Memorias de un desconcierto

Memorias de un desconcierto

viernes, 31 de enero de 2014

La tienda india

Con pequeños golpecitos clavaba la estaca en el jardín de casa. La tarde aún tenía un claro color azul más parecido a las tardes de verano que no a esta de octubre, con el otoño recién empezado. Nos había dicho que iba a construir una cabaña y dando pasos con sus pequeños piececitos se acercó al vídeo y apagó la película de 'Tom Sawyer' que estaba viendo. Se cogió el resto de las patatas fritas que había sobrado de la comida y mirándonos, con su linda sonrisa, nos dijo que necesitaba coger fuerza. Con una mano llena de un puñado de fritas y con la otra, en difícil equilibrio, las estacas de plástico que formaban parte del juego que le habían regalado por su cumpleaños, fue moviéndose hacía el jardín dejando un rastro de patatas y estacas que se iban cayendo de sus pequeñas manos. Fui tras ella, recogiendo lo que iba dejando atrás y ayudándola. El jardín apenas era un cuadrado de césped con sus esquinas adornadas con unas flores que ya echaban de menos los días largos y cálidos del verano. Despejamos el centro del parterre de cubos, muñecas y de una pelota de plástico con motivos Disney y que ella intentaba, infructuosamente, hacerla botar desde el mismo día en que se la habíamos regalado. La pelota, aviesa ella, se negaba a regresar a su manita después de rebotar en el suelo. Cogí las instrucciones que tenía el juego y que explicaba como construir una tienda india y fui colocando los palos según decía el papelito. Ella, mientras tanto, se equipó con un martillo de plástico, de esos que tienen una especie de bocina en la cabeza, y me miraba expectante, dispuesta a presta su ayuda en cuanto se lo pidiera. Cuando la estructura ya estaba lo suficientemente solida le dije que, para asegurarnos de que no se iba a caer, le diese unos golpecitos. Un concierto de bocinazos se entremezcló con el piar de los pájaros que empezaban a buscar un sitio donde pasar la noche entre los árboles cercanos. Al final apoyamos la tela que cubría la estructura. Con cortas risitas fue a buscar a Mari, su muñeca favorita, y se metieron las dos dentro. Yo, siguiéndole el juego, me coloqué unas plumas indias que venían en la caja y me acerqué a la cabaña haciendo, nunca mejor dicho, el indio. Asomé mi cabeza por la abertura y ella me dijo que qué hacía, que entrase rápido, que el cohete estaba a punto de despegar y que le faltaba uno más para hacer la tripulación. Así fue como de salvaje oeste pasé al mundo futuro. Viajero interestelar con plumas indias en la cabeza y una patata frita como avituallamiento.

jueves, 30 de enero de 2014

El casino

Caminaba siempre con unas monedas en los bolsillos. No sabía salir de casa sin algo suelto, por si hay algún imprevistos, decía. Y así, mientras iba paseando, sus manos se entretenían, dentro de los bolsillos del pantalón, jugueteando con esas monedas. 'Con el dinero no se juega' le decía su madre cuando él era pequeño, y en esa frase su madre unía dos verdades, lo difícil que es ganar el dinero para luego juguetear con él y que no sabía por que manos habían pasado, anteriormente, esas monedas y no podía ni imaginarse la de microbios que podían tener. Es por ese segundo motivo que siempre sumergía las monedas en agua y jabón y les daba un buen baño antes de aposentarlas en el pote donde las guardaba y del cual cogía siempre un puñado al salir. Le gustaba ir elegante y se ponía hasta un alfiler de corbata y si el molinillo de viento de la ventana, que le había dejado su nieto una tarde de juegos, no hacía girar sus aspas también incluía un sombrero. Paseaba por el paseo del pueblo que le llamaban la Carrera, nombre antiguo que venía de cuando por allí pasaban las carretas que iban a los campos de labranza al trote a primera hora de la mañana, y con un caminar más reposado al atardecer, cuando regresaban cargadas de las cosechas y de las siembras de esos campos que rodeaban el pueblo. Un paseo donde unos megáfonos puesto por el ayuntamiento obsequiaban con música y noticias locales a los paseantes, que reunidos en corrillos o sentados en los bancos comentaban, dando paso a especulaciones y chafarderismos propios de los pueblos. El paseo acababa en una amplia rotonda, mirador del lugar. Rotonda desde donde se divisaba una amplísima extensión de zonas cultivadas y de lomas bajas. No tenían mar pero esa vista ondulante la suplía perfectamente. Casi siempre, a la vuelta de su paseo, cuando ya los años le pesaban y el cansancio empezaba a aparecer, se sentaba en la terraza del casino. El casino era un edificio viejo y destartalado, con grietas en algunas de sus paredes y que había vivido épocas mejores, aquellas en las que los señoritos del pueblo lo decidieron construir para tener un sitio propio y para distinguirlo de las tabernas populares llenarlo de adornos y ostentación. Él era un niño, por aquel entonces, cuando se construyó, y recordaba como le gustaba jugar cerca de la obra, con sus amigos, dando saltos como canguros, o gritando como bandoleros, o disparando como guardias. Y recuerda las quejas de los obreros de la obra, que les decía que no era lugar para jugar, que era peligroso, incapaces de darse cuenta de que la palabra peligro añadía un plus de emoción a nuestros juegos lo que hacia que en lugar de alejarnos de allí, nos alborotásemos más. La inauguración fue todo un acontecimiento y todos nos pusimos las mejores ropas que teníamos. Todo el pueblo nos concentramos a su alrededor y nos pusimos a vitorear el paso de don Benito, o de don Anselmo, los ricos más ricos de todos los alrededores. Alguno abucheaba, pero enseguida se escondía entre la multitud para que no fuese visto por el señor párroco Clementino, que tenía la misión de bendecir el lugar y mandar a los infiernos a los díscolos. Los años pasaron y don Benito y don Anselmo murieron, igual que murió mi madre, Vicenta, o Paquilla que siempre nos daba un caramelo gigante y que nos duraba toda la tarde. Murió aquella época y el casino, ahora, se utiliza para jugar al bingo los sábados por la tarde, o para ver una película los domingos. También se utiliza para tomar algún refresco mirando a la gente pasar y al irse, no olvidar nunca de dejar algunas monedas de propina.

miércoles, 29 de enero de 2014

El escritorio

El escritorio estaba bastante desordenado, lleno de papeles arrugados. Historias que había empezado y que tras escribir unas pocas líneas las había dejado, incapaz de encontrar, hoy, la forma de seguir cualquier relato. La mirada pasaba de un nuevo papel en blanco que tenía sobre la mesa, al cartel de un película de los hermanos Marx, de ahí a la ventana donde veía como la lluvia arreciaba y se transformaba en un espectacular aguacero y pasando, una vez más, al dichoso papel. Este es el terror de todos los escritores, el papel en blanco, pensaba mientras la sinusitis que tenía me hacía aún más costoso el esfuerzo de concentrarme. En un acto de rabia cogí el papel que tenía delante y me soné la nariz, 'a falta de ideas que al menos me sirva para liberarme un poco de este malestar que tengo'. Me levanté de la silla y empecé a moverme por el piso, a hacer algo que me sacara de esta situación de impotencia. Me encaminé hacia la cocina y de allí al cuarto de baño, me asomé a la habitación donde dormía y vuelta, otra vez, al comedor, donde en un rincón del mismo había habilitado un espacio para escribir, poco más daba de si el piso. Me desentumecí con enérgicos movimientos y volví a la mesa escritorio. Rescaté uno de los papeles que había sobre ella. 'El oro de sus empastes hacía que la boca de Jimmy pareciera la antesala de Fort Knox. A todo el mundo que le preguntaba Jimmy les respondía, no sin antes obsequiarles con una amplísima abertura de boca, que el mejor sitio para tener uno sus ahorros es muy cerca de si mismo, y entonces movía la cabeza para que pudieran comprobar que todos sus dientes eran de oro, que dejar las riquezas de uno en manos de otros le parecía una idiotez suprema, y entonces se daba unos golpecitos en sus incisivos áureos, por eso él lo llevaba en la boca, acababa, porque no sólo le daba de comer, además le ayudaba a comer, y entonces reía con una sonora risotada. Jimmy era así, práctico. Vivía en una casa de madera rodeada de un extensísimo maizal donde sus vecinos no eran otros que los bichos que pululaban entre las mazorcas. Sus aficiones era el fútbol, que veía por un canal de pago ya que la señal de la antena no le llegaba, y hacer esculturas metálicas con restos de cacharros viejos que encontraba en sus viajes al pueblo. Tenía un juego de limas con el cual conseguía darle cualquier forma deseable a los hierros oxidados, y este juego de limas era su segunda debilidad después de su dentadura. Lo había heredado junto con la casa'. Aquí se había acabado toda la inspiración y una vez más me veía incapaz de encontrar una forma de seguir con esta historia, ni con ninguna de las otras que, esparcidas por el escritorio, esperaban un final apropiado. La lluvia golpeaba los cristales de la ventana y parecía que me invitaba a mirarla, a dejar esa mesa por hoy. Tal vez fuese mejor así y cogiendo el bote de los polvos talco me puse un poco por debajo de la nariz con la intención de aliviar la irritación que me había producido el exceso anterior.

martes, 28 de enero de 2014

El aviador loco

Esta es la historia del aviador loco. De aquel que un día dejó de volar y ahora corre montaña arriba para poder ver los valles desde lo más alto sin saber el porqué. No es una historia para hacerte sentir tristeza, él no sabe que esta loco, es feliz, y se pasea con sus bermudas de colores y sus camisas estampadas de océanos por entre las avionetas del pequeño aeródromo sonriendo. En los días de tramontana se coloca las anchas gafas y se pone de cara al viento, extiendo los brazos y los mares de sus camisas le hacen olas, ondulando en el aire. Un día se le desataron y escaparon los demonios que todos tenemos en la cabeza. Lo dejaron postrado sobre la mesa, mirando, y sin entender ya nunca más, el mapa con el plan de vuelo que tenía para esa tarde. Los médicos dijeron que es como si el cerebro le hubiese centrifugado y hubiese desconectado todas las ideas, todos los pensamientos. Puede que se debiese a las muchas acrobacias que hacía cuando volaba. Rizos, toneles, picados. Decía que volar en línea recta no estaba hecho para él y volteaba en el cielo y desde abajo, si lo conseguías enfocar con unos prismáticos, veías como la cara se le desfiguraba por la fuerza del aire y las grandes risas que soltaba. Hoy va a pescar al río. Manolillo, un chiquillo de 10 años, lo acompaña. Se paran en un claro del bosque y Manolillo excava en el suelo buscando lombrices; él mira al cielo buscando el revoloteo de las moscas, se emboba con el zumbido de las abejas, grita de alegría y sorpresa ante el salto alado del saltamontes. Manolillo se enfada por que no le ayuda. Son enfados de niños que dura lo que una brisa en verano. Luego van corriendo, una mano con la caña pescar, la otra extendida, planeando entre los árboles. El carrete frenado en la caña, su cabeza desbocada.

lunes, 27 de enero de 2014

El vigilante

Cojeaba al andar debido a un golpe que se había dado en la cadera mientras practicaba uno de los ejercicios de aeróbic que cada mañana, por la televisión, él seguía. Trabajaba de personal de seguridad y la forma física era importante, pero su sueldo no daba para ir a un gimnasio, así que lo sustituía siguiendo un programa en la televisión y por las mañanas, antes de ducharse e irse al trabajo, se ponía delante de la pantalla, en medio del comedor, con unos pantaloncillos cortos, una camiseta vieja y se daba panzadas al suelo, hacía giros con la cintura y se ponía a correr muy fuerte sin avanzar ni un centímetro. Así todos los días durante media hora, luego dejaba la camiseta llena de manchas de sudor en el cesto de la ropa sucia, el pantalón no, el pantalón se lo ponía alguna vez más antes de ponerlo a lavar. Se duchaba y salía a la calle con esa especie de energía renovada que le daba el ejercicio. Cada mañana hacía estas rutinas y tenía estas sensaciones hasta el día de hoy. La monitora del programa, en un alarde imaginativo, y estéticamente muy atractivo, se había puesto bocabajo en el suelo y había empezado a mover las caderas cual si fuera un caimán cruzando un río. Él se tumbó todo lo largo que era, atraído, y embobado, por la imagen sinuosa de la monitora moviendo su estrecha cadera. Su comedor era diminuto, para nada tenía las dimensiones del plató de televisión y además estaba atestado de muebles, que previamente había de mover un poco para dejar espacio, aunque lo cierto es que el hueco logrado daba para poco. Al empezar a hacer el caimán, con su mirada siguiendo la perfecta figura que se veía por televisión, su cadera impactó con las patas de la mesa del comedor y un fuerte dolor, acompañado de un momentáneo ahogo, le dejó quieto en el suelo. Cogiéndose muy fuerte el costado con la mano trató de convencer de que el dolor no era producto del golpe y sí de sus malas artes apretándose el lado. No le funcionó la estratagema y al tratar de levantarse y apoyarse con las dos manos, notó que el dolor del costado era igual de intenso. El problema mayor fue cuando al incorporarse notó que ese dolor tenía aficiones viajeras y se le extendía pierna abajo, y le impedía caminar con normalidad. Hacía tarde para ir a trabajar, no podía esperar que el dolor remitiese, así que fue cojeando a la cocina y sacó del congelador un paquete de guisantes que guardaba en el mismo desde hacía tiempo, y que había ido postergando se consumo un día y otro más, y envolviéndolos con un trapo de cocina se lo puso en el costado mientras se colocaba el pantalón del trabajo y hacía que se sujetase los guisantes con el cinto del mismo. Al llegar al trabajo, notó que los guisantes se habían descongelado y esa parte de la vestimenta, pantalón, camisa y chaqueta, estaba adornada con una horrorosa mancha de humedad. Para colmo ni el dolor en el costado ni la cojera habían pasado. Inició su ronda por la obra y vio a unos chiquillos que aerosol en mano, pintaban algunas de las casetas utilizadas para guardar herramientas. Les grito desde lejos, incapaz de acercarse con la suficiente rapidez. Cual fue la sorpresa de los jóvenes cuando vieron acercarse a ellos a un ser renqueante, con una mancha de humedad que le había recorrido toda la cintura y daba un aspecto bastante equívoco de su origen, porra en mano y gritándole no se entendía bien el qué. Salieron en estampida y dejaron a nuestro vigilante plantado en medio de la obra, dolorido, mojado e inútil como el profiláctico guardado en el bolsillo del pantalón que no llevamos en el día de la cita.

domingo, 26 de enero de 2014

¿ Té o café ?

Discutía con mi amigo Israel sobre la existencia o no del Yeti. El afirmaba que no y yo que sí, obvio este punto ya que sin la discrepancia no existiría la discusión. Llevábamos toda la tarde en casa, poniendo música en el tocadiscos y ocupados en solucionar los problemas del mundo. Habíamos tapizado el suelo con latas de cerveza y de restos de una comida picante que Israel había traído de un chino. La conversación fue decayendo en la medida que la tarde avanzaba y la cerveza se iba acabando, hasta el punto en que me encontraba hurgándome el ombligo y sacando pelusillas del mismo, cuando Israel, dio un golpe en la mesa al acordarse de una película en la que una súper-woman salvaba la humanidad de un terror que pretendía acabar con la vida en la Tierra. Le dije que eso era improbable y que creía más en el Yeti que en los súper héroes y en esa estábamos ahora. Las conversaciones, en ocasiones, toma derroteros extraños, complicadas veredas que nos llevan a posicionamientos de lo más inusuales. Israel afirmaba que un ser de esas características no podía vivir en condiciones tan extremas y yo gesticulaba y hablaba diciéndole que no hay espacio en este planeta donde no se pueda dar algún tipo de vida. Así fue transcurriendo todo, como una cinta de vídeo vieja, encasquillada en unas posiciones que no tenía más objetivo que el hecho de confrontar ideas. En un momento de pausa, Israel dijo de preparar un té. '¿Desde cuando tomas té?,¡¡ un buen café!! y no te andes con moderneces' le espeté. De repente el tema del Yeti quedó zanjado ante este otro problema de mayor calado. ¿Té o café?.

sábado, 25 de enero de 2014

En las duchas

La estufa calentaba el viejo cuarto de baño mientras la bañera se iba llenando. Yo comía una pieza de fruta mirando el chorro que caía de agua. Era hipnótico. Salía con ímpetu, se estrellaba contra la superficie líquida que ya existía y algunas gotas, aquellas que no se habían conmocionado con el golpe, saltaban y volvían a caer y parecían semillas. Como una siembra, se posaban en la superficie y desaparecían. La bañera ya estaba casi llena. Cerré el grifo, colgué la ropa limpia en la percha, dejé la ropa que llevaba puesta en el suelo y, por fin, me di el premio de un buen baño. En el trabajo siempre me recriminaban que no me duchase en los vestuarios, pero jamás me gustó aquellos espacios tan amplios, carentes de intimidad. Me recordaban demasiado a la mili y a las charlas doctrinales que nos daban el teniente de turno sobre valores como la patria, la bandera y demás símbolos que yo jamás llegué a entender. A falta de un auditorio adecuado en el cuartel, nos llevaban a las duchas. Movíamos los bancos alargados de la pared y los poníamos en paralelo para escuchar la cháchara del oficial que nos tocaba esa semana. Al acabar el mitin, volvíamos a colocar los bancos en su sitio y con una manguera limpiábamos el suelo, ensuciado con las botas llenas de polvo de haber desfilado todo el día. Es una época ya extinta, aquella, pero que guarda secuelas a modo de fobias como la mía. Salí de la bañera y me pavoneé un rato delante del espejo mientras me secaba. Me estaba vistiendo cuando me vino a la memoria el día que en el campo de instrucción vimos un alacrán. El cabo primero que mandaba el pelotón donde yo estaba le dio un pisotón. El bicho quedó enganchado en su bota, la misma que por la tarde, se paseaba entre las filas de bancos. La misma con la que el cabo primero nos pateaba para que atendiéramos las explicaciones del oficial.

viernes, 24 de enero de 2014

El fotógrafo de feria

El fotógrafo de feria tenía varios recortables en donde la gente asomaba la cabeza y el le sacaba una foto de extraterrestre, de jorobado. Toda la vida se había dedicado a ir de pueblo en pueblo, de feria en feria, haciendo fotos a quién quisiera de los más variados personajes que pudiera haber, pero eso era antes, cuando era joven y era capaz de imaginarse cualquier cosa graciosa, grotesca o famosa y recortarla a tamaño natural, dejando un hueco o un espacio para que allí pudiera sacar o reposar la cabeza y entre risas de los amigos o familiares, eso era lo que más le gustaba de su trabajo, sacarle una foto que seguramente, durante algún tiempo, enseñarían en reuniones familiares, luego la olvidarían, pero es que nos olvidamos de tantísimas cosas en la vida, pensaba Paco, nuestro fotógrafo. La edad le vencía, le temblaba el pulso cada vez más. 'Parezco de gelatina' comentaba un día, en un rato de descanso, a su amigo el de las nubes de golosina. Ambos habían coincidido en su primera feria hacía ya... mejor no recordarlo. Se ponían feos con las carantoñas que hacían para no llorar y les moqueaba la nariz. Un día, el de su cumpleaños, Pepe le regaló, como siempre, una gran nube de caramelo y cuando Paco le iba a sacar la foto, con la que celebraban ese día, Pepe le dijo que mejor probara con esta otra cámara. Envuelta en papel de colores y con un grandísimo lazo verde, Pepe le regalo una cámara digital. 'Tiene estabilizador de imagen' le dijo y además, con este portátil, que venía de regalo con la cámara, podrás retocar las fotos para que no se note los temblores. Paco calló, se hizo un silencio largo. Si el exceso de edad se pudiese eliminar, Paco, ahora, tendría 25 años. Los mismo que tenía cuando una madrugada de verano se unió a los feriantes que dejaban su pueblo, dormido después de las fiestas, e iniciaba esa nueva vida. Paco quiso decirle algo a Pepe, pero no podía vocalizar, una sucesión de estornudos le impedía hablar. Pepe le había puesto pimienta en la nube. Sabía que si hablaba, ambos acabarían llorando como chiquillos.

jueves, 23 de enero de 2014

Miguel el matón


Dejó los palillos chinos sobre el plato, con los restos del pato mandarín que se había comido, mientras le pedía al camarero un café para terminar la cena. Miguel era matón. No era la profesión con la que estaba dado de alta en la seguridad social, allí simplemente constaba como autónomo. Miguel no era matón por oficio, lo era por su gran afición a la novela negra, de la que era un devorador de historias insaciable. El día que decidió emular a alguno de sus personajes novelados se miró una revista de productos de venta por correo y se pidió un revolver de fogueo, a imitación de uno real sólo apreciable la diferencia por un especialista, decía la revista, o un niño, pensó Miguel cuando lo recibió. Para conseguirse unas esposas, Miguel recurrió al disfraz, entrando así de lleno, por primera vez, en su personaje, y fue a una tienda de productos eróticos. Junto con las esposas salió con un espectacular consolador que le podía hacer las funciones de porra. También llevaba una pomada lubricante que el vendedor de la tienda le había regalo mientras le deseaba un buen día, guiñándole el ojo. Miguel vivía, hacía ya unos meses, esa doble vida. De lunes a viernes y de nueve de la mañana a siete de la tarde, algunos día incluso más tarde, y también algunos sábados por la mañana, se dedicaba a su oficio de autónomo, el resto del tiempo se enfundaba en su disfraz y salía a la calle en plan perdonavidas. Eran dos vidas distintas que sólo tenían en común el piso donde vivía y donde hacía las transformaciones de uno a otro. Un poco estresado por estos continuos cambios en ocasiones se había dado el caso de amenazar a alguna víctima, con la que había quedado a través de una página web especializada en este tipo de juegos de rol, 'el cernícalo chiprés', habían intentado poner 'el halcón maltés', pero tenía copyright, pues eso, en sus estrés, en ocasiones quedaba, pero se olvidaba si era para hacerle un presupuesto o pegarle una paliza, así que no tenía otra que amenazar a la víctima llevando en una mano el tremendo consolador y en la otra la pluma estilográfica. Miguel no sabría decir cual de las dos cosas daba más miedo.

miércoles, 22 de enero de 2014

Trekking

Ella siempre había soñado con hacer un trekking por la zona del Himalaya y ver, aunque fuese recortado muy lejos en el horizonte, el Everest. Sentía fascinación por aquellas tierras cargadas de imágenes arrancadas de revistas de viajes y de documentales de la televisión. Por eso hoy se había decidido y había entrado en una agencia de viajes especializada en rutas de aventura y ahora, sentada en un banco de un parque, sus dedos temblaban de emoción cuando repasaba la información del viaje al que se había apuntado. Era feliz. Se tendría que pasar muchas horas caminando y tendría que aprender a ensillar a alguna bestia, tipo caballo o mula, para vencer distancias cuando estas fuesen excesivas para el andar de una persona. Dormir en tiendas de campaña a 3.000 o 4.000 metros de altura y rogar que el cansancio no fuese excesivo y le permitiera desvelarse y ver el cielo nocturno. Millones de estrellas ante sus ojos. Unas minúsculas gotas le recorrieron las mejillas. Unas lágrimas que se entremezclaron con el polen primaveral y cayeron al suelo en forma de lluvia de colores sobre una lagartija que cruzaba por ahí. Un mendigo dormía en el banco de al lado. Seguramente él también estaría soñando.

martes, 21 de enero de 2014

Jubilación

El día que Juan se jubilaba fue al trabajo vestido de frac. Toda una vida arreglando motores, escuchando el ronroneo de los vehículos al arrancar para así saber, de una forma casi milagrosa, que problema tenían. Su mono de mecánico hoy lo cambió por el traje que llevó el día de su boda. ¡¡Tanto años pasados!! y mírame aún me queda bien, se decía a su imagen reflejada en el espejo. Fue uno de los tantos que se exiliaron al acabar la guerra. Cruzaron el Atlántico con la esperanza de dejar atrás el horror. Allí se aficionó a los tangos arrabaleros, a ese cantar desgarrado, a ese bailar retador. Carlos Gardel sonaba hoy en su cabeza. 'Volver'. Esa canción le marco buena parte de su vida. Siempre estamos volviendo a algún sitio, decía. A aquel que conocemos, o a aquel que mil veces hemos soñado. Y con la vuelta de la democracia, Juan, volvió a su tierra. Atrás dejó muchos años en tierras argentinas. Se quedó su mujer, que unas malas fiebres se la llevaron. Se quedó su juventud. Una vida erosionada, desgastada, en ocasiones fea y triste. Pero no la cambiaba. Es mi cadena, no la que me ata, la que eslabón a eslabón me lleva desde mi nacimiento hasta el día que me muera. Invitó a sus compañeros de trabajo a tabaco y café y les cantó, por última vez, 'El día que me quiera'. Sintió que el corazón se le encogía, que se estaba torpedeando cuando unas lágrimas minúsculas, nucleares, recorrieron su mejilla.

La primera cita

David estaba muy nervioso y se había hecho una lista con las cosas que creía necesarias para que su primera cita fuese redonda. Lo primero que había en esa lista eran velas y flores, así que David bajó al todo a cien de la esquina de la calle en busca de velas. Compró de todos los colores y olores que vio y consiguió obtener, de regalo, un calendario del 2014 hecho sobre una especie de cañas enrolladas y una gran sonrisa de la china que le cobró tan ahumada compra. Luego fue a buscar las flores. Rosas, claveles, margaritas, hasta crisantemos llegó a comprar. David volvía a casa contento con la compra que había hecho y repasando lo siguiente que tenía que preparar. En una página de internet había leído que la música romántica era necesario en cualquier encuentro amoroso, pero David no disponía más que de una pequeña radio-transistor que la mayoría de las veces emitía más interferencias que notas musicales, así que cuando llegó a casa y dejó la compra sobre la mesa del comedor se dedicó a ir, transistor en mano, por toda la estancia buscando que lugar de ella le permitía recibir la emisión sin demasiadas interferencias. Para su desazón, el lugar resultó ser el cuarto de baño. David no había leído nada sobre la conveniencia o no de poner allí la música, pero tenía demasiadas cosas pendientes como para volver a buscar en internet algún consejo pertinente. También había leído, anteriormente, la idoneidad de acertar con el momento, así que basó el día de la cita, a falta de mejor ayuda, al pronóstico del horóscopo. 'Blablablá, blablá. Mejor día el martes. Mejor color el blanco. Mejor número el ocho'. Así que fue para el martes cuando la invitó. El blanco lo solucionó con una mantelería blanca que su madre le dio el día que se fue de casa. Y el número ocho... ese número de desconcertaba y a la vez le excitaba. En su lista también había anotado, consejo de su gurú de internet, que no hay mejor camino que la insinuación en lugar de la vía directa para conseguir un propósito amoroso. David ya hemos dicho que era novel en esto del amor así que no estaba muy puesto en el tema de la insinuaciones. Después de muchos titubeos creyó dar con la solución. Haría una barbacoa con unas grandes butifarras y conejo. David se felicitaba de lo brillante que había sido su idea. Obligatorio, le había dicho el maestro en el amor de internet, es una luz tenue que magnifique el fulgor del resplandor de las velas. Aflojó algunas bombillas y solucionó el tema no sin antes quemarse las yemas de los dedos. David tachaba las cosas de la lista según las iba haciendo y ya sólo le quedaba esperar el momento. Alrededor de la mesa esparció ambientador, aportación suya y no sacada de internet, y para matar el tiempo se fue al lavabo, donde el transistor atronaba el último éxito de Lady Gaga, a mirarse en el espejo y conseguir obtener alguna pose sexy con la que impresionar y conseguir que este amistoso encuentro, que ella esperaba, cogiese una vía más pasional.

lunes, 20 de enero de 2014

La playa

Era lunes por la mañana. Una fría mañana de enero. Un día en que las pistas de esquí andarían a reventar de gente, con colas kilométricas en telesillas y telearrastres, pero no es allí donde me tendríais que ir a buscar. Enfrente al mar paseaba. Un aire gélido encogía mi persona y hacía introducir, más si cabe, mis manos dentro de los bolsillos del abrigo. Un libro, Moby Dick, hacía equilibrios entre mi antebrazo y mi costado. La playa estaba desierta y una máquina de esas que limpian y aplanan la arena era su única ocupante. Ella, yo y las gaviotas. Pero las gaviotas no cuentan, están siempre allí. Gaviotas que caminaban detrás de la máquina a la espera de cualquier resto de bocadillo, o en su defecto, de cualquier otra cosa que se pudiera comer, saliese de entre las arenas y la máquina descuidase de recoger. Playa sucia de ciudad. Playa de consumo rápido, de aquellas que caminando del trabajo llegas en poco tiempo, o no es playa en la que fotografiarse sonriendo en vacaciones y comentando lo bonita que es y como merece la pena hacerse mil horas de viaje para estar en ella. Playa en donde pasear el perro, correr descalzo, jugar a pelota e irse a tomar una cerveza es tan habitual como el coger el metro, ir a comprar al supermercado y tomarse un café rápido en la pausa del trabajo. Cuentan que una vez allí había hasta barracas. Tal vez fuesen precursoras o embajadoras en el pasado de lo que ahora son espectaculares torres. Cuentan que un día, una máquina similar a la de hoy, pero con otro propósito, derribó las barracas, aduciendo que no era de recibo esas construcciones en una capital moderna. Pasó a mi lado una persona corriendo, o practicando atletismo, o haciendo footing, o, lo más de lo más, running. Y yo seguí caminando. Con mis manos en los bolsillos, con mi libro en equilibrio, con mis pájaros en la cabeza.

domingo, 19 de enero de 2014

El guardaespaldas

El guardaespaldas ajustaba los prismáticos con una mano mientras con la otra sujetaba el bocadillo de calamares que le habían preparado los de la organización. El día era caluroso y por más que había buscado en la bolsa de picnic no había encontrado ningún tipo de bebida con la que acompañar el bocadillo, así que daba vueltas en su posición, en lo alto de una colina, y refunfuñaba mientras iba dándole bocados al bocadillo y notando como se le hacía una bola inmensa en la boca. 'Si tuviese que salir corriendo ahora lo tendría complicado con la boca llena de comida' pensaba por pensar algo y olvidarse de la sed que tenía. Se inclino a la sombra de un árbol y escupió la bola, mezcla de calamares, pan y saliva. Miró el reloj y vio que aún le quedaba un buen rato para acabar su jornada, nunca antes de después de cenar. De cenar al que cuidaba, que a él, con suerte, le darían otro bocadillo y capaces son de hacerlo de sardinas sin descamar visto el éxito del primero. Graduó los prismáticos que se le había desenfocado con tanto movimiento y se entretuvo en reseguir los cables de una línea de alta tensión que zumbaban cerca de él. Fue apenas unos segundos. Unos gritos le hizo girar rápidamente la cabeza hacía donde provenía el tumulto. La estrella de rock, por la cual estaba haciendo el servicio, corría despavorida seguida por un oso. La gente de la organización ya huían en los coches y nuestro rockero hacía sus agudos más intensos mientras agitaba los brazos y trataba de subirse a un árbol. Los pelos se le enredaba entre las ramas, al igual que a un ciervo se le enredaría la ornamenta de sus cuernos, pensaba el guardaespaldas que tenía aficiones zoológicas. El animal dejó de sentir interés por el melenudo y se entretuvo en comerse las viandas que habían quedado esparcidas por el suelo en la huida de la comitiva. Por más que nuestro guardaespaldas quiso prestar atención a como se encontraba el rockero, sólo pudo fijarse en una botella de agua mineral que tintineaba en el suelo.

viernes, 17 de enero de 2014

Japonés

Era irracional y militante y no se podía discutir con él. Tenía una librería en la zona vieja de la ciudad y sus estantes daban hospedaje a todo tipo de literatura, pero donde volcaba su pasión era en la sección de autores japoneses. Libros, entre otros, de Haruki Murakami, Yasunari Kawabata, Ryūnosuke Akutagawa y de su favorito, Yukio Mishima, atiborraban esa parte de la librería. Su entusiasmo era tal, que cuando algún cliente entraba por su puerta él no dudaba en conducirlo a esa parte de la tienda siempre. Allí le empezaba a mostrar uno y otro y les hablaba de ellos con tal pasión que tartamudeaba de una manera muy graciosa. Graciosa si no fuera porque al comprobar que el cliente insistía en llevarse el último bestsellers que le había recomendado el diario y desatender sus consejos, Miguel, nuestro librero, dejaba de tartamudear, lanzaba un grito a uno de los chicos que tenía empleados y se alejaba del cliente murmurando 'no hay cura para la ignorancia'. Vivía en la misma librería, en la zona del altillo, y los domingos por la mañana se asomaba por un balconcito a la pequeña plaza en donde estaba su local, con el kimono puesto a modo de pijama, y gritaba 'ohayou gozaimasu' (buenos días en japonés) al tendero de la tienda de alimentos de enfrente suyo. Este movía la cabeza. Jamás se podría acostumbrar a las excentricidades del librero, pensaba, mientras ordenaba la fruta y trataba de acordarse de alguna frase en japonés que Miguel le había enseñado, para responderle a modo de saludo.

jueves, 16 de enero de 2014

La vida de un lagarto

Mi vida de lagarto se complicó bastante cuando en mi ruta habitual construyeron una autopista. Aquellas hierbas, hojas y piedras que pisaba de una manera rápida en mis continuos ir y venir se transformaron en una extensa llanura negra y mis pisadas en lentas y enganchosas debido al asfalto recalentado por el continuo circular de vehículos. Eso ya era malo de por si ya que ralentizaba mi marcha y añadía un plus de peligro a la hora de cruzarla, pero lo peor era cuando esperando en el borde de ella, lo que los humanos llaman arcén, me llovía objetos de lo más variado que salían disparados de las ventanas de los coches. Objetos tales como carteras, móviles, o más infantiles como cubos de playa o chupetes. Cualquier objeto que saliese de un vehículo a 120 kilómetros por hora se transformaba en mortal para mi pequeña persona. Un día ocurrió lo más insólito que he visto hasta ahora. Un coche paró justo donde estaba yo y vació las cenizas que contenía una urna. Una vez vacía, la dejó en el arcén y salió a todo correr. Me acerqué a esa urna que tenía forma de pequeña capilla y descubrí que era un lugar ideal para guarecerme mientras esperaba para poder cruzar en los días inclementes, le daba más prestancia que el bote de cacao que había utilizado hasta ahora. La urna, además, iba adornada con una escarapela, igual que aquellas que se ponen a los líderes de un país. Desconozco de quién podía haber sido esas cenizas, pero al revés que él, cuando yo muriese no me dejarían tirado en cualquier arcén, seguramente viajaría enganchado a la rueda de un coche y, ¿quién sabe?, tal vez acabase en alguna zona con altas montañas, lejos de esta fea autopista, puede que incluso a los pies de algún telesilla. Y si mi suerte es máxima, continuaría mi viaje enganchada en las botas de alguien y volaría por encima de los árboles. Creo que es una bonita forma de ver la muerte, mejor que la de aquel líder que sus cenizas se entremezclan con el hollín de los coches.

miércoles, 15 de enero de 2014

Depilación

El enfermo con pronóstico grave tenía hecha las ingles a la brasileña. Lejos de aquellas folclóricas expresiones como donde hay pelo hay alegría o el hombre como el oso, mientras más pelo más hermoso, el enfermo, que lo llamaré Batman para no dar su auténtica identidad, tenía todo el cuerpo depilado en su justa medida, dejando algo de pelo en algunas zonas para no dar una apariencia demasiado infantil. Yo una vez intenté afeitarme los pelos de la barriga, esta es una confesión que hago oculto en el anonimato de mi persona, me podéis llamar Spiderman. Lo único que fue fácil de todo aquel proceso fue el enjabonarme la barriga, todo lo demás fue una tortura. Con el contorno del ombligo parecía que me hacía el hara-kiri dada la forma en que cogía la cuchilla de afeitar. Lo peor fue cuando, ya cansado de estar de pie, se me ocurrió sentarme. La barriga cogió la forma acordeón y los numerosos pliegues hicieron que acabase con un diseño bastante afro. Quedé muy harto y al final la mejor solución fue dejar de ir a la playa una temporada larga mientras esperaba que todo aquel destrozo se uniformara. Fue por aquella época cuando me aficioné a los mercadillos de segunda mano y de coleccionista. Iba a la búsqueda de la cosa más exótica que hubiera allí y la encontré, una colección de cromos de los diputados del 82, aquella que ganó Felipe González. Con una tuerca, a falta de tornillo, enganché el álbum a la pared de la cocina y así, mientras por la mañana me tomaba mi tazón de leche, repasaba tan soberbia plantilla, ¡¡lo buenos que eran driblando en el juego y lanzando balones fuera!!. Un día se desenroscó la tuerca y calló al suelo como desarmado, todo él despanzurrado y mezclando los jugadores de los diversos partidos. Era incapaz de adivinar adonde iba cada cual y con una moneda de dolar, que también me compré en uno de esos mercadillos, dejé que fuesen los yanquis quienes los fuese colocando. Día dos de Noche Vieja.

martes, 14 de enero de 2014

El marido

Pacientemente velaba el marido a su mujer. La cama en la que compartieron, durante tantos años, abrazos y caricias, ahora era cama de hospital y los libros, anillos, collares que reposaban en la mesita de noche se habían trastocado en frascos de medicina y cajas de pastillas. El destilar de las horas, antes convividas, ahora vividas en la soledad de quién guarda, de quién vigila. Ancha se hacía la noche, interminable, escenario de pesadillas que surgía en las largas vigías pasadas en vela, aguardando el no saber qué, si la solución milagrosa, o, tal vez al revés, el desenlace fatal. Noches en que enjugaba sudores y repasaba las pilas de su linterna que utilizaba para no tener que encender la luz de la habitación. Noches donde su imaginación no tenía más camino que el presente angustiante en que vivía. Como en un campamento, cuando niño, aterrado por las historias fantasmales contadas alrededor del fuego, él echaba palitos, en forma de caricias y cuidados, a la fogata para que no se apagara. Asustado ante la posibilidad de la oscuridad total de la soledad o de la muerte.

lunes, 13 de enero de 2014

La viuda Aitana Sánchez

Cuando la viuda Aitana Sánchez salió de la farmacia con el Predicto ya sabía de antemano que estaba embarazada. Es por eso que al llegar a su domicilio no fue al lavabo a comprobarlo. Lo dejó en la entrada de la cocina, junto con el cesto de la compra donde había una hermosa calabaza y un puñado de peces que el pescador Juan Mata le había regalado como casi todos los días. Se quitó su sortija de cuando se casó y preparó el molde para hacer un pastel con la calabaza y los pescados. Sin hacer mucho alarde de ello, ni exhibicionismo, lo cierto es que era una buena cocinera y sabía hacer combinaciones de sabores con mucho acierto. Su domicilio era una casita sencilla al lado de la costa. El rumor de las olas eran versos para sus oídos y el aroma que escapaba de su ventana, orientada al mar, era un reclamo infalible para cualquiera que pasará por allí. Su perro 'Colmillos' descansaba a la entrada de la cocina, levantando la vista cada vez que ella se movía de un lado para otro, sabedor de que en algunos de esos movimientos alguna vianda caería para sus fauces, siempre hambrientas de las golosinas que le pudiera caer del cielo. La mesa de la viuda Aitana Sánchez siempre estaba preparada para recibir a quién quisiera y siempre había alguien que se apuntaba a comer. Cuando ese día llegó Juan Mata a la hora de la comida, Aitana lo recibió con una gran sonrisa y le dio la gran noticia. Le enseñó el Predicto y Juan, emocionado, lloró. Aitana Sánchez nunca había estado casada, nunca tuvo hijos y con 75 años no podía quedarse embarazada, pero ella soñaba con que algún día podría ser.

domingo, 12 de enero de 2014

Rompiendo el himen

Hacía un tiempo que se conocían y hoy, tras cenar en un japonés y mientras le llevaba a casa en su vehículo, en un semáforo en rojo, en el momento en que trasteaba con el equipo de música del coche, que debido a un problema con la antena sólo pillaba la OM y Radio Tele-Taxi en la FM, le acerco sus labios y lo besó. Fue un beso tímido, rápido, casi de decoración. Fue juntar los labios y, buscando en efecto sorpresa, robarle el beso. El semáforo se puso en verde, pero, debido a la impresión que había recibido, él fue incapaz de arrancar el vehículo y allí se quedaron, en medio de la avenida, los coches pitándoles y ellos mirando al frente, incapaces de decirse nada. Unos peatones los miraban desde la acera por si necesitaban auxilio, por si urgiese algo en que ellos pudiesen ayudar, pero la quietud que se vislumbraba en el interior del vehículo les hacia pensar que nada grave pasaba. Por fin el coche se movió, se incorporó a la circulación y se dejó llevar como un iceberg lo hace en las corrientes marinas. Al cabo de un tiempo, no sabrían decir cuanto, pararon y se bajaron del coche. La Luna parecía una inmensa torta recién sacada de la tostadora. Una torta con un brillante tono amarillento que le daba las luces de la ciudad. Una ciudad que descansaba, dormía. Y ellos dos rompiendo el himen imaginario que les daba paso a una nueva relación.

sábado, 11 de enero de 2014

Entre España y el Everest

Entre España y el Everest, prefiero el Everest. Soy así, siempre baso mis decisiones comparándolas con cosas que nada tienen que ver. Es reminiscencia de mi infancia cuando en las meriendas, en casa de mis abuelos, siempre me hacían la pregunta de ¿a quién quieres más, al papa o a la mama? Y yo miraba con ojos de socorro a mis padres. Quería a los dos por igual y me traumatizaba la idea de que no tuviera que ser así y cuando por las noches me iba a la cama, soñaba que me caía a un río lleno de pirañas y tenía que pedir ayuda a uno de los dos. Es por eso que ahora, de grande, me ideé esa estrategia. La vida es un trazo largo, que parece que nos aleja de las cosas vividas, pero en realidad es un círculo; como un LP o como un compact-disc para los más jóvenes. Cuando hemos escuchado todas las canciones, siempre vuelve a la primera. O como las uvas en Nochevieja, las preparo con la intención de pedir un deseo en cada una de ellas y al final de las campanas siempre hay una en el plato. Lo malo es que desconozco cual deseo estaba relacionado con ella y me vuelve la inquietud y mis sueños con pirañas. Así soy yo, incapaz de decidir y siempre con un buen motivo para no afrontar los cambios. Soy una especie de bulto o el tirador de un cajón falso, tras una bonita presencia no pidas contenidos, o ¿te parece mal ejemplo esto que te he contado?.

jueves, 9 de enero de 2014

Independencia

Joan miraba, jugueteando con su llavero, el desfile militar como cada año, sólo que este año los soldados en lugar de llevar las tradicionales boinas caquis, sus cabezas iban cubiertas con barretinas y los cetmes se habían cambiado por unos amenazadores trabucos, una especie de escopetas antiguas con boca abierta y que no hacía falta mucha puntería para dar en el blanco. Era uno de los efectos de la nueva independencia que gozábamos en estas tierras. Las marchas militares que solían acompañar el desfile también se había cambiado por adaptaciones sinfónicas de sardanas. Joan no creía que fuese eso por lo que votó sí a la independencia. Joan había trabajado en una empresa, en la parte de mantenimiento, como un reputado carpintero, pero la crisis y el cierre de empresas le había llevado al paro como a otros cientos de miles, millones de la antigua unidad, y había creído que era mejor iniciar el camino por separado y tratar de encontrar remedios alejados de la meseta, el problema de Joan y de otros tantos millones de personas es que la meseta no pintaba nada en toda esta situación y los problemas venían, más bien, de los antiguos enemigos de Flandes. Por la televisión seguía el desfile, ahora aparecían una compañía de esquiadores de Lleida con su mascota, un caracol, a similitud de la legión española y su cabra. Joan creía que los caracoles estaban buenos condimentados con algo de tomate, cebolla, una punta de guindillas y un manojito de yerbabuena, pero lo veía poco apropiado como mascota. Joan estaba bastante desconcertado con estos avances de la nueva nación y decidió tomarse la temperatura no fuera a ser que desvariase y tuviese un problema de salud.

miércoles, 8 de enero de 2014

En la televisión

En la televisión, que funciona con una tarjeta de prepago, del hospital, el público del plató aplaudía con frenesí un reportaje sobre la ONU en el que hablaba de las guerras en el mundo. La duda que me creaba era si aplaudían por la crítica que hacía la ONU a esas guerras o por las guerras en si. En este pequeño espacio, apenas un área de 20 metros cuadrados compartidos con otro enfermo, el aire viciado me hacía plantearme cosas extrañas. Decidí hacer fingir que dormía, tal vez así engañase al mismo sueño y pudiese alejarme por sendas oníricas de esta realidad plagada de esperpentos. Manejé el mando de la cama y la puse en posición horizontal y cual cowboy que ensilla su caballo y monta en él, recoloqué mi cuerpo igual que él recoloca su culo en la dura silla. Poco a poco me fui internando en paisajes oníricos y en un momento me vi en un huerto con verduras de cartón, hablando a una cámara de la necesidad de potenciar el cultivo ecológico para evitar el aumento de nuevas enfermedades.