Memorias de un desconcierto
martes, 17 de febrero de 2015
Yack
Ladraba con furia al mar. Supongo que le hacía sentirse inquieto tanta agua, no se, la verdad es que me hubiera gustado poder meterme en el interior de la cabeza de Yack y entender el proceso que hacía para acabar siempre ladrando. Pero no era el caso y me limitaba a mirarlo entre curioso y divertido. Buscaba llevarlo los días de mar calma, ya que al menos parecía que se encontraba más relajado y aunque el mar le inquietaba, le encantaba jugar con la arena. Correr playa arriba, playa abajo, saltar, revolcarse. Todo funcionaba bien hasta que en alguna cabriola se encontraba de nuevo con el mar, entonces se paraba bruscamente y empezaba, una vez más, a ladrarle. Si había oleaje la cosa se complicaba mucho, ya que el constante rumor de las olas era hipnótico para él y no había manera de que apartase la vista de ese lejano horizonte. Los días calmos eran diferente y al menos, a ratos, conseguía desconectar de esa fijación y jugaba cual si fuese un cachorro.
Siempre pensaba, en esos ratos que podíamos compartir en la playa, que me gustaría poder dibujarlo. Hacerle un retrato, tal vez fotografiarlo, cualquier cosas que me permitiera inmortalizar ese momento. Se un artista de esos que hay por las Ramblas y con hábiles trazos recoger su bella pose, ladrando o jugando, pero me defendía muy mal con esas artes y lo único que conseguía, en ocasiones, eran fotos desenfocadas o movidas.
Estar con él en el mar era una sintonía, una música de esa que hacemos nuestra y que se adhiere a nuestra vida. Una melodía que tarareamos sin saber en que momento hemos empezado y sin ser capaces de quitárnosla de la cabeza.
Yack se fue un día, hace mucho tiempo, pero siempre que voy a la playa, compitiendo con los graznidos de las gaviotas y el rumor del oleaje, se encuentra los ladridos de él.
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