En el viejo faro , al lado de sus desconchados muros, tuvo lugar esta pequeña historia. Como único rastro de ella sólo quedó una botella de vino descorchada.
Se cuenta que una noche de Luna clara, poco antes de romper el amanecer según el campanario del pueblo, por el antiguo camino que iba al faro, una pareja caminaba e iban declarándose su amor. Cuentan, aquellos que sin verlo se lo imaginan todo, que el farero oteaba, desde lo alto de su puesto, el mar, que era espejo, que parecía plata y las risas de los enamorados le hizo descuidar su oficio de vigía para adaptar aquel que en ocasiones podemos confundir con espía, en realidad era simple curiosidad.
Las risas se acercaban, aumentando su proximidad en el silencio de la noche. Apenas el lejano murmullo del mar amortiguaban las risas. La lechuza que vivía en la vieja casa, antigua vivienda, y que dejó de ser útil un día que una terrible tormenta la dejó apenas sin tejado, aguardaba paciente a que ese alboroto pasará para hacer lo que toca, cazar ratones, que ahora, asustados por el inusual escándalo, esto es exageración del narrador, apenas eran risas sofocadas por besos que se daban, aguardaban escondidos en sus profundas ratoneras.
El agrietado muro apenas delimitaba el terreno. Sus piedras caídas parecían invitar a cualquiera a saltarlo utilizándolas como salva obstáculos. La pareja lo cruzó y continuaron el camino hasta el borde mismo del acantilado.
La vista era soberbia. Una Luna quieta en el horizonte y otra, la luz del faro, que se movía y desaparecía, y volvía a aparecer y corría. El mar parecía que guiñaba mil ojos, como mostrándose cómplice en este juego del amor.
Dicen, aquellos que siempre han de encontrar un porque a las cosas, que el farero ajustó sus prismáticos y enfocó a la pareja. Yo no creo que tal cosa pasara. El farero, acostumbrado a la soledad de las noches en vigía, seguramente se iría a otro lado de su atalaya escandalizado por la inesperada presencia. Pero lo cierto es que pasó algo inusual y que el farero no pudo anticipar.
Cuentan, aquellos que se dedican a inventar historias, que una ola gigantesca se alzó de repente y que el vigía no dio la voz de alarma, yo pienso que es que no la vio.
Una ola como una montaña. Una ola que tenía la intención de escalar el alto acantilado. La pareja si que la vio, aseguran las viejas del lugar, pero en ese momento estaban abriendo una botella de vino con el que brindar por su nuevo amor y no repararon en la violencia que se les avecinaba. La ola alcanzó la cima del precipicio y al volver al mar se llevó, con ella, a la pareja de enamorados.
Seguramente, si dejamos pasar el tiempo suficiente, esta historia, que se convertirá en leyenda, dirá que la pareja iba a ser arrastrada al fondo del océano, pero que el farero, alertado por los gritos, no de amor, les enfocó con la luz del faro y que esa estela luminosa sirvió a la pareja para encontrar el camino de su salvación y se transformaron en el lucero del alba. Venus para los menos románticos, pero no hay que olvidar que Venus es el símbolo del amor.
Yo no creo en tal historia. En la taberna del pueblo los efluvios del alcohol hacen desatar las lenguas y es costumbre adornar los tragos que historias, pero mi botella de vino, apenas vaciada, destellaba de una manera especial.
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