El patio del colegio se transformaba todos los días, de 10:30 a 11, en un gran campo de fútbol. Allí corríamos todos detrás del balón como si fuese lo último que íbamos a hacer en esta vida. Con desespero, sin estrategias, sin bandos definidos, sólo con el afán de tocar la bola, de chutar la pelota. Las reglas las modificábamos según conviniese al dueño del balón, ya que era, a la vez, jugador y árbitro. Y señor todopoderoso, una especie de dios mundano que tenía la facultad de convertir esa media hora en una entrada a la felicidad, a las risas, al desahogo de las horas de clase, de tediosas lecciones y más tediosos profesores.
La pelota podía ser un amasijo de papeles, alguna piedra no muy grande, la chapa de las botellas, pero sin duda la mejor era la de Moscú.
Moscú Fernández Prieto. Su padre, republicano, comunista y dado a las extravagancias, le puso este nombre. 'Si es niña la llamaré Libertad y si es niño Moscú' dijo el padre el día que se enteró que su mujer estaba embarazada. A la madre mucho no le gustaba el nombre del niño pero en aquellos tiempos ya se sabe que las opiniones de ellas no se tenían muy en cuenta. El padre murió en la guerra, en una estúpida reyerta entre soldados de un mismo bando y entonces la madre, por recomendación de unas vecinas, le cambió el nombre a Juan, de cara a los papeles le habían aconsejado, que comprometía menos, le dijeron. Pero siempre le llamó Moscú en recuerdo de su marido.
La pelota de Moscú era un montón de trapos recosidos con mucho cuidado por la madre y formaba una esfera casi perfecta. Al rodar hacía efectos extraños que según beneficiasen, o no, al bando donde estaba Moscú se consideraban válidos o eran faltas. No era una norma justa pero había poca justicia en aquella época y mucha necesidad de escapar del entorno, así que nadie cuestionaba esa ley siempre que pudiesen jugar.
Los equipos estaban compuestos, en un principio, por un estricto orden que se iba diluyendo en la medida en que se iban incorporando niños que salían más tarde al patio o de inesperadas traiciones y cambios de bando según el que se encontrase con el balón en ese momento estuviese más cercana de una portería o de otra, sin tener en cuenta si era la suya o la contraria.
Momentos de amnesia, de olvidar. Sin bocadillos que llevarnos a la boca, esa media hora era de pura libertad y eso inquietaba a los profesores, que en corrillos, nos lanzaban miradas airadas cuando gritábamos o reíamos estruendosamente.
Al acabar el patio, un incesante repiqueteo de campanas nos iban volviendo a la realidad. Corríamos a las filas, a formar antes de entrar a las clases, y aún a riesgo de algún coscorrón por no guardar silencio, murmurábamos entre nosotros la puntuación obtenida en el partido.
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