El problema está en el viento. El viento trae la muerte y has de mantenerte oculto a él. Has de tratar que no te toque, no sentir como tus cabellos son mecidos por él, no notar que su invisible presencia acaricie tu cara, bese tus labios. Si así fuese, si algo de lo que te estoy avisando escapa a tus cuidados, a tu vigilancia, si olvidas estar en guardia, esto que ahora escribo no habrá servido de nada, estarás muerto como seguramente lo estoy yo ahora.
La historia comienza una tarde del mes de mayo. Una linda tarde primaveral. Una tarde de esas que notas que el corazón está contento, que las penurias del invierno ya se te empiezan a antojar muy lejanas. Tarde de suave brisa, de dulce sol, de juegos de niños en los parques desfogando sus nervios después de un día de clases, de charlas de padres, de ancianos sentados en los bancos viendo, en sus casos verdad suprema, la vida pasar. La historia empieza de una manera cruelmente dulce, encantadoramente despiadada, inhumanamente sorpresiva.
Mi ventana da a un parque. Un rectángulo cubierto de árboles, caminos sinuosos, bancos para descansar. Tiene un pequeño espacio infantil con un par de columpios, tobogán y una pequeña construcción de madera con una pasarela que lleva de un espacio a otro permitiendo a los niños sentirse aventureros, exploradores, también acróbatas y hacer padecer a los padres temerosos de que un traspié los tire, que un niño mayor les empuje. Somos los guardianes de su infancia, tal vez los celadores, los carceleros, aquellos que velan hasta lo indecible por guardarles de cualquier mal, por retrasar aquello que sabemos que algún día ha de llegar, la dureza de la vida. La ley selvática en la que nos movemos, en la que vivimos. Ley que hemos adornado con normas civilizadas pero que no deja de ser la ley del más fuerte. Tal vez soy muy cruel en mis apreciaciones, tal vez visto el futuro que nos aguardaba tendría que ser más comprensivo o menos despiadado en mis pensamientos, al fin y al cabo el celo de ellos es herencia genética, conducta de protección que tienen casi todos los seres vivos de la tierra por sacar adelante su camada, su descendencia.
Mis reflexiones no iban por ese camino aquella tarde, son producto del desconcierto, del desengaño, del atroz presente en el que vivo. Aquella tarde mi mente divagaba por cuestiones que ahora me parecen absurdas, problemas económicos, malestar en el trabajo. Cuestiones habituales, repetitivas, pero matizadas por los rayos cálidos del sol que cruzando los cristales daba a la estancia una agradable sensación de bienestar y le quitaban peso a esas ideas.
La radio sonaba con la música de los 80 y me permitía tararea algunas de las canciones que sonaba y que habían sido mi banda sonora en la adolescencia. Algunas me traían recuerdos de tardes de feria, o de encuentros con los amigos, otras, la verdad, es que no las recordaba, pero todas ellas entraban en mi cerebro y se entremezclaban con los pensamientos que tenía y cruzaba problemas del presente con el alegre dinamismo de la juventud pasada. A la hora en punto hicieron la habitual desconexión para lanzar el típico boletín de noticias. Las de siempre, la crisis económica, las guerras, o las revoluciones, que siempre hay en alguna parte del mundo, una noticia sobre un avance médico en la investigación sobre el cáncer y una vez más la noticia de esos días, el paso del cometa. La Tierra, decía la breve nota, está cruzando la estela del cometa y se espera que esta noche haya una gran lluvia de estrellas.
El paso del cometa estaba siendo increíblemente espectacular y era habitual ver a cientos de personas, todas las noches, con prismáticos o a simple vista, observando el cielo. No dejaba de ser la fascinación que sentimos por todo aquello que, aparentemente, escapa de nuestro control pero que sabemos que no es así. Es como una montaña rusa, nos estimula el pánico que nos causa, la descarga de adrenalina que nos produce y la momentánea sensación de fragilidad y vulnerabilidad, sabedores de que sólo es un fogonazo, la brevedad del destello de un flash, un hábil calculo matemático de ángulos, inclinaciones e inercias, pero que al final todo quedará en un montón de risas. Aunque en ocasiones hay fallos.
Acabadas las noticias, volvió la música, pero yo apagué la radio y me dispuse a salir a la calle a dar un pequeño paseo y hacer algunas compras. Me saqué las zapatillas y me calcé los zapatos. Buscaba en el armario alguna prenda ligera de abrigo que ponerme cuando un fuerte golpe me hizo girar la mirada. Fue un acto reflejo ya que desconcertado como estaba no sabía atinar de donde procedía ese golpe. Miré si alguna puerta se había cerrado por alguna corriente de aire, pero no era así, y dentro del piso, después de mirar por todas las habitaciones, no veía nada que pudiera ser el causante de ese ruido. Nada caído en el suelo, nada fuera de su sitio. Tal vez haya provenido de algún vecino, del piso de al lado, o el de abajo, o vete a saber, pensaba. Ya empezaba a olvidar el ruido cuando se sucedió otro. Estaba en la habitación, plantado en medio de ella, cuando volvió a ocurrir. Miraba hacía la ventana, por la altura y la distancia hacía ella, sólo veía, en ese momento, el bloque de enfrente y a algunos vecinos asomados a los balcones que miraban hacia abajo, al parque, haciendo gesto, no hacía mí, pero si entre ellos. Entonces fue cuando se sucedió ese nuevo ruido, parecido a un impacto, vi que un intenso aire agitaba sus ropas a la vez que caían, ¡¡sí, caían!!, al suelo, como desmayados.
Me apresuré hacía la ventana.
Mi horror fue infinito cuando vi la causa de aquellos gestos. El parque, que momentos antes rebosaba vida, ahora era una multitud de cuerpos caídos. Recorrí cada rincón, cada espacio que las copas de los árboles me permitían ver, nada se movía, ni tan siquiera el aire. Alcé mi vista, todavía intentando que la locura que presenciaba no fuera más que algo pasajero, una especie de cruel broma y que alguno de los partícipes de ella, cansado de la misma, se movieran. Recorrí los balcones del piso de enfrente. Los cuerpos seguían caídos, más otros, ignorantes del terror que les acechaba, salían y sus gritos de espanto, los llantos de dolor, el desgarrado de sus lamentos me llegaban a pesar de la distancia. Quise gritarles que se escondieran, que cerrasen las puertas, las ventanas, pero no me veían. Me agité dentro de la habitación, daba saltos, movía las manos, trataba de llamarle la atención. Ya, desesperado, busqué el cierre de la ventana a tientas, mi mirada era incapaz de despegarse del horror que veía, quería abrirla, gritarles que huyeran dentro de sus viviendas.
No se si llamarlo suerte, más parece una maldición, una condena a la que algún ser despiadado me ha sometido. El caso es que mis manos no atinaban con abrir la ventana y mi mirada, por fin, atendiendo a mi cerebro se dirigía allí donde mis manos se mostraban torpes. Fue en ese instante cuando de nuevo surgió ese terrorífico ruido, apenas una décima de segundo, tal vez lo que dura un corto suspiro. Al volver a mirar al exterior sólo llegué a ver como las copas de los árboles se agitaban con violencia. Sólo los árboles parecían tener vida. Luego nada. Todo quieto, todo inmóvil, todo muerto. Los vecinos a los que traté de avisar yacían, igual que los anteriores, igual que todos los que estaban en el parque.
El tiempo es atroz cuando se vive este tipo de pesadillas.
No se si han pasado horas o apenas unos minutos. Desconozco que ha pasado en el resto del mundo. Al encender la radio, esta sigue emitiendo música, nada comentan de este holocausto. La televisión sigue con sus programación rosa de las tardes. ¿Es posible que nadie sepa el horror que estamos sufriendo? Quisiera huir de aquí, alejarme de estas ventanas monstruosas, pero me da miedo salir a la calle. Los golpes de aire se siguen sucediendo a intervalos irregulares, pero ya a nadie veo en los balcones, aunque se que hay más miradas detrás de las ventanas. Miradas que nos cruzamos en la distancia, miradas de impotencia y pánico.
Cuelgo esto aquí, en la red. Para difundirlo y hacer llegar a todo el mundo que se guarden del viento.
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