Memorias de un desconcierto

Memorias de un desconcierto

martes, 9 de febrero de 2016

Las zapatillas nuevas

'Correr es de cobardes' le gritaba su amigo Pepe a modo de saludo esa mañana de domingo a Jesús cuando lo veía pasar haciendo 'runing' por el amplio paseo que tenían en frente de donde vivían.

Pepe y Jesús eran amigos desde la infancia y por compartir habían compartido las paperas cuando iban juntos a la guardería, un amor de verano que fue una verdadera locura ya que ella los ignoro a los dos por igual ya hiciesen lo que hiciesen e incluso unas clases de piano a las que sus madres habían apuntando a los dos aprovechando una oferta que hacía la academia de música del barrio. Hinchas del mismo equipo de fútbol, creadores de títeres en la asociación juvenil a la que pertenecían y amantes de viajar. Más de un viaje habían hecho juntos.

Vivían en el mismo bloque. Primero derecha Jesús, primero izquierda Pepe y el rellano entre las dos puertas les había servido como patio de juego en muchas tardes de lluvia o frío.

Un día Jesús, después de una reunión familiar, le enseño a Pepe que le había regalo su tío Paco. '¿Unas zapatillas deportivas? ¿y tú, para qué las quieres?' le comentó Pepe. 'Me las pondré para correr. Saldré los domingos por la mañana y haré 'futin''. Pepe estaba acabando de pintar un títere malvado, pirata pata palo, con un parche en el ojo. Tuvo que dejarlo deprisa porque le dio un ataque de risa. '¡¡¿¿Correr??!! ¿desde cuando te gusta eso?'. Jesús no contestó de inmediato, de hecho parecía que no le había oído, absorto como estaba en recortar la tela con la que haría el traje al pirata. 'No se si me gusta, pero mi tío Paco vendrá este domingo. Saldré con él'.

Pepe tuvo una extraña sensación, como una punzada. Algo que no sabía definir pero que para avanzar en la historia diré que fué algo muy parecido a celos.

Llegó el domingo. Pepe se sentó en el rellano de la escalera con el pirata, que se había llevado de la asociación para acabarlo en casa y al cual le estaba metiendo relleno para darle volumen al cuerpo. Sonó el timbre del primero derecha y oyó como Jesús contestaba por el interfono. Al poco se abrió la puerta y salió. Se encontró a Pepe tirado cuan largo era por el rellano, con las manos llenas de periódicos arrugados y que lo miraba.

Jesús estaba nervioso y el chirrido de las zapatillas nuevas al pisar le hacía ponerse. aún, más nervioso. 'Hola, me voy a correr'. Pepe se levantó y lo acompañó a la puerta de la calle del bloque. El tío Paco estaba allí con su disfraz de corredor. Saludo a Pepe haciendo un amago de darle un golpe en el hombro y le dio un abrazo de oso a Jesús.

Pepe se sentó en un banco del paseo y comenzó a ponerle las cuerdas al títere. Al pasar Jesús, resoplando y sin aliento, se puso de pie sobre el banco y moviendo al pirata le comenzó a gritar. '¡¡Te falta mecha!! ¡¡por mil demonios marinos, el peor de mis cañones tienen más fuerza que tú!!' Jesús no le oyó. Delante había dos turista japonesas y tenía que alegrar la zancada.

lunes, 8 de febrero de 2016

La dama

Sus zapatos resonaban como si fueran una percusión tocada rítmica y cadenciosamente por las estrechas callejas del viejo municipio. Zona alejada de cualquier guía turística y anclada a un lejano pasado. Todo quieto, todo estático hasta que un día ella se fue allí a vivir. Entonces, hasta el viento cambio de bando y ya no venía del frío norte y giró trayéndonos unos cálidos aromas del sur. Y un sol, perezoso en los cortos días de invierno, encontró nuevos motivos para atravesar las nubes, espesas y estáticas, que nos acompañaban día sí y día también.

Laberíntico dibujo calles, propio de quienes quieren ocultarse y no ser vistos, pero en donde los rayos de sol sabían hallar esquinas y trazados por donde aparecer y acompañar el paso sin prisa, el paso de quién la vida ya no puede darle más y se mueve despacio, sabedora de que es en esos instantes donde aún podrá hallar sonrisas para vivir.

Los juegos infantiles apenas se daban por esos tortuosos pasadizos y callejones. Sólo en la diminuta plaza, enmarcada por la vieja iglesia y el destartalado ayuntamiento, se oían y veían a los niños gritar, correr. Roces de pantalones, vuelos de faldas, joyas de risas. Y era allí donde ella solía parar. Dejar a un lado su cesto de mimbre, sentarse en un apartado banco y, simplemente, mirar. Sin hablar. Sin que nadie del pueblo se atreviese a acercarse, sin que nadie dejase de mirarla. Sólo los niños, ajenos a ella, rozaban con sus carreras el aire que le envolvía y agitaban sus cabellos y ondulaban los pliegues de sus vestidos. Y era entonces, como si de una obra de magia se tratase, que los duros aldeanos, las hacendosas amas de casa, los ancianos encorvados, las viejas mojigatas, se miraban entre si, con esa mirada de quién se pregunta en que momento sus vidas se hicieron tan grises.

Y entonces las afónicas campanas de la iglesia tocaban. Las doce del mediodía. Ella se levantaba, hacía una pequeña inclinación con la cabeza hacía todos y hacía nadie en particular. Cogía su cesto del suelo y acompañada por un sol que no podía dejar de seguirla, doblaba una esquina y perdíamos esa visión que, seguramente con el tiempo, alguien la adornará con detalles inventados o agigantados y será leyenda.

lunes, 25 de enero de 2016

Papeles

Aún era oscuro en la ciudad, aunque ya el sol dibujaba una tímida línea en el horizonte. Miguel volvía de comprar el periódico, la barra de pan y, en un 'paqui' que él juraría que no cerraban nunca, papel higiénico. Lo del periódico y el pan eran rutina diaria, lo del papel no. O sí. La verdad es que se había visto sin repuesto esta mañana y no era cuestión de tentar a la suerte y volver a tener otro apretón.

Hoy le tocaba prepararse la comida. Vivía solo por lo que solamente la hacía unas tres veces por semana. El taper, el congelador y el microondas habían sido los inventos de la civilización que, junto con el fuego y la rueda, habían permitido a esta especie avanzar.

Una olla llena de agua, un cubito de caldo concentrado y esperar a que hirviera. Mientras tanto unas ojeadas al diario. Lecturas rápidas a las noticias. Casi siempre las mismas. Siempre las mismas personas en portada. Miles de millones de habitantes en este planeta y el que fuera bien o mal sólo dependía de las decisiones de unos pocas decenas.

El agua empezó a hervir y le añadió unos puñados de macarrones. En una sartén preparó un sofrito para acompañar a la pasta. La radio de la cocina se añadía al chisporrotear que salía de la sartén y lo mezclaba con música.

Unos proyectiles en forma de tomate recalentado saltaron de la sartén y fueron a parar a los trajes de gala que adornaban, en formas de fotos, la noticia del diario sobre un premio cinematográfico. Horas de pruebas y arreglos en los vestidos para terminar con tan vulgares manchas. Miguel, encorvado, pasó con cuidado un papel de cocina para tratar de arreglar el desaguisado. Terminó de hacer la comida y apagó el fuego.

La luz del nuevo día rompía los rincones oscuros de la casa. Apagó la luz de la salita tirando del cable y desenchufándola. Se sentó al lado de la ventana con el periódico, una taza de café y unas magdalenas.

Los días eran así, una especie de monólogo. Él representaba su papel. Hay quienes dicen que escogemos nuestra vida, Miguel no tenía esa opinión. Se nos asigna un papel en está función llamada existencia y hay pocas posibilidades de cambiarla. tal vez si que podemos mejorar nuestras actuación pero no seremos nunca Marlon Brandon.

Unos primeros rayos de sol acarician la espalda de Miguel. Es un buen momento en la escena diaria. Ahora tocará volverse y haciendo sombra con la mano, mirar hacía el horizonte. Bloques de viviendas. Una vista bastante vulgar si no fuera porque cientos de vecinos nos vemos en ese momento con el mismo gesto, mirando el horizonte.

sábado, 23 de enero de 2016

Continuará

Por la tele daban una serie australiana de policías y mucho tiroteo, de coches que se perseguían y se metían por estrechos callejones y le saltaban los espejos retrovisores. De puentes levadizos que justo cuando pasaban los vehículos se elevaban para dar paso al transbordador de turno y se podía gozar de espectaculares imágenes de coches volando. Todo un derroche de especialistas que ni María, ni Juan, estaban apreciando.

En pleno fervor adolescente, aprovechando la visita de los padres de Juan a un familiar ingresado, se encontraban los dos descubriendo, por primera vez, sus cuerpos.

La sala de estar se había transformado en una especie de capilla pagana, rendida al culto del amor. Un santuario iniciático donde ellos improvisaban salmos salidos de lo más profundo de sus seres y hacían ritos de acercamiento, con el único objetivo de ganar espacio, o mejor expresado, reducirlo entre ellos dos.

Miradas tímidas a sus cuerpos. Pestañeo rápido para comprobar que todo era realidad y no fruto de una tórrida fantasía.

El protagonista de la serie, en un primer plano, mira fijamente a la cámara y con una especie de gesto de disculpa, se vuelve mientras en la pantalla empiezan a salir los títulos de crédito.

María y Juan también culmina su acto. En su caso no hay títulos, ni la temible palabra 'fin', si, acaso, un continuará.

viernes, 22 de enero de 2016

La pizzeria Mario

La comisaria se encuentra muy cerca de la pizzeria Mario y no es raro ver allí comer a numerosos agentes de la autoridad.

La pizzeria Mario es famosa porque puede preparar los espaguetis de 365 formas diferentes y los años bisiestos, como este, preparan uno especial que sólo lo sirven el día 29 de febrero. Tal es la fama que las reservas se hacen a año bisiesto vista y ese día, los agentes de la autoridad tienen verdaderos problemas para poder comer.

Cada cuatro años el mismo problema. No es que sea un asunto grave pero trastoca bastante las costumbres de estos agentes y este año han ideado un plan para que no les vuelva a pasar.

Sentado en la mesa de su despacho, Manolo, conocido entre sus colegas como el 'Pavo Real' por como se pavonea cuando resuelve un caso, llama por teléfono a un confidente suyo. Un ladronzuelo que tuvo épocas mejores pero que la edad le ha retirado de la calle, aunque sigue siendo bastante respetado por el gremio y que le han puesto el sobrenombre de 'el Monóculos'. Perdió un ojo una vez en un asalto a una relojería. Se giró tan deprisa para salir del local cuando había cometido la fechoría que su compañero no tuvo tiempo de apartar el arma y se la introdujo en el ojo, perdiéndolo. Este compañero cuando fue a verle a casa, después de la condena, le llevó un monóculo, 'graduado', le dijo, 'para que puedas ver bien por el ojo que te queda'. 'El Monóculos', que entonces sólo se llamaba Pepe, se emocionó tanto que medio lloró, 'claro, sólo tenía un ojo', fue el comentario de algún envidioso colega.

Este día 'el Monóculos' estaba sentado en la salita de casa cuando recibió la llamada del 'Pavo Real', aunque él se cuidaba muy mucho de llamarlo así a la cara y siempre le trataba de don, '¡¡don Manuel, que sorpresa!!' le dijo a modo de saludo mientras se llevaba a la boca un dedal de whisky. '¿Qué se le ofrece?'.

Don Manuel, Manolo, 'el Pavo Real', le comentó que necesitaba de sus servicios para conseguir que las reservas del día 29 de febrero de la pizzeria Mario desapareciesen. No consideró oportuno darle mayor explicaciones, entre otras cosas porque 'el Monóculos' era de risa fácil y no estaba dispuesto a sentir su carcajeo por teléfono, 'delante le pego una hostia y todo solucionado, pero por teléfono es más complicado', pensó. 'El Monóculos' tampoco preguntó. El trato que había experimentado con la autoridad tanto desde un lado de la ley como del otro le había enseñado que son personas recatadas en sus cosas y aunque fisgonean en las vidas de los demás, las suyas son muros infranqueables y sus razones más allá del conocimiento de un ladronzuelo retirado.

De un salto se levantó y cogió un afilado lápiz con el que anotó la dirección de la pizzeria en una libretita de espiral que hacía las funciones de lista de compra, encargos varios, pensamientos que se le ocurrían de vez en cuando y anotar los números de los ciegos. 'Soy medio del gremio' le decía a Juan, su vendedor de la ONCE habitual.

La conversación duró lo suficiente para echarse otro dedal de whisky al gaznate y los detalles de la misma quedaron garabateados en la libretita, poniendo al margen que tenía que comprar otra botella de DYC.

El día 29 de febrero, si nos pasamos por la pizzeria Mario, sabremos el éxito del encargo.

miércoles, 20 de enero de 2016

El partido de fútbol

El patio del colegio se transformaba todos los días, de 10:30 a 11, en un gran campo de fútbol. Allí corríamos todos detrás del balón como si fuese lo último que íbamos a hacer en esta vida. Con desespero, sin estrategias, sin bandos definidos, sólo con el afán de tocar la bola, de chutar la pelota. Las reglas las modificábamos según conviniese al dueño del balón, ya que era, a la vez, jugador y árbitro. Y señor todopoderoso, una especie de dios mundano que tenía la facultad de convertir esa media hora en una entrada a la felicidad, a las risas, al desahogo de las horas de clase, de tediosas lecciones y más tediosos profesores.

La pelota podía ser un amasijo de papeles, alguna piedra no muy grande, la chapa de las botellas, pero sin duda la mejor era la de Moscú.

Moscú Fernández Prieto. Su padre, republicano, comunista y dado a las extravagancias, le puso este nombre. 'Si es niña la llamaré Libertad y si es niño Moscú' dijo el padre el día que se enteró que su mujer estaba embarazada. A la madre mucho no le gustaba el nombre del niño pero en aquellos tiempos ya se sabe que las opiniones de ellas no se tenían muy en cuenta. El padre murió en la guerra, en una estúpida reyerta entre soldados de un mismo bando y entonces la madre, por recomendación de unas vecinas, le cambió el nombre a Juan, de cara a los papeles le habían aconsejado, que comprometía menos, le dijeron. Pero siempre le llamó Moscú en recuerdo de su marido.

La pelota de Moscú era un montón de trapos recosidos con mucho cuidado por la madre y formaba una esfera casi perfecta. Al rodar hacía efectos extraños que según beneficiasen, o no, al bando donde estaba Moscú se consideraban válidos o eran faltas. No era una norma justa pero había poca justicia en aquella época y mucha necesidad de escapar del entorno, así que nadie cuestionaba esa ley siempre que pudiesen jugar.

Los equipos estaban compuestos, en un principio, por un estricto orden que se iba diluyendo en la medida en que se iban incorporando niños que salían más tarde al patio o de inesperadas traiciones y cambios de bando según el que se encontrase con el balón en ese momento estuviese más cercana de una portería o de otra, sin tener en cuenta si era la suya o la contraria.

Momentos de amnesia, de olvidar. Sin bocadillos que llevarnos a la boca, esa media hora era de pura libertad y eso inquietaba a los profesores, que en corrillos, nos lanzaban miradas airadas cuando gritábamos o reíamos estruendosamente.

Al acabar el patio, un incesante repiqueteo de campanas nos iban volviendo a la realidad. Corríamos a las filas, a formar antes de entrar a las clases, y aún a riesgo de algún coscorrón por no guardar silencio, murmurábamos entre nosotros la puntuación obtenida en el partido.

martes, 19 de enero de 2016

Tallarines

Borracho estaba. La última copa de vino que me tomé cuando acabé el plato de tallarines hizo todo el efecto que las cuatro anteriores no habían logrado.

Me levanté de la mesa como pude e hice un monólogo en el restaurante del cual sólo me acuerdo de que afirmaba que Pluto, de Wast Disney, era el mejor actor secundario que jamás había visto. Pobre recuerdo el que me quedó de aquella velada.

Sí que recuerdo que salí del local, aunque no se si fue por mis propios pasos o con la ayuda de algún diligente camarero temeroso de que mi plática etílica indigestara la comida del resto de los comensales.

El exterior parecía Siberia. Un frío atroz que hizo encogerme, pero que fue, a la vez, remedio eficaz para darme cuenta de mi situación y estado.

Lentos pasos fui dando, mirando mis pies, viendo las huellas dejadas por las suelas de mis zapatos en un suelo impregnado de humedad nocturna.

Entré en un solitario bar, donde su solitario dueño miraba una solitaria televisión donde se podía ver algún programa de tele para solitarios noctámbulos. Le pedí un café con la idea de que fuera un eficaz antídoto contra el frío y la borrachera. Me miró desganado y calculó los beneficios y perdidas que le ocasionaría el servirme el café o el echarme a la calle. La caja estaría bastante vacía ya que al final me lo sirvió.

Me lo tomé a sorbos, sin azúcar, sin conversación por parte del dueño que me miraba.

La tele atronaba. Un vidente respondía a preguntas estúpidas de personas que seguramente sería, también, estúpidas. Miré la tele. El dueño seguía mirándome. Con seguridad yo también sería una de esas personas estúpidas y, además, me tenía en directo.

Le pregunté donde estaba el lavabo y con un gesto de la cabeza me indicó un lugar alejado de la luz. Un punto oscuro a donde me dirigí. Al entrar dentro un intenso olor a meados terminó de revolver mis tripas y vacié toda la cena en el interior del váter.

Los tallarines flotaban en el agua. Como los presos en una minúscula celda, daban vueltas mientras el agua que salía de la cisterna se los iba llevando.