Memorias de un desconcierto

Memorias de un desconcierto

viernes, 28 de marzo de 2014

Insolación

La lista de las cosas que necesitaba incluía comprar una pomada para las quemaduras. Quemaduras que remolcaba mi cuerpo desde hacía unos días, exactamente desde cuando cansado del invierno, un día de sol, me despeloté en el balcón de casa y me quede extasiado, disfrutando de los cálidos rayos. Competí con las lagartijas, con el perro del vecino que me miraba y con un grupo de palomas que se arrullaban enfervorecidas por la pasión. Matemáticamente hablando no debería de haberme quedado tanto rato, más cuando uno es de piel blanca y delicada, pero las razones y los buenos consejos no sirven cuando uno lloraba al ver tantos días grises y pensaba que el invierno se alargaba más de la cuenta sólo por joderme y es que mi coco es bastante limitado y seguramente muy egoísta. Yo soy egoísta, no ocultaré ese defecto, y era incapaz de darme cuenta de que los ciclos son eso, ciclos, y que sin frío, el calor no tiene sentido.

El caso es que pillé una buena insolación. Al principio, coco limitado ya os lo he dicho, me pensé que había pillado una especie de resfriado, por lo temblores digo. Incluso me miré en el espejo las amígdalas por si las tenía inflamadas. No se porque lo hice. Tengo unas amígdalas como balones de basquet y en su estado normal ya son mucho más grandes que la del resto de las personas que conozco. Y así estaba, con la boca abierta delante del espejo y haciendo todo tipo de giros con la cabeza para poder apreciar mejor el fondo de mi garganta cuando una mosca tempranera se me introdujo dentro. Entre toses y arcadas la saqué y en la loza del lavabo se quedó el pobre bicho todo enganchoso por la saliva en que iba envuelto.

Ninguno de los dos estábamos en nuestro mejor momento. Yo con un resfriado que era insolación y la mosca medio ahogada.

La recogí con un trozo de papel del váter y la saqué al balcón. No se si me conducía una intención sádica y quería que ella también pillará una insolación o un remoto resto de humanidad y depositarla entre alguna de las hojas de las plantas que malvivían en ese espacio para que se secara y pudiese volver a volar. No pude optar. Fue salir al exterior y notar que los temblores aumentaban de intensidad y con las vibraciones, lo cierto es que la mosca cayó y ya no pude ver nada más de ella. No se si voló o se espachurró en el suelo, aunque siempre he pensado que las moscas, al igual que las hormigas, nunca pueden morir de esa manera, lo que a mi entender, y vuelvo a lo del coco, les da una especie de superpoderes.

Pero no quiero divagar por este tema y vuelvo a mi insolación que creía que era resfriado.

Algo enojado por el incidente, lo que me hace decantar por la intención sádica que tenía hacia la mosca, volví al lavabo y rebusqué entre lociones, peines y pelos sueltos, un paracetamol. Hasta hace poco pensaba que se llamaba gelocatil. Lo encontré y me lo tragué. No era intención mía suplir a la mosca, aunque es cierto que no pude dejar de pensar en ella mientras hacia el consabido movimiento con la garganta. Recordé a Serrat y cuando iba a verlo a los conciertos de barrio, cuando todavía no hacía macrogiras y te lo podías encontrar cantando en las fiestas de Mataro, en el campo de fútbol, el mismo que por la mañana había servido para hacer el tradicional partido de solteros contra casados, al mediodía la paellada popular, por la tarde la chocolatada y a la noche el concierto de fiesta mayor, en este caso Serrat y su inimitable movimiento de garganta cuando cantaba.

Yo no cantaba, sólo tragaba, pero me gustaba verme así, no en vano durante muchos años fui fervoroso seguidor de Serrat, siempre después de Llach, aunque en un segundo puesto muy disputado.

Y aquí se acaba la hoja del procesador, así que te ahorro los suplicios que sufrí por la noche hasta que por fin relacioné el mal que tenía con la insolación, más que nada porque también me salieron unas espectaculares ampollas. Y aquí, en la farmacia, busco una pomada.

jueves, 20 de marzo de 2014

Llueve

Llueve como siempre lo ha hecho en esta ciudad. Una ciudad de humedades, llena de charcos, de canalillos chorreantes, de paraguas y chubasqueros. Una ciudad de domingos pasados por agua, perezosos, donde el humeante humo del café recién hecho se adhiere a los cristales formando gotas. 'Es como si quisieran añadirse a las de fuera, o como si una pequeña porción de esa lluvia hubiese entrado en la cocina'. Era Juan quién pensaba así. Los domingos eran días mansos, de esos que se viven sin reloj. Leer el diario mientras se tomaba su café, mirar la ventana, ver la calle apenas transitada y al caer la tarde leer cualquier libro que tuviese a mano. No así hoy. El chico que le traía el periódico los domingos estaba griposo y no le había podido hacer el encargo. Juan tuvo que equiparse para salir él a buscarlo al quiosco de la avenida. Se calzó sus botas de agua, se puso el impermeable y cogió un paraguas. El quiosco apenas estaba a cinco minutos andando del bloque donde vivía Juan pero él no recordar cuanto tiempo hacía que no iba allí, o sí que lo recordaba pero no quería. Allí estaría María, casi igual que la última vez que la vio. Casi igual que esta lluvia eterna. Esperando su vuelta como sin ganas pero con una infinita paciencia.

Juan se acercó al quiosco con lento caminar, como quién no estando seguro de adonde va, arrastra los pies con la esperanza de que en algún momento sus dudas desaparecerán por el desespero del pausado caminar o tal vez ahogadas en los charcos que jalonan la calle. María lo ve venir. Difuminado por la lluvia, enfundado en su impermeable, camuflado tras el paraguas, lo reconoce igualmente. Juan no la ve, ocupada su vista en esquivar charcos, unos de verdad, otros surgidos de los barrizales de su vida. No se atreve a alzar la vista y mirar el horizonte, tan cercano y tan inaccesible, eso cree, como todos los horizontes.

La lluvia parece que arrecia o son las ganas que tiene de esconderse aún más debajo del paraguas. Los pies mojados, las botas inundadas. 'No es día de salir a la calle', piensa a modo de excusa, con la intención de girarse y volverse a casa, pero se ha pasado la vida huyendo antes que enfrentarse a los hechos, pergeñando excusas. 'Un día tenía que pasar'.

Llega al quiosco cruzando un telón de agua. Aparece en escena como si fuese un Robinson Crusoe naufragado, chorreando agua, con la vista aún confusa por el esfuerzo de evitar que le entrasen gotas en los ojos, con el cuerpo pesado, con el futuro incierto. No ignora el leve consuelo de sentirse escasamente protegido por el toldo del quiosco. Toldo que ya anegado de agua, deja pasar gotas, para hacer, tal vez, que el transito de la lluvia al refugio sea pausado y no brusco, para, tal vez, permitirle entretenerse en menesteres como quitarse la capucha o no. Cosas nimias pero que le ayudan a no tener que enfrentarse a la realidad, pequeñas estrategias de jugador de ajedrez que mueve un peón ante la incapacidad de saber que jugada hacer.

María no dice nada, sólo lo mira. Él nota esa mirada, su cuerpo se lo dice en forma de escalofríos, en forma de un corazón desatado. Por fin enfrenta su mirada con la de ella.

Ha pasado tanto tiempo, pero ella está igual. Igual que aquella tarde en que él, embriagado por los sentimientos, movido por una pasión que desconocía capaz de sentir, le entregó, junto con el importe de la compra que había hecho, una breve nota en donde le declaraba su amor. Creyó morirse y se volvió a todo correr sin esperar la vuelta, sin saber si ella la estaba leyendo o no, sin darse cuenta que ella la guardaba en el bolsillo, sin comprender que pudiera ser correspondido, sin entender que la mirada de ella le gritaba que volviera.

Y allí estaba ella, rebuscando en su bata, entre monedas para el cambio, entre albaranes, arrugada la nota por el tiempo pasado, pero siempre guardada, siempre esperando el momento en que le pudiera dar respuesta.

La ciudad está inundada por la lluvia, llena de ríos, con multitud de pequeños lagos transformándose en inabarcables mares y ellos los dos únicos habitantes de esa pequeña isla rodeados de periódicos, revistas, de colecciones. ¡¡Tanta letra!! y ellos mudos y es que no siempre es fácil decir aquello que se siente. Mejor dejar que un golpe de aire frío, húmedo, les empuje el uno hacía el otro. Mejor callar, es tanto el tiempo pasado, tantos los pensamientos alimentados en este tiempo, que sería labor hercúlea expresarlos y el tiempo no acompaña para grandes charlas, sí, a caso, para irse a tomar un café, hacer que los cuerpos entré en calor, posible preludio de un mayor ardor. Antes habrá que recoger el quiosco y en días así es labor pesada y lenta. Puede que se les escape alguna caricia, tal vez sus manos se rocen, sus labios se besen, pero no seré yo quién os cuente estos brotes de amor. Sí que os diré que parece amor de adolescentes, pero vosotros, que sois personas que os habéis enamorado alguna vez, sabéis que siempre el amor, en sus inicios, peca de ímpetu juvenil.


jueves, 13 de marzo de 2014

Creí que podría flotar

Creí que podría flotar y me lancé al océano. Basto mar donde tantos naufragaron y yo creí que podría flotar. La primera ola me hundió, pero con enérgicas brazadas saqué primero un brazo, luego el otro y después, en una explosión de alegría, la cabeza. La segunda ola me meció, casi duermo entre sus arrullos, con nanas del viento que rozando el agua, alzaba pequeñas gotas que caían sobre mi cara, como caricias. La tercera ola me elevó hasta casi tocar el cielo y como una vertiginosa montaña rusa, caí desde lo alto de las nubes a lo profundo del mar. La cuarta ola me ignoró, pasó a mi lado sin tocarme. Fue en la quinta donde sucedió. Creí que podría flotar. El mar se encalmó. Un inmenso océano donde sólo se destacaba mi pequeña figura que nadaba hacia ninguna parte. Un mar cansado, aburrido de sus vaivenes, harto de llegar a la playa y volverse. Un mar así, casi como la vida, dando golpes sobre rocas, para convertir en arena el más duro de los granitos, pero una vida sin la paciencia del mar. La quinta ola surgió, me agarró y arrastrándome en un tumulto de agua, me lanzó contra la playa. En restos de un naufragio me convertí.

lunes, 10 de marzo de 2014

El viento

El problema está en el viento. El viento trae la muerte y has de mantenerte oculto a él. Has de tratar que no te toque, no sentir como tus cabellos son mecidos por él, no notar que su invisible presencia acaricie tu cara, bese tus labios. Si así fuese, si algo de lo que te estoy avisando escapa a tus cuidados, a tu vigilancia, si olvidas estar en guardia, esto que ahora escribo no habrá servido de nada, estarás muerto como seguramente lo estoy yo ahora.

La historia comienza una tarde del mes de mayo. Una linda tarde primaveral. Una tarde de esas que notas que el corazón está contento, que las penurias del invierno ya se te empiezan a antojar muy lejanas. Tarde de suave brisa, de dulce sol, de juegos de niños en los parques desfogando sus nervios después de un día de clases, de charlas de padres, de ancianos sentados en los bancos viendo, en sus casos verdad suprema, la vida pasar. La historia empieza de una manera cruelmente dulce, encantadoramente despiadada, inhumanamente sorpresiva.

Mi ventana da a un parque. Un rectángulo cubierto de árboles, caminos sinuosos, bancos para descansar. Tiene un pequeño espacio infantil con un par de columpios, tobogán y una pequeña construcción de madera con una pasarela que lleva de un espacio a otro permitiendo a los niños sentirse aventureros, exploradores, también acróbatas y hacer padecer a los padres temerosos de que un traspié los tire, que un niño mayor les empuje. Somos los guardianes de su infancia, tal vez los celadores, los carceleros, aquellos que velan hasta lo indecible por guardarles de cualquier mal, por retrasar aquello que sabemos que algún día ha de llegar, la dureza de la vida. La ley selvática en la que nos movemos, en la que vivimos. Ley que hemos adornado con normas civilizadas pero que no deja de ser la ley del más fuerte. Tal vez soy muy cruel en mis apreciaciones, tal vez visto el futuro que nos aguardaba tendría que ser más comprensivo o menos despiadado en mis pensamientos, al fin y al cabo el celo de ellos es herencia genética, conducta de protección que tienen casi todos los seres vivos de la tierra por sacar adelante su camada, su descendencia.

Mis reflexiones no iban por ese camino aquella tarde, son producto del desconcierto, del desengaño, del atroz presente en el que vivo. Aquella tarde mi mente divagaba por cuestiones que ahora me parecen absurdas, problemas económicos, malestar en el trabajo. Cuestiones habituales, repetitivas, pero matizadas por los rayos cálidos del sol que cruzando los cristales daba a la estancia una agradable sensación de bienestar y le quitaban peso a esas ideas.

La radio sonaba con la música de los 80 y me permitía tararea algunas de las canciones que sonaba y que habían sido mi banda sonora en la adolescencia. Algunas me traían recuerdos de tardes de feria, o de encuentros con los amigos, otras, la verdad, es que no las recordaba, pero todas ellas entraban en mi cerebro y se entremezclaban con los pensamientos que tenía y cruzaba problemas del presente con el alegre dinamismo de la juventud pasada. A la hora en punto hicieron la habitual desconexión para lanzar el típico boletín de noticias. Las de siempre, la crisis económica, las guerras, o las revoluciones, que siempre hay en alguna parte del mundo, una noticia sobre un avance médico en la investigación sobre el cáncer y una vez más la noticia de esos días, el paso del cometa. La Tierra, decía la breve nota, está cruzando la estela del cometa y se espera que esta noche haya una gran lluvia de estrellas.

El paso del cometa estaba siendo increíblemente espectacular y era habitual ver a cientos de personas, todas las noches, con prismáticos o a simple vista, observando el cielo. No dejaba de ser la fascinación que sentimos por todo aquello que, aparentemente, escapa de nuestro control pero que sabemos que no es así. Es como una montaña rusa, nos estimula el pánico que nos causa, la descarga de adrenalina que nos produce y la momentánea sensación de fragilidad y vulnerabilidad, sabedores de que sólo es un fogonazo, la brevedad del destello de un flash, un hábil calculo matemático de ángulos, inclinaciones e inercias, pero que al final todo quedará en un montón de risas. Aunque en ocasiones hay fallos.

Acabadas las noticias, volvió la música, pero yo apagué la radio y me dispuse a salir a la calle a dar un pequeño paseo y hacer algunas compras. Me saqué las zapatillas y me calcé los zapatos. Buscaba en el armario alguna prenda ligera de abrigo que ponerme cuando un fuerte golpe me hizo girar la mirada. Fue un acto reflejo ya que desconcertado como estaba no sabía atinar de donde procedía ese golpe. Miré si alguna puerta se había cerrado por alguna corriente de aire, pero no era así, y dentro del piso, después de mirar por todas las habitaciones, no veía nada que pudiera ser el causante de ese ruido. Nada caído en el suelo, nada fuera de su sitio. Tal vez haya provenido de algún vecino, del piso de al lado, o el de abajo, o vete a saber, pensaba. Ya empezaba a olvidar el ruido cuando se sucedió otro. Estaba en la habitación, plantado en medio de ella, cuando volvió a ocurrir. Miraba hacía la ventana, por la altura y la distancia hacía ella, sólo veía, en ese momento, el bloque de enfrente y a algunos vecinos asomados a los balcones que miraban hacia abajo, al parque, haciendo gesto, no hacía mí, pero si entre ellos. Entonces fue cuando se sucedió ese nuevo ruido, parecido a un impacto, vi que un intenso aire agitaba sus ropas a la vez que caían, ¡¡sí, caían!!, al suelo, como desmayados.

Me apresuré hacía la ventana.

Mi horror fue infinito cuando vi la causa de aquellos gestos. El parque, que momentos antes rebosaba vida, ahora era una multitud de cuerpos caídos. Recorrí cada rincón, cada espacio que las copas de los árboles me permitían ver, nada se movía, ni tan siquiera el aire. Alcé mi vista, todavía intentando que la locura que presenciaba no fuera más que algo pasajero, una especie de cruel broma y que alguno de los partícipes de ella, cansado de la misma, se movieran. Recorrí los balcones del piso de enfrente. Los cuerpos seguían caídos, más otros, ignorantes del terror que les acechaba, salían y sus gritos de espanto, los llantos de dolor, el desgarrado de sus lamentos me llegaban a pesar de la distancia. Quise gritarles que se escondieran, que cerrasen las puertas, las ventanas, pero no me veían. Me agité dentro de la habitación, daba saltos, movía las manos, trataba de llamarle la atención. Ya, desesperado, busqué el cierre de la ventana a tientas, mi mirada era incapaz de despegarse del horror que veía, quería abrirla, gritarles que huyeran dentro de sus viviendas.

No se si llamarlo suerte, más parece una maldición, una condena a la que algún ser despiadado me ha sometido. El caso es que mis manos no atinaban con abrir la ventana y mi mirada, por fin, atendiendo a mi cerebro se dirigía allí donde mis manos se mostraban torpes. Fue en ese instante cuando de nuevo surgió ese terrorífico ruido, apenas una décima de segundo, tal vez lo que dura un corto suspiro. Al volver a mirar al exterior sólo llegué a ver como las copas de los árboles se agitaban con violencia. Sólo los árboles parecían tener vida. Luego nada. Todo quieto, todo inmóvil, todo muerto. Los vecinos a los que traté de avisar yacían, igual que los anteriores, igual que todos los que estaban en el parque.

El tiempo es atroz cuando se vive este tipo de pesadillas.

No se si han pasado horas o apenas unos minutos. Desconozco que ha pasado en el resto del mundo. Al encender la radio, esta sigue emitiendo música, nada comentan de este holocausto. La televisión sigue con sus programación rosa de las tardes. ¿Es posible que nadie sepa el horror que estamos sufriendo? Quisiera huir de aquí, alejarme de estas ventanas monstruosas, pero me da miedo salir a la calle. Los golpes de aire se siguen sucediendo a intervalos irregulares, pero ya a nadie veo en los balcones, aunque se que hay más miradas detrás de las ventanas. Miradas que nos cruzamos en la distancia, miradas de impotencia y pánico.

Cuelgo esto aquí, en la red. Para difundirlo y hacer llegar a todo el mundo que se guarden del viento.

jueves, 6 de marzo de 2014

Superperro

Ojeaba un cómic en el quiosco de al lado de la parada del autobús. Era una forma, como cualquier otra, de dejar trascurrir el tiempo mientras esperaba que apareciera el 54 que me tenía que llevar a la cita. El cómic era de un super héroe y su perro. El super héroe era como otros tantos, defensor de la humanidad, cargado de valores morales, con una fuerza superior a la normal, con capacidad para correr muy rápido y un olfato muy agudo, en fin, un super héroe de lo más normal, pero la característica que me había llevado a cogerlo de la pila de tebeos era sus compañero de aventuras. Este no era otro que un perro de la raza golden retriever. Siempre me han gustado esos perros. ¡¡Bien!! en realidad me gustan todos los perros, pero esta raza en particular causa en mí una atracción especial. El perro no tenía ningún don que pudiéramos definir de super, simplemente era un bonachón que lo único que le gustaba era llenar de lametazos a cualquiera con que se encontrase y esa era la fatalidad de los villanos. Cuando el super héroe se encontraba en la parte más comprometida de la pelea, era entonces cuando aparecía el perro, que con grandes trotes y sonoros ladridos, llegaba hasta el villano y le ponía las dos patas de delante en el pecho. Con el impulso de la carrera y el peso del perro, los villanos, pillados por sorpresa, caían al suelo y una lluvia de lengüetazos los dejaba desconcertados hasta tal punto que el super héroe, recuperándose con rapidez de la situación de inferioridad en que se encontraba, podía reducir al malo, no sin antes llevarse, también él, algún lamido del perro. El cómic no daba para mucho más. Algunas peleas para justificar al héroe pero la mayoría de las páginas eran de lo más costumbristas. Pasear al perro, dejar que los niños lo acariciaran, recoger las caquitas, o caconas, que el animal dejaba en sus paseos, pararse a hablar con otros propietarios de perros y regentar una tienda de alimentos para animales, ¡¡cómo si no!! y su poder lo adquirió debido a una partida defectuosa de galletas para mascotas que él probaba una tarde de pocos clientes y mucho aburrimiento y que le habían mutado transformándole en 'Superperro'.

Lo cierto es que no se como me encontré sentado en el autobús leyendo, con verdadero interés, las aventuras de estos dos personajes. La verdad es que no me dejo de asombrar de las cosas que atraen mi atención pero allí estaba yo, enfrascado en luchas por salvar a la humanidad a base de lengüetazos de perros mientras una señora jubilada hablaba por el móvil, en el asiento de al lado, con alguien, que por lo que pude deducir entre paso de página y paso de página, la conversación duro lo suyo, era compañera de salidas promocionales.

- Sí. El nombre del sitio no lo recuerdo pero fue aquella excursión en donde nos regalaron el jamón. Aquel tan salado.

Pude oír esto mientras me relamía los dedos para humedecerlos y poder pasar la página con más comodidad.

Por un momento estuve tentado de dejar la lectura pero era justo en el momento en que la humanidad iba a caer en manos de un ser odioso vestido con un traje de arlequín, por la parte de delante, y por la parte de atrás se le veía unas formas y vestimentas diabólicas. La duda me corroyó por unos instantes, el destino de la humanidad pendía de mi lectura. ¿Jamón salado o arlequín diabólico?. No se qué hubieras hecho tú pero yo lo tuve claro. Cerré el cómic y apoyé la cabeza en el cristal de la ventana haciendo como que miraba para afuera, pero mis oídos, tal vez imbuidos de un poder adquirido con la lectura, giraban para dejar las pantallas auditivas orientadas hacia la señora.

Fue poco el rato que pude chafardea la conversación. Apenas para enterarme que Manolo se pasó con el jamón y que luego estuvo unos cuantos días de cagaleras, y que su mujer María tuvo a bien explicar a las amistades. Y justo cuando iba a comentar que la Pepa y el Antonio se estaban liando, 'ya ves tú, ¿cómo si fueran unos chiquillos?' llegué a oír, la mujer empezó a levantarse para bajarse del autobús. Y por más que mis oídos hubiesen adquirido poderes especiales, a la postre resultó un fiasco el esfuerzo por escuchar el resto del comentario mientras veía como bajaba la rampa del autobús.

Ya estaba por abrir de nuevo el cómic, cuando pude ver que llegaba a mi parada. Miré hacia la marquesina y allí la vi. Fue en ese momento cuando me di cuenta de que absorto como me quedé en el quiosco, no le había comprado ningún detalle, así que al bajar y darnos dos besos, le tendí el cómic a modo de regalo con la esperanza de que alguna vez me lo dejase terminar de leer para saber que pasó con la humanidad, el arlequín malvado, el perro bonachón y 'Superperro'.

martes, 4 de marzo de 2014

Alzamiento hormiguil

Hoy llegaba tarde al trabajo y por lo tanto a paso apresurado para tratar de ganar esos minutos que en mi pereza al levantarme había perdido. Iba sudando, cayéndoseme unos goterones, que si alguna pequeña hormiga pasaba en esos momento por ahí, justo donde la gota contacta con el suelo, se habría pensado que el diluvio a vuelto. Claro que el tema del diluvio es un concepto humano y ella, en su condición de animalillo, se habría podido creer, más bien, que ha llegado a un lago que en sus delicadas antenitas no ha sido captado con la suficiente antelación. Vaya chapuza de reina tenemos, habría pensado, nacemos solo para trabajar y ni tan siquiera nos fabrica bien. No desesperes, le diría yo si en mi premura al caminar, debido a mi tardanza en la hora, hubiera hecho una pausa y descansado. Mal fabricados andamos todos, que si tuertos, cojitrancos, calvos, cariosos, verrugosos, sudorosos y miles de cosas más que nos achacan. No todas a la vez, aclararía con prontitud, no fuese a creer que este ser superior, que es la raza humana, es un cúmulo de taras, pero si unas cuantas, a cada cual la que la sabia naturaleza ha decidido dar. Supongo que se lo habría dicho, en un intento de filosofar con la hormiguita, con la nada despreciable intención de hacerle ver que no somos más que seres imperfectos. La hormiguita agitaría sus antenitas y cruzaría el lago de mi sudor con la destreza de un nadador avezado, saldría de él con ese caminar pesado que nos produce a todos el cambiar de movernos de un estado líquido a otro sólido, o gaseoso, que no sabría definir si nos movemos sobre tierra sólida o atravesando el liviano aire. La hormiguita, supongo, me ignoraría y seguiría su caminar y, a ratos, se secaría las antenitas mascullando cosas de no se que república y el fin de la monarquía. Pero yo no andaba para revoluciones, llegaba tarde y aligeré el paso y un sinfín de laguitos fueron quedando testigos de mi retraso. Otras hormigas caerán en ellos y, tan vez, sin habérmelo propuesto, haya sido el detonante de un alzamiento hormiguil.

sábado, 1 de marzo de 2014

Ruidos mañaneros

No creo que jamás pueda habituarme al ronco estruendo del camión de la basura, a ese ruido de aire a presión que le sale a los autobuses cuando pasan por delante de casa. Puede que lo hagan para saludar, pero a las cinco de la mañana mejor es pasar de puntillas, con discreción. Son horas donde los vecinos aún duermen, apurando lo poco que queda de la noche. Son horas inciertas, verdad es, horas a las que algunos ya le ponen el calificativo de mañana y para otros aún es negra noche. Pero para la gran mayoría son horas en las que ya empezamos a removernos en la cama sabedores de que apenas una hora más tarde el cruel despertador dará inicio a una nueva rutina, aquella con la que casi todos los días empezamos a funcionar. Rutina obligatoria y necesaria para que a esas horas la inercia y las pautas establecidas nos conduzcan de la cama al cuarto de baño y de allí a la cocina y de esta de vuelta al dormitorio para vestirnos, y donde una mirada inteligente, carente de esa inercia mañanera, nos haría volver a la cama. Es por eso que necesitamos movernos como autómatas, para no tener que obligar a nuestro cerebro a tomar decisiones que a esas horas nos pueden resultar fatales, no por gustosas y sí por unas obligaciones sociales y laborales contraídas.

Pero es previo, o tal vez preámbulo, a todo esto donde se da inicio a esta breve historia.

Tengo un vecino que esta enamorado; es uno de esos amores que para algunos seres nos resultará difícil de entender, pero si uno es comprensivo no puede menos que alegrarse de ello y sentir envidia a tanta pasión. Y no es que uno no se haya enamorado nunca, que en esto, como en tantos otros defectos humanos, un servidor a caído unas cuantas veces. Ese vecino cada día sale a la calle a las cinco y media. Yo entiendo que es su pasión la que le empuja a tan temprana hora a encontrarse con su amor. No son discretos, son felices. No es un amor que pudiéramos llamar clandestino por la hora en que se desarrolla. Es un amor que comparten con todo el vecindario. No los conozco pero estoy convencido de que ella le es fiel y él, seguro que con rasgos mediterráneos y muy celoso, apostaría que no permitirá que otras manos osen tocarla, aunque alardeará de ella ante los amigos y algunos incluso tratarán de rozar sus curvas con la punta de sus dedos, envidiosos de tan soberbias formas. Él la quiere, no me cabe la menor duda, pero me apuesto lo que sea que en alguna ocasión habrá probado con otras. A ella, eso, no le importa mucho porque sabe que cada día a las cinco y media él aparecerá, le acariciará y ella le corresponderá con su estruendoso gozo. Será unos minutos de plática, donde los vecinos podremos admirar el profundo latir de su pasión, ruido para oídos profano, que produce la potente moto. Luego habrá una punta de mayor intensidad, una especie de orgasmo, y un lento decaer de ese estruendo que la distancia irá llenando de silencios. Silencios que voces de personas, vehículos que pasan, tratarán de llenar.

Apenas media hora para que suene el despertador, trato de recuperar el sueño, pero la cisterna del vecino me dice que mejor me levanto y me apunto a la juerga de los ruidos mañaneros.