Memorias de un desconcierto

Memorias de un desconcierto

miércoles, 18 de febrero de 2015

Rio


Vivo al lado de la locura. A un paso del caos. A un instante de derribarlo todo.

Mi espacio es una habitación acolchada y hermética. Nadie entra, yo no salgo. La comida me la pasan por una pequeña ranura, aunque casi nunca como. Vine a parar aquí tras meter fuego al piso donde vivía. Me quedé entre las llamas y olí mi carne quemada, ¡un olor tan similar a la de un simple pollo!. Fui bonzo y durante mucho tiempo me tuvieron en una unidad de grandes quemados. Desconozco como he quedado, de que forma se recompuso mi piel. Sin morir, morí. Luego me trajeron aquí.

Es un sitio sin clase, sin distinción. Paredes blancas, una ventana diminuta a la altura del techo donde apenas entra algo de luz natural. Mi sol es una bombilla. Mis días lo marca sus horas encendidas. No hay estaciones, y ni se acortan, ni se alargan, las tardes. Siempre amanece a la misma hora. Siempre días de dieciséis horas. Noches de ocho. No es que lo sepa, tampoco me importa. Supongo que a ellos sí. A los que están al otro lado. Duermo sobre una cama atornillada al suelo, sujeta a la pared. Una cama sin esquina, casi redonda. Rio.

Un día saldré de aquí. He de acabar lo que empecé. Hasta entonces seguiré viviendo al otro lado de la razón, aquel que os da miedo. Rio.

El chiquillo


Un día, un chiquillo, un chaval del barrio, saltó las abandonadas tapias, y a trozos derruidas, de la vieja fábrica y vio, al otro lado, un inmenso mar en forma de cristales rotos. El cielo, reflejado en ellos, hacia la forma y el color del agua y la nubes que corrían por lo alto, cogidas en ese tumulto de cristales, le daba movimiento a esa ilusión. Saltó dentro del recinto, teniendo precaución en no caer encima de esos cristales, para así evitar que el hechizo cambiara, a la vez que lo hacía con la intención de no cortarse. El primero deseo lo consiguió, no así el segundo. No cayó sobre los cristales, pero sí sobre unos alambres allí dejados y un reguero de sangre cayó y goteó el cristalino mar. Sintió dolor y notó que se le entumecía la pierna. No acierto a saber que pasó a continuación, pero esa sangre derramada, caída sobre esos cristales, se transformó en los rojos reflejos del mar al atardecer. El chiquillo, el chaval del barrio, fue allí encontrando, horas después, tendido sobre ese mar crepuscular. Fin.

martes, 17 de febrero de 2015

Yack


Ladraba con furia al mar. Supongo que le hacía sentirse inquieto tanta agua, no se, la verdad es que me hubiera gustado poder meterme en el interior de la cabeza de Yack y entender el proceso que hacía para acabar siempre ladrando. Pero no era el caso y me limitaba a mirarlo entre curioso y divertido. Buscaba llevarlo los días de mar calma, ya que al menos parecía que se encontraba más relajado y aunque el mar le inquietaba, le encantaba jugar con la arena. Correr playa arriba, playa abajo, saltar, revolcarse. Todo funcionaba bien hasta que en alguna cabriola se encontraba de nuevo con el mar, entonces se paraba bruscamente y empezaba, una vez más, a ladrarle. Si había oleaje la cosa se complicaba mucho, ya que el constante rumor de las olas era hipnótico para él y no había manera de que apartase la vista de ese lejano horizonte. Los días calmos eran diferente y al menos, a ratos, conseguía desconectar de esa fijación y jugaba cual si fuese un cachorro.

Siempre pensaba, en esos ratos que podíamos compartir en la playa, que me gustaría poder dibujarlo. Hacerle un retrato, tal vez fotografiarlo, cualquier cosas que me permitiera inmortalizar ese momento. Se un artista de esos que hay por las Ramblas y con hábiles trazos recoger su bella pose, ladrando o jugando, pero me defendía muy mal con esas artes y lo único que conseguía, en ocasiones, eran fotos desenfocadas o movidas.

Estar con él en el mar era una sintonía, una música de esa que hacemos nuestra y que se adhiere a nuestra vida. Una melodía que tarareamos sin saber en que momento hemos empezado y sin ser capaces de quitárnosla de la cabeza.

Yack se fue un día, hace mucho tiempo, pero siempre que voy a la playa, compitiendo con los graznidos de las gaviotas y el rumor del oleaje, se encuentra los ladridos de él.