El inmortal conde ya estaba cansado de tanta inmortalidad. En las películas sale lleno de vitalidad y encanto pero lo cierto es que los siglos trascurridos desde su inicio ya son muchos y vivir en este lúgubre castillo es una ruina en calefacción, que a un servidor, piensa nuestro conde, ya le duelen los huesos y la artrosis no perdona ni al más terrible de los seres. Para colmo, y es algo que le indigna que no se vea reflejado nunca, el celo cuidado que ha de tener con sus colmillos, que no puede escatimar ni un céntimo en cepillos y enjuagues bucales.
El conde hoy pasea por sus tétricos aposentos, papel en mano, dibujando lámparas esplendorosas y no las que tiene cargadas de telarañas y echadas a perder por el cúmulo de cera de las velas que tiene que gastar para poder ver algo. Dibuja jarrones con flores olorosas para tratar de ocultar esa miasma asquerosa acumulada sobre las mesas de los miles de murciélagos que le acompañan. ¿Y las cortinas? Cuando eran nuevas tenían una cierta belleza. Ese terciopelo rojo le daba elegancia a las estancias, pero han pasado muchos siglos y las cortinas están ajadas, más negras que rojas.
Hoy, por esos motivos y porque ya esta cansado de estereotipos que le marcan, ha decido cambiarlo todo. Se vistió con su mejor traje, aquel que alguna vez fue nuevo pero que ahora es un gran parche de costuras recosidas y zurcidos, incluso se puso el monóculo. Quiso peinarse un poco pero una vez más se le olvido que no se veía reflejado en el espejo, otro inconveniente más, pensó mientras se pasaba las manos por el pelo con la intención de aplanarlo y confiar en que le quedase medio bien.
El viejo conde no tuvo en cuenta en que época del año estaba y al abrir las puertas de su solitaria mansión una bofetada de aire caliente le azotó la cara. Tal vez fuese el verano más cálido de los últimos siglos, pero eran tantos los que había vivido que no recordaba más que unos pocos y sin mucha precisión de si había pasado mucha o poca calor. La realidad es que era un verano típico con su mucha calor y con los insectos que crecían por millones.
Al salir, un concierto de miles de cigarras le atolondró. Normalmente salía volando pero si quería cambiar tenía que empezar por el principio y olvidarse de las pocas ventajas que tenía su ser. El conde aceleró el paso, con la vana esperanza de dejar atrás tal algarabía, cuando de repente se vio envuelto en una nube de mosquitos. Extraño parentesco el que tenía con ellos, más no le salvo de recibir unas buenas picadas. Se volvió a todo correr a su mansión decidiendo dejar para otra ocasión el cambio de look de su vivienda, mientras decía no se qué de 'malditos caníbales'.
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