La lista de las cosas que necesitaba incluía comprar una pomada para las quemaduras. Quemaduras que remolcaba mi cuerpo desde hacía unos días, exactamente desde cuando cansado del invierno, un día de sol, me despeloté en el balcón de casa y me quede extasiado, disfrutando de los cálidos rayos. Competí con las lagartijas, con el perro del vecino que me miraba y con un grupo de palomas que se arrullaban enfervorecidas por la pasión. Matemáticamente hablando no debería de haberme quedado tanto rato, más cuando uno es de piel blanca y delicada, pero las razones y los buenos consejos no sirven cuando uno lloraba al ver tantos días grises y pensaba que el invierno se alargaba más de la cuenta sólo por joderme y es que mi coco es bastante limitado y seguramente muy egoísta. Yo soy egoísta, no ocultaré ese defecto, y era incapaz de darme cuenta de que los ciclos son eso, ciclos, y que sin frío, el calor no tiene sentido.
El caso es que pillé una buena insolación. Al principio, coco limitado ya os lo he dicho, me pensé que había pillado una especie de resfriado, por lo temblores digo. Incluso me miré en el espejo las amígdalas por si las tenía inflamadas. No se porque lo hice. Tengo unas amígdalas como balones de basquet y en su estado normal ya son mucho más grandes que la del resto de las personas que conozco. Y así estaba, con la boca abierta delante del espejo y haciendo todo tipo de giros con la cabeza para poder apreciar mejor el fondo de mi garganta cuando una mosca tempranera se me introdujo dentro. Entre toses y arcadas la saqué y en la loza del lavabo se quedó el pobre bicho todo enganchoso por la saliva en que iba envuelto.
Ninguno de los dos estábamos en nuestro mejor momento. Yo con un resfriado que era insolación y la mosca medio ahogada.
La recogí con un trozo de papel del váter y la saqué al balcón. No se si me conducía una intención sádica y quería que ella también pillará una insolación o un remoto resto de humanidad y depositarla entre alguna de las hojas de las plantas que malvivían en ese espacio para que se secara y pudiese volver a volar. No pude optar. Fue salir al exterior y notar que los temblores aumentaban de intensidad y con las vibraciones, lo cierto es que la mosca cayó y ya no pude ver nada más de ella. No se si voló o se espachurró en el suelo, aunque siempre he pensado que las moscas, al igual que las hormigas, nunca pueden morir de esa manera, lo que a mi entender, y vuelvo a lo del coco, les da una especie de superpoderes.
Pero no quiero divagar por este tema y vuelvo a mi insolación que creía que era resfriado.
Algo enojado por el incidente, lo que me hace decantar por la intención sádica que tenía hacia la mosca, volví al lavabo y rebusqué entre lociones, peines y pelos sueltos, un paracetamol. Hasta hace poco pensaba que se llamaba gelocatil. Lo encontré y me lo tragué. No era intención mía suplir a la mosca, aunque es cierto que no pude dejar de pensar en ella mientras hacia el consabido movimiento con la garganta. Recordé a Serrat y cuando iba a verlo a los conciertos de barrio, cuando todavía no hacía macrogiras y te lo podías encontrar cantando en las fiestas de Mataro, en el campo de fútbol, el mismo que por la mañana había servido para hacer el tradicional partido de solteros contra casados, al mediodía la paellada popular, por la tarde la chocolatada y a la noche el concierto de fiesta mayor, en este caso Serrat y su inimitable movimiento de garganta cuando cantaba.
Yo no cantaba, sólo tragaba, pero me gustaba verme así, no en vano durante muchos años fui fervoroso seguidor de Serrat, siempre después de Llach, aunque en un segundo puesto muy disputado.
Y aquí se acaba la hoja del procesador, así que te ahorro los suplicios que sufrí por la noche hasta que por fin relacioné el mal que tenía con la insolación, más que nada porque también me salieron unas espectaculares ampollas. Y aquí, en la farmacia, busco una pomada.
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