hasta el villano y le ponía las dos patas de delante en el pecho. Con el impulso de la carrera y el peso del perro, los villanos, pillados por sorpresa, caían al suelo y una lluvia de lengüetazos los dejaba desconcertados hasta tal punto que el super héroe, recuperándose con rapidez de la situación de inferioridad en que se encontraba, podía reducir al malo, no sin antes llevarse, también él, algún lamido del perro. El cómic no daba para mucho más. Algunas peleas para justificar al héroe pero la mayoría de las páginas eran de lo más costumbristas. Pasear al perro, dejar que los niños lo acariciaran, recoger las caquitas, o caconas, que el animal dejaba en sus paseos, pararse a hablar con otros propietarios de perros y regentar una tienda de alimentos para animales, ¡¡cómo si no!! y su poder lo adquirió debido a una partida defectuosa de galletas para mascotas que él probaba una tarde de pocos clientes y mucho aburrimiento y que le habían mutado transformándole en 'Superperro'.
Lo cierto es que no se como me encontré sentado en el autobús leyendo, con verdadero interés, las aventuras de estos dos personajes. La verdad es que no me dejo de asombrar de las cosas que atraen mi atención pero allí estaba yo, enfrascado en luchas por salvar a la humanidad a base de lengüetazos de perros mientras una señora jubilada hablaba por el móvil, en el asiento de al lado, con alguien, que por lo que pude deducir entre paso de página y paso de página, la conversación duro lo suyo, era compañera de salidas promocionales.
- Sí. El nombre del sitio no lo recuerdo pero fue aquella excursión en donde nos regalaron el jamón. Aquel tan salado.
Pude oír esto mientras me relamía los dedos para humedecerlos y poder pasar la página con más comodidad.
Por un momento estuve tentado de dejar la lectura pero era justo en el momento en que la humanidad iba a caer en manos de un ser odioso vestido con un traje de arlequín, por la parte de delante, y por la parte de atrás se le veía unas formas y vestimentas diabólicas. La duda me corroyó por unos instantes, el destino de la humanidad pendía de mi lectura. ¿Jamón salado o arlequín diabólico?. No se qué hubieras hecho tú pero yo lo tuve claro. Cerré el cómic y apoyé la cabeza en el cristal de la ventana haciendo como que miraba para afuera, pero mis oídos, tal vez imbuidos de un poder adquirido con la lectura, giraban para dejar las pantallas auditivas orientadas hacia la señora.
Fue poco el rato que pude chafardea la conversación. Apenas para enterarme que Manolo se pasó con el jamón y que luego estuvo unos cuantos días de cagaleras, y que su mujer María tuvo a bien explicar a las amistades. Y justo cuando iba a comentar que la Pepa y el Antonio se estaban liando, 'ya ves tú, ¿cómo si fueran unos chiquillos?' llegué a oír, la mujer empezó a levantarse para bajarse del autobús. Y por más que mis oídos hubiesen adquirido poderes especiales, a la postre resultó un fiasco el esfuerzo por escuchar el resto del comentario mientras veía como bajaba la rampa del autobús.
Ya estaba por abrir de nuevo el cómic, cuando pude ver que llegaba a mi parada. Miré hacia la marquesina y allí la vi. Fue en ese momento cuando me di cuenta de que absorto como me quedé en el quiosco, no le había comprado ningún detalle, así que al bajar y darnos dos besos, le tendí el cómic a modo de regalo con la esperanza de que alguna vez me lo dejase terminar de leer para saber que pasó con la humanidad, el arlequín malvado, el perro bonachón y 'Superperro'.
Lo cierto es que no se como me encontré sentado en el autobús leyendo, con verdadero interés, las aventuras de estos dos personajes. La verdad es que no me dejo de asombrar de las cosas que atraen mi atención pero allí estaba yo, enfrascado en luchas por salvar a la humanidad a base de lengüetazos de perros mientras una señora jubilada hablaba por el móvil, en el asiento de al lado, con alguien, que por lo que pude deducir entre paso de página y paso de página, la conversación duro lo suyo, era compañera de salidas promocionales.
- Sí. El nombre del sitio no lo recuerdo pero fue aquella excursión en donde nos regalaron el jamón. Aquel tan salado.
Pude oír esto mientras me relamía los dedos para humedecerlos y poder pasar la página con más comodidad.
Por un momento estuve tentado de dejar la lectura pero era justo en el momento en que la humanidad iba a caer en manos de un ser odioso vestido con un traje de arlequín, por la parte de delante, y por la parte de atrás se le veía unas formas y vestimentas diabólicas. La duda me corroyó por unos instantes, el destino de la humanidad pendía de mi lectura. ¿Jamón salado o arlequín diabólico?. No se qué hubieras hecho tú pero yo lo tuve claro. Cerré el cómic y apoyé la cabeza en el cristal de la ventana haciendo como que miraba para afuera, pero mis oídos, tal vez imbuidos de un poder adquirido con la lectura, giraban para dejar las pantallas auditivas orientadas hacia la señora.
Fue poco el rato que pude chafardea la conversación. Apenas para enterarme que Manolo se pasó con el jamón y que luego estuvo unos cuantos días de cagaleras, y que su mujer María tuvo a bien explicar a las amistades. Y justo cuando iba a comentar que la Pepa y el Antonio se estaban liando, 'ya ves tú, ¿cómo si fueran unos chiquillos?' llegué a oír, la mujer empezó a levantarse para bajarse del autobús. Y por más que mis oídos hubiesen adquirido poderes especiales, a la postre resultó un fiasco el esfuerzo por escuchar el resto del comentario mientras veía como bajaba la rampa del autobús.
Ya estaba por abrir de nuevo el cómic, cuando pude ver que llegaba a mi parada. Miré hacia la marquesina y allí la vi. Fue en ese momento cuando me di cuenta de que absorto como me quedé en el quiosco, no le había comprado ningún detalle, así que al bajar y darnos dos besos, le tendí el cómic a modo de regalo con la esperanza de que alguna vez me lo dejase terminar de leer para saber que pasó con la humanidad, el arlequín malvado, el perro bonachón y 'Superperro'.
martes, 4 de marzo de 2014
Alzamiento hormiguil
Hoy llegaba tarde al trabajo y por lo tanto a paso apresurado para tratar de ganar esos minutos que en mi pereza al levantarme había perdido. Iba sudando, cayéndoseme unos goterones, que si alguna pequeña hormiga pasaba en esos momento por ahí, justo donde la gota contacta con el suelo, se habría pensado que el diluvio a vuelto. Claro que el tema del diluvio es un concepto humano y ella, en su condición de animalillo, se habría podido creer, más bien, que ha llegado a un lago que en sus delicadas antenitas no ha sido captado con la suficiente antelación. Vaya chapuza de reina tenemos, habría pensado, nacemos solo para trabajar y ni tan siquiera nos fabrica bien. No desesperes, le diría yo si en mi premura al caminar, debido a mi tardanza en la hora, hubiera hecho una pausa y descansado. Mal fabricados andamos todos, que si tuertos, cojitrancos, calvos, cariosos, verrugosos, sudorosos y miles de cosas más que nos achacan. No todas a la vez, aclararía con prontitud, no fuese a creer que este ser superior, que es la raza humana, es un cúmulo de taras, pero si unas cuantas, a cada cual la que la sabia naturaleza ha decidido dar. Supongo que se lo habría dicho, en un intento de filosofar con la hormiguita, con la nada despreciable intención de hacerle ver que no somos más que seres imperfectos. La hormiguita agitaría sus antenitas y cruzaría el lago de mi sudor con la destreza de un nadador avezado, saldría de él con ese caminar pesado que nos produce a todos el cambiar de movernos de un estado líquido a otro sólido, o gaseoso, que no sabría definir si nos movemos sobre tierra sólida o atravesando el liviano aire. La hormiguita, supongo, me ignoraría y seguiría su caminar y, a ratos, se secaría las antenitas mascullando cosas de no se que república y el fin de la monarquía. Pero yo no andaba para revoluciones, llegaba tarde y aligeré el paso y un sinfín de laguitos fueron quedando testigos de mi retraso. Otras hormigas caerán en ellos y, tan vez, sin habérmelo propuesto, haya sido el detonante de un alzamiento hormiguil.
sábado, 1 de marzo de 2014
Ruidos mañaneros
No creo que jamás pueda habituarme al ronco estruendo del camión de la basura, a ese ruido de aire a presión que le sale a los autobuses cuando pasan por delante de casa. Puede que lo hagan para saludar, pero a las cinco de la mañana mejor es pasar de puntillas, con discreción. Son horas donde los vecinos aún duermen, apurando lo poco que queda de la noche. Son horas inciertas, verdad es, horas a las que algunos ya le ponen el calificativo de mañana y para otros aún es negra noche. Pero para la gran mayoría son horas en las que ya empezamos a removernos en la cama sabedores de que apenas una hora más tarde el cruel despertador dará inicio a una nueva rutina, aquella con la que casi todos los días empezamos a funcionar. Rutina obligatoria y necesaria para que a esas horas la inercia y las pautas establecidas nos conduzcan de la cama al cuarto de baño y de allí a la cocina y de esta de vuelta al dormitorio para vestirnos, y donde una mirada inteligente, carente de esa inercia mañanera, nos haría volver a la cama. Es por eso que necesitamos movernos como autómatas, para no tener que obligar a nuestro cerebro a tomar decisiones que a esas horas nos pueden resultar fatales, no por gustosas y sí por unas obligaciones sociales y laborales contraídas.
Pero es previo, o tal vez preámbulo, a todo esto donde se da inicio a esta breve historia.
Tengo un vecino que esta enamorado; es uno de esos amores que para algunos seres nos resultará difícil de entender, pero si uno es comprensivo no puede menos que alegrarse de ello y sentir envidia a tanta pasión. Y no es que uno no se haya enamorado nunca, que en esto, como en tantos otros defectos humanos, un servidor a caído unas cuantas veces. Ese vecino cada día sale a la calle a las cinco y media. Yo entiendo que es su pasión la que le empuja a tan temprana hora a encontrarse con su amor. No son discretos, son felices. No es un amor que pudiéramos llamar clandestino por la hora en que se desarrolla. Es un amor que comparten con todo el vecindario. No los conozco pero estoy convencido de que ella le es fiel y él, seguro que con rasgos mediterráneos y muy celoso, apostaría que no permitirá que otras manos osen tocarla, aunque alardeará de ella ante los amigos y algunos incluso tratarán de rozar sus curvas con la punta de sus dedos, envidiosos de tan soberbias formas. Él la quiere, no me cabe la menor duda, pero me apuesto lo que sea que en alguna ocasión habrá probado con otras. A ella, eso, no le importa mucho porque sabe que cada día a las cinco y media él aparecerá, le acariciará y ella le corresponderá con su estruendoso gozo. Será unos minutos de plática, donde los vecinos podremos admirar el profundo latir de su pasión, ruido para oídos profano, que produce la potente moto. Luego habrá una punta de mayor intensidad, una especie de orgasmo, y un lento decaer de ese estruendo que la distancia irá llenando de silencios. Silencios que voces de personas, vehículos que pasan, tratarán de llenar.
Apenas media hora para que suene el despertador, trato de recuperar el sueño, pero la cisterna del vecino me dice que mejor me levanto y me apunto a la juerga de los ruidos mañaneros.
Pero es previo, o tal vez preámbulo, a todo esto donde se da inicio a esta breve historia.
Tengo un vecino que esta enamorado; es uno de esos amores que para algunos seres nos resultará difícil de entender, pero si uno es comprensivo no puede menos que alegrarse de ello y sentir envidia a tanta pasión. Y no es que uno no se haya enamorado nunca, que en esto, como en tantos otros defectos humanos, un servidor a caído unas cuantas veces. Ese vecino cada día sale a la calle a las cinco y media. Yo entiendo que es su pasión la que le empuja a tan temprana hora a encontrarse con su amor. No son discretos, son felices. No es un amor que pudiéramos llamar clandestino por la hora en que se desarrolla. Es un amor que comparten con todo el vecindario. No los conozco pero estoy convencido de que ella le es fiel y él, seguro que con rasgos mediterráneos y muy celoso, apostaría que no permitirá que otras manos osen tocarla, aunque alardeará de ella ante los amigos y algunos incluso tratarán de rozar sus curvas con la punta de sus dedos, envidiosos de tan soberbias formas. Él la quiere, no me cabe la menor duda, pero me apuesto lo que sea que en alguna ocasión habrá probado con otras. A ella, eso, no le importa mucho porque sabe que cada día a las cinco y media él aparecerá, le acariciará y ella le corresponderá con su estruendoso gozo. Será unos minutos de plática, donde los vecinos podremos admirar el profundo latir de su pasión, ruido para oídos profano, que produce la potente moto. Luego habrá una punta de mayor intensidad, una especie de orgasmo, y un lento decaer de ese estruendo que la distancia irá llenando de silencios. Silencios que voces de personas, vehículos que pasan, tratarán de llenar.
Apenas media hora para que suene el despertador, trato de recuperar el sueño, pero la cisterna del vecino me dice que mejor me levanto y me apunto a la juerga de los ruidos mañaneros.
jueves, 27 de febrero de 2014
... y ahora estás tú
Un día, cansado de bajarme siempre en la misma parada, decidí continuar con la ruta hasta llegar al final de ella. Era una mañana radiante del mes de abril. El sol bañaba el interior del autobús y las hojas nuevas de los árboles jugaban a hacer sombras con los pasajeros. Moteaban a uno, se apartaban y deslumbraban a otro y yo, un participante más de ese juego, miraba a fuera y a dentro, viendo como mi sombra se alargaba o encogía según el giro y el sentido del vehículo. Mi mirada estaba cargada de una curiosidad casi infantil. Dejé atrás mi barrio y pasamos por nuevas calles, amplias avenidas, ignotos parques. En cada parada bajaban y subían pasajeros, hasta que poco a poco el autobús se fue quedando vacío. El final de la línea era una rotonda. Un lugar donde yo jamás había estado. Bajé del autobús y comencé a caminar. El camino de vuelta estaba marcado por las sombras que había ido dejando el autobús.
En una esquina, un alto edificio tapaba la luz del sol. Las sombras que me habían ido guiando se agigantaron, cubrían todo el espacio. Dudé. La radiante mañana pareció convertirse en ocaso atardecer. Di un paso, luego otro. Un ser surgió de esas penumbras. Encorvada y muy anciana, una mujer me hacía señas para que me acercara. A medida que me adentraba en ese lugar, la oscuridad era cada vez mayor y la figura de la anciana, a pesar de tenerla cada vez más cerca, por instantes la veía más difusa. En un momento dado, la perdí. Se había mimetizado con la negritud.
No sabía hacia donde ir. Giré en redondo y miré a un lado y a otro. El sol había desaparecido. Una mano fría me agarró del brazo. Di un respingo. El corazón latió a una velocidad inusual. Era la anciana.
Me habló bajo. En susurros tal vez, o eran los latidos de mi corazón que ahogaban sus palabras. Traté de sobreponerme y me agaché para intentar oírla mejor. Llegué tarde y sólo pude escuchar el final de su conversación, ‘... y ahora estás tú’. Al acabar de decir eso la anciana, que me agarraba con una fuerza desproporcionada a su edad, me soltó y mezclándose con las sombras, desapareció.
Por fin, y después de muchos titubeos, encontré el camino de vuelta y tras una larga caminata empecé a reconocer los sitios. Atrás, cada vez más lejos, quedaba aquella negra esquina y la misteriosa anciana, pero en mi camino de vuelta a casa me llevé ese trozo final de frase, ‘... y ahora estás tú’. ¿Cuál fue todo el resto del mensaje?.
Pasaron los años y ahora anciano, en la postrimería de mi vida, cuando el final de mis días es una realidad muy próxima, en un viaje de mi mente por mis recuerdos, vuelvo a revivir ese momento. Mi viejo corazón ya no puede sobresaltarse y la mano fría de la anciana ya no me sorprende. No necesito agacharme, mi cuerpo sufre los efectos de los años y ha menguado de tamaño con la edad. La miro, veo su boca moverse. Pero la vida me pesa demasiado, los años son muchos y mi débil salud no soporta ese lento desgranar, esa revelación. Lanzo un último suspiro.
Noto que empiezo a flotar. Me elevo por encima del alto edificio y una intensa luz, retenida en sus alturas, me indica un nuevo camino. Quiero ir hacia él pero la anciana, surgiendo una vez más de las penumbras, me detiene con sus huesudas manos y me impulsa hacia abajo mientras ella desaparece en el haz de luz. Ahora yo soy el habitante de la oscuridad, de la que un día huí pero que he vuelto y espero.
El tiempo ya no pasa. Sólo el aguardar, el acechar. Permanecer en este espacio ajeno a la realidad de donde un día alguien me sustituirá.
En una esquina, un alto edificio tapaba la luz del sol. Las sombras que me habían ido guiando se agigantaron, cubrían todo el espacio. Dudé. La radiante mañana pareció convertirse en ocaso atardecer. Di un paso, luego otro. Un ser surgió de esas penumbras. Encorvada y muy anciana, una mujer me hacía señas para que me acercara. A medida que me adentraba en ese lugar, la oscuridad era cada vez mayor y la figura de la anciana, a pesar de tenerla cada vez más cerca, por instantes la veía más difusa. En un momento dado, la perdí. Se había mimetizado con la negritud.
No sabía hacia donde ir. Giré en redondo y miré a un lado y a otro. El sol había desaparecido. Una mano fría me agarró del brazo. Di un respingo. El corazón latió a una velocidad inusual. Era la anciana.
Me habló bajo. En susurros tal vez, o eran los latidos de mi corazón que ahogaban sus palabras. Traté de sobreponerme y me agaché para intentar oírla mejor. Llegué tarde y sólo pude escuchar el final de su conversación, ‘... y ahora estás tú’. Al acabar de decir eso la anciana, que me agarraba con una fuerza desproporcionada a su edad, me soltó y mezclándose con las sombras, desapareció.
Por fin, y después de muchos titubeos, encontré el camino de vuelta y tras una larga caminata empecé a reconocer los sitios. Atrás, cada vez más lejos, quedaba aquella negra esquina y la misteriosa anciana, pero en mi camino de vuelta a casa me llevé ese trozo final de frase, ‘... y ahora estás tú’. ¿Cuál fue todo el resto del mensaje?.
Pasaron los años y ahora anciano, en la postrimería de mi vida, cuando el final de mis días es una realidad muy próxima, en un viaje de mi mente por mis recuerdos, vuelvo a revivir ese momento. Mi viejo corazón ya no puede sobresaltarse y la mano fría de la anciana ya no me sorprende. No necesito agacharme, mi cuerpo sufre los efectos de los años y ha menguado de tamaño con la edad. La miro, veo su boca moverse. Pero la vida me pesa demasiado, los años son muchos y mi débil salud no soporta ese lento desgranar, esa revelación. Lanzo un último suspiro.
Noto que empiezo a flotar. Me elevo por encima del alto edificio y una intensa luz, retenida en sus alturas, me indica un nuevo camino. Quiero ir hacia él pero la anciana, surgiendo una vez más de las penumbras, me detiene con sus huesudas manos y me impulsa hacia abajo mientras ella desaparece en el haz de luz. Ahora yo soy el habitante de la oscuridad, de la que un día huí pero que he vuelto y espero.
El tiempo ya no pasa. Sólo el aguardar, el acechar. Permanecer en este espacio ajeno a la realidad de donde un día alguien me sustituirá.
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