El autobús se detuvo delante del templo de la Sagrada Familia. 'Debe de ser cosa de la batería, que se le ha acabado y por eso no puedo continuar', dijo el conductor a la pregunta de un pasajero de porque se detenía allí, lugar inusual y donde no tenía parada. La gran mayoría del pasaje nos quedamos sin saber muy bien que hacer y mirábamos las riadas de turistas que rodeaban el vehículo y que en cualquier momento lo sumergirían en un mar de flashes, mapas y olor de protector solar.
Era como una visión apocalíptica, parecida a aquella que se narra sobre la torre de Babel. Decenas de idiomas nos conducían a la confusión y al caos, y la fachada del Nacimiento, con sus piedras ennegrecidas por el paso de los años, y con sus altas torres que la enmarcaban y que daban el aspecto, realmente, de querer llegar al cielo.
El conductor nos dijo que podíamos esperar en el vehículo o que si nos apetecía podíamos bajar y estirar las piernas, que el autobús que tenía que venir a sustituirlo aún tardaría un poco.
Pocos fueron los que se decidieron a salir y como en un capítulo de 'Walking Dead', enseguida fueron engullidos por una multitud, no de zombis, pero si de turistas en bermudas, gorras, gafas de sol y sandalias que caminaban con la mirada alzada, el cuello dislocado y las manos elevadas señalando puntos indeterminados del horizonte que era la fachada del templo. Algunos de los que bajaron quisieron volver pero una riada conducida por un ser que marcaba el camino con un paraguas, los arrastraron y sólo pudimos ver, en una visión póstuma, como se perdían en medio de ese gentío que entraba en el parque con la intención de tener mejor vista.
Los que quedábamos en el autobús nos agolpamos en los asientos traseros, mirando por el gran ventanal del fondo del autobús a ver si aparecía el vehículo sustitutorio salvador.
Fue en ese momento cuando una de las grúas que cargan materiales al templo empezó a moverse. Alguien dio la voz de alarma. Alguien con la mirada desencajada ante la visión que tenía, que no era otra que ver como ese armatoste , de miles de metros de altura, o eso nos parecía a nosotros, se quedaba quieto encima de nuestra vertical con una imponente carga de piedras.
Un sudor frío, un atisbo de locura, una visión a nuestros miedos más profundos. Nos agarramos unos a otros. Manos frías, boca temblorosa. No teníamos más alternativas que morir chafados o engullidos por esos turistas que parecían, ahora sí, zombis.
Nos abrazábamos y nos decíamos palabras de despedida. No nos conocíamos pero una poderosa hermandad se había establecido entre nosotros y...
'Señores ya ha llegado el autobús, pueden cambiarse y continuar su viaje'. Así fue como el conductor corto toda mi historia peliculera en esa anodina tarde de primavera.
Bajamos tranquilamente a la calle y nos abrimos pasos entre el gentío que visitaban el templo. Subimos al autobús de sustitución pero antes de terminar de entrar a él, una mano pringada de restos de pizza y helado surgió de algún punto indeterminado haciéndome dar un respingo.
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