Por la tele daban una serie australiana de policías y mucho tiroteo, de coches que se perseguían y se metían por estrechos callejones y le saltaban los espejos retrovisores. De puentes levadizos que justo cuando pasaban los vehículos se elevaban para dar paso al transbordador de turno y se podía gozar de espectaculares imágenes de coches volando. Todo un derroche de especialistas que ni María, ni Juan, estaban apreciando.
En pleno fervor adolescente, aprovechando la visita de los padres de Juan a un familiar ingresado, se encontraban los dos descubriendo, por primera vez, sus cuerpos.
La sala de estar se había transformado en una especie de capilla pagana, rendida al culto del amor. Un santuario iniciático donde ellos improvisaban salmos salidos de lo más profundo de sus seres y hacían ritos de acercamiento, con el único objetivo de ganar espacio, o mejor expresado, reducirlo entre ellos dos.
Miradas tímidas a sus cuerpos. Pestañeo rápido para comprobar que todo era realidad y no fruto de una tórrida fantasía.
El protagonista de la serie, en un primer plano, mira fijamente a la cámara y con una especie de gesto de disculpa, se vuelve mientras en la pantalla empiezan a salir los títulos de crédito.
María y Juan también culmina su acto. En su caso no hay títulos, ni la temible palabra 'fin', si, acaso, un continuará.
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