La flor que hay en su balcón es de plástico. No necesita regarla y siempre luce nueva. La única atención que le pide es limpiarle el polvo que se acumula a lo largo de los días. Cuando una nube se posa confundida sobre la flor y llueve sobre ella, su flor de plástico se hace más bella si cabe. Las gotas se deslizan sobre sus falsos pétalos y se lleva motas de polvo dejando, en su lugar, un reguero de caminos. Minúsculos senderos entrecruzados entre si, sin origen necesario, sin destino que los justifiquen. Es un simple producto del azar.
La flor que hay en su balcón la recogió un día que vagabundeaba por el cementerio. Yacía, créeme, marchita, al lado de un container de basura. La recogió distraído, sin supervisar aquello que sus manos hacía. Fue al salir cuando se vio acompañado de ella, cuando notó que sus manos jugueteaban con el tallo duro, que sus dedos se posaban sobre las láminas de plástico que daban forman a los pétalos. Con un gesto que denotaba resignación y aceptación la hizo suya y caminó de vuelta a casa con esa flor que antaño fue una señal de recuerdo de alguien para alguien.
La dejó sobre la pica de fregar cuando llegó a casa. Abrió el grifo y un torrente de agua calló sobre ella. Si quisiéramos fantasear, diríamos que se vio sorprendida y con un movimiento brusco se apartó del chorro de agua. Sólo si quisiéramos fantasear.
Hoy luce en su balcón y ya no engañan a las abejas.
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