Memorias de un desconcierto
jueves, 30 de enero de 2014
El casino
Caminaba siempre con unas monedas en los bolsillos. No sabía salir de casa sin algo suelto, por si hay algún imprevistos, decía. Y así, mientras iba paseando, sus manos se entretenían, dentro de los bolsillos del pantalón, jugueteando con esas monedas. 'Con el dinero no se juega' le decía su madre cuando él era pequeño, y en esa frase su madre unía dos verdades, lo difícil que es ganar el dinero para luego juguetear con él y que no sabía por que manos habían pasado, anteriormente, esas monedas y no podía ni imaginarse la de microbios que podían tener. Es por ese segundo motivo que siempre sumergía las monedas en agua y jabón y les daba un buen baño antes de aposentarlas en el pote donde las guardaba y del cual cogía siempre un puñado al salir. Le gustaba ir elegante y se ponía hasta un alfiler de corbata y si el molinillo de viento de la ventana, que le había dejado su nieto una tarde de juegos, no hacía girar sus aspas también incluía un sombrero. Paseaba por el paseo del pueblo que le llamaban la Carrera, nombre antiguo que venía de cuando por allí pasaban las carretas que iban a los campos de labranza al trote a primera hora de la mañana, y con un caminar más reposado al atardecer, cuando regresaban cargadas de las cosechas y de las siembras de esos campos que rodeaban el pueblo. Un paseo donde unos megáfonos puesto por el ayuntamiento obsequiaban con música y noticias locales a los paseantes, que reunidos en corrillos o sentados en los bancos comentaban, dando paso a especulaciones y chafarderismos propios de los pueblos. El paseo acababa en una amplia rotonda, mirador del lugar. Rotonda desde donde se divisaba una amplísima extensión de zonas cultivadas y de lomas bajas. No tenían mar pero esa vista ondulante la suplía perfectamente. Casi siempre, a la vuelta de su paseo, cuando ya los años le pesaban y el cansancio empezaba a aparecer, se sentaba en la terraza del casino. El casino era un edificio viejo y destartalado, con grietas en algunas de sus paredes y que había vivido épocas mejores, aquellas en las que los señoritos del pueblo lo decidieron construir para tener un sitio propio y para distinguirlo de las tabernas populares llenarlo de adornos y ostentación. Él era un niño, por aquel entonces, cuando se construyó, y recordaba como le gustaba jugar cerca de la obra, con sus amigos, dando saltos como canguros, o gritando como bandoleros, o disparando como guardias. Y recuerda las quejas de los obreros de la obra, que les decía que no era lugar para jugar, que era peligroso, incapaces de darse cuenta de que la palabra peligro añadía un plus de emoción a nuestros juegos lo que hacia que en lugar de alejarnos de allí, nos alborotásemos más. La inauguración fue todo un acontecimiento y todos nos pusimos las mejores ropas que teníamos. Todo el pueblo nos concentramos a su alrededor y nos pusimos a vitorear el paso de don Benito, o de don Anselmo, los ricos más ricos de todos los alrededores. Alguno abucheaba, pero enseguida se escondía entre la multitud para que no fuese visto por el señor párroco Clementino, que tenía la misión de bendecir el lugar y mandar a los infiernos a los díscolos. Los años pasaron y don Benito y don Anselmo murieron, igual que murió mi madre, Vicenta, o Paquilla que siempre nos daba un caramelo gigante y que nos duraba toda la tarde. Murió aquella época y el casino, ahora, se utiliza para jugar al bingo los sábados por la tarde, o para ver una película los domingos. También se utiliza para tomar algún refresco mirando a la gente pasar y al irse, no olvidar nunca de dejar algunas monedas de propina.
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