Llueve como siempre lo ha hecho en esta ciudad. Una ciudad de humedades, llena de charcos, de canalillos chorreantes, de paraguas y chubasqueros. Una ciudad de domingos pasados por agua, perezosos, donde el humeante humo del café recién hecho se adhiere a los cristales formando gotas. 'Es como si quisieran añadirse a las de fuera, o como si una pequeña porción de esa lluvia hubiese entrado en la cocina'. Era Juan quién pensaba así. Los domingos eran días mansos, de esos que se viven sin reloj. Leer el diario mientras se tomaba su café, mirar la ventana, ver la calle apenas transitada y al caer la tarde leer cualquier libro que tuviese a mano. No así hoy. El chico que le traía el periódico los domingos estaba griposo y no le había podido hacer el encargo. Juan tuvo que equiparse para salir él a buscarlo al quiosco de la avenida. Se calzó sus botas de agua, se puso el impermeable y cogió un paraguas. El quiosco apenas estaba a cinco minutos andando del bloque donde vivía Juan pero él no recordar cuanto tiempo hacía que no iba allí, o sí que lo recordaba pero no quería. Allí estaría María, casi igual que la última vez que la vio. Casi igual que esta lluvia eterna. Esperando su vuelta como sin ganas pero con una infinita paciencia.
Juan se acercó al quiosco con lento caminar, como quién no estando seguro de adonde va, arrastra los pies con la esperanza de que en algún momento sus dudas desaparecerán por el desespero del pausado caminar o tal vez ahogadas en los charcos que jalonan la calle. María lo ve venir. Difuminado por la lluvia, enfundado en su impermeable, camuflado tras el paraguas, lo reconoce igualmente. Juan no la ve, ocupada su vista en esquivar charcos, unos de verdad, otros surgidos de los barrizales de su vida. No se atreve a alzar la vista y mirar el horizonte, tan cercano y tan inaccesible, eso cree, como todos los horizontes.
La lluvia parece que arrecia o son las ganas que tiene de esconderse aún más debajo del paraguas. Los pies mojados, las botas inundadas. 'No es día de salir a la calle', piensa a modo de excusa, con la intención de girarse y volverse a casa, pero se ha pasado la vida huyendo antes que enfrentarse a los hechos, pergeñando excusas. 'Un día tenía que pasar'.
Llega al quiosco cruzando un telón de agua. Aparece en escena como si fuese un Robinson Crusoe naufragado, chorreando agua, con la vista aún confusa por el esfuerzo de evitar que le entrasen gotas en los ojos, con el cuerpo pesado, con el futuro incierto. No ignora el leve consuelo de sentirse escasamente protegido por el toldo del quiosco. Toldo que ya anegado de agua, deja pasar gotas, para hacer, tal vez, que el transito de la lluvia al refugio sea pausado y no brusco, para, tal vez, permitirle entretenerse en menesteres como quitarse la capucha o no. Cosas nimias pero que le ayudan a no tener que enfrentarse a la realidad, pequeñas estrategias de jugador de ajedrez que mueve un peón ante la incapacidad de saber que jugada hacer.
María no dice nada, sólo lo mira. Él nota esa mirada, su cuerpo se lo dice en forma de escalofríos, en forma de un corazón desatado. Por fin enfrenta su mirada con la de ella.
Ha pasado tanto tiempo, pero ella está igual. Igual que aquella tarde en que él, embriagado por los sentimientos, movido por una pasión que desconocía capaz de sentir, le entregó, junto con el importe de la compra que había hecho, una breve nota en donde le declaraba su amor. Creyó morirse y se volvió a todo correr sin esperar la vuelta, sin saber si ella la estaba leyendo o no, sin darse cuenta que ella la guardaba en el bolsillo, sin comprender que pudiera ser correspondido, sin entender que la mirada de ella le gritaba que volviera.
Y allí estaba ella, rebuscando en su bata, entre monedas para el cambio, entre albaranes, arrugada la nota por el tiempo pasado, pero siempre guardada, siempre esperando el momento en que le pudiera dar respuesta.
La ciudad está inundada por la lluvia, llena de ríos, con multitud de pequeños lagos transformándose en inabarcables mares y ellos los dos únicos habitantes de esa pequeña isla rodeados de periódicos, revistas, de colecciones. ¡¡Tanta letra!! y ellos mudos y es que no siempre es fácil decir aquello que se siente. Mejor dejar que un golpe de aire frío, húmedo, les empuje el uno hacía el otro. Mejor callar, es tanto el tiempo pasado, tantos los pensamientos alimentados en este tiempo, que sería labor hercúlea expresarlos y el tiempo no acompaña para grandes charlas, sí, a caso, para irse a tomar un café, hacer que los cuerpos entré en calor, posible preludio de un mayor ardor. Antes habrá que recoger el quiosco y en días así es labor pesada y lenta. Puede que se les escape alguna caricia, tal vez sus manos se rocen, sus labios se besen, pero no seré yo quién os cuente estos brotes de amor. Sí que os diré que parece amor de adolescentes, pero vosotros, que sois personas que os habéis enamorado alguna vez, sabéis que siempre el amor, en sus inicios, peca de ímpetu juvenil.
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