Memorias de un desconcierto
lunes, 20 de enero de 2014
La playa
Era lunes por la mañana. Una fría mañana de enero. Un día en que las pistas de esquí andarían a reventar de gente, con colas kilométricas en telesillas y telearrastres, pero no es allí donde me tendríais que ir a buscar. Enfrente al mar paseaba. Un aire gélido encogía mi persona y hacía introducir, más si cabe, mis manos dentro de los bolsillos del abrigo. Un libro, Moby Dick, hacía equilibrios entre mi antebrazo y mi costado. La playa estaba desierta y una máquina de esas que limpian y aplanan la arena era su única ocupante. Ella, yo y las gaviotas. Pero las gaviotas no cuentan, están siempre allí. Gaviotas que caminaban detrás de la máquina a la espera de cualquier resto de bocadillo, o en su defecto, de cualquier otra cosa que se pudiera comer, saliese de entre las arenas y la máquina descuidase de recoger. Playa sucia de ciudad. Playa de consumo rápido, de aquellas que caminando del trabajo llegas en poco tiempo, o no es playa en la que fotografiarse sonriendo en vacaciones y comentando lo bonita que es y como merece la pena hacerse mil horas de viaje para estar en ella. Playa en donde pasear el perro, correr descalzo, jugar a pelota e irse a tomar una cerveza es tan habitual como el coger el metro, ir a comprar al supermercado y tomarse un café rápido en la pausa del trabajo. Cuentan que una vez allí había hasta barracas. Tal vez fuesen precursoras o embajadoras en el pasado de lo que ahora son espectaculares torres. Cuentan que un día, una máquina similar a la de hoy, pero con otro propósito, derribó las barracas, aduciendo que no era de recibo esas construcciones en una capital moderna. Pasó a mi lado una persona corriendo, o practicando atletismo, o haciendo footing, o, lo más de lo más, running. Y yo seguí caminando. Con mis manos en los bolsillos, con mi libro en equilibrio, con mis pájaros en la cabeza.
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