Memorias de un desconcierto
jueves, 16 de enero de 2014
La vida de un lagarto
Mi vida de lagarto se complicó bastante cuando en mi ruta habitual construyeron una autopista. Aquellas hierbas, hojas y piedras que pisaba de una manera rápida en mis continuos ir y venir se transformaron en una extensa llanura negra y mis pisadas en lentas y enganchosas debido al asfalto recalentado por el continuo circular de vehículos. Eso ya era malo de por si ya que ralentizaba mi marcha y añadía un plus de peligro a la hora de cruzarla, pero lo peor era cuando esperando en el borde de ella, lo que los humanos llaman arcén, me llovía objetos de lo más variado que salían disparados de las ventanas de los coches. Objetos tales como carteras, móviles, o más infantiles como cubos de playa o chupetes. Cualquier objeto que saliese de un vehículo a 120 kilómetros por hora se transformaba en mortal para mi pequeña persona. Un día ocurrió lo más insólito que he visto hasta ahora. Un coche paró justo donde estaba yo y vació las cenizas que contenía una urna. Una vez vacía, la dejó en el arcén y salió a todo correr. Me acerqué a esa urna que tenía forma de pequeña capilla y descubrí que era un lugar ideal para guarecerme mientras esperaba para poder cruzar en los días inclementes, le daba más prestancia que el bote de cacao que había utilizado hasta ahora. La urna, además, iba adornada con una escarapela, igual que aquellas que se ponen a los líderes de un país. Desconozco de quién podía haber sido esas cenizas, pero al revés que él, cuando yo muriese no me dejarían tirado en cualquier arcén, seguramente viajaría enganchado a la rueda de un coche y, ¿quién sabe?, tal vez acabase en alguna zona con altas montañas, lejos de esta fea autopista, puede que incluso a los pies de algún telesilla. Y si mi suerte es máxima, continuaría mi viaje enganchada en las botas de alguien y volaría por encima de los árboles. Creo que es una bonita forma de ver la muerte, mejor que la de aquel líder que sus cenizas se entremezclan con el hollín de los coches.
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