Sus zapatos resonaban como si fueran una percusión tocada rítmica y cadenciosamente por las estrechas callejas del viejo municipio. Zona alejada de cualquier guía turística y anclada a un lejano pasado. Todo quieto, todo estático hasta que un día ella se fue allí a vivir. Entonces, hasta el viento cambio de bando y ya no venía del frío norte y giró trayéndonos unos cálidos aromas del sur. Y un sol, perezoso en los cortos días de invierno, encontró nuevos motivos para atravesar las nubes, espesas y estáticas, que nos acompañaban día sí y día también.
Laberíntico dibujo calles, propio de quienes quieren ocultarse y no ser vistos, pero en donde los rayos de sol sabían hallar esquinas y trazados por donde aparecer y acompañar el paso sin prisa, el paso de quién la vida ya no puede darle más y se mueve despacio, sabedora de que es en esos instantes donde aún podrá hallar sonrisas para vivir.
Los juegos infantiles apenas se daban por esos tortuosos pasadizos y callejones. Sólo en la diminuta plaza, enmarcada por la vieja iglesia y el destartalado ayuntamiento, se oían y veían a los niños gritar, correr. Roces de pantalones, vuelos de faldas, joyas de risas. Y era allí donde ella solía parar. Dejar a un lado su cesto de mimbre, sentarse en un apartado banco y, simplemente, mirar. Sin hablar. Sin que nadie del pueblo se atreviese a acercarse, sin que nadie dejase de mirarla. Sólo los niños, ajenos a ella, rozaban con sus carreras el aire que le envolvía y agitaban sus cabellos y ondulaban los pliegues de sus vestidos. Y era entonces, como si de una obra de magia se tratase, que los duros aldeanos, las hacendosas amas de casa, los ancianos encorvados, las viejas mojigatas, se miraban entre si, con esa mirada de quién se pregunta en que momento sus vidas se hicieron tan grises.
Y entonces las afónicas campanas de la iglesia tocaban. Las doce del mediodía. Ella se levantaba, hacía una pequeña inclinación con la cabeza hacía todos y hacía nadie en particular. Cogía su cesto del suelo y acompañada por un sol que no podía dejar de seguirla, doblaba una esquina y perdíamos esa visión que, seguramente con el tiempo, alguien la adornará con detalles inventados o agigantados y será leyenda.
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