Tal vez fue la fuerza del tornado que no sólo removió toda la Tierra si no que cambió a las estrellas de sitio.
Así fue como comenzó el viejo anciano a relatar su historia.
Hubo un momento de nuestra existencia que sucedió el más grande de los cataclismos que se pueda recordar. No lo recuerda la memoria de los hombres, que es memoria frágil y vaporosa. Para conocer este hecho has de ver a las montañas, has de recorrer los valles milenarios, tienes que dormir mirando al cielo y dejarte hipnotizar por los millones de estrellas que tu visión pueda abarcar. Apenas será un pequeño fragmento de toda la inmensidad, pero suficiente para hacerte llegar, en forma de un lejano, casi imperceptible eco, como un murmullo que adormece, como una nana ancestral, retazos de esta historia que hoy te llega a ti.
Sucedió tras la terrible sequía. Los ríos se agostaron, en las fuentes sólo manaban polvo, los mares se secaron e inacabables extensiones de tierra cuarteada surgió en un mundo que dejó de ser azul. Ni el cielo era de tal color. Dañinas nubes marrones, cargadas de este exceso de tierra, llevaban la ceguera y la desesperación a todos los rincones de este mundo que se había convertido en inhóspito y cruel.
Tras la terrible sequía, o como consecuencia de ella, un día, los escasos supervivientes que quedaban, tuvieron que enfrentarse a un nuevo terror. Un incendio monstruoso trasformó toda su visión en elevadísimas llamaradas. Lenguas de fuego que al no encontrar alimento en la tierra mustia y reseca, se alzaban hacia el cielo tratando de alcanzar las estrellas para alimentar su vorágine destructora. Sus columnas flamígeras parecían la entrada al más terrible de los mundos.
En la Tierra apenas quedaba signos de vida. Aquella que antes pululaba en abundancia, ahora era algo escaso, caro de ver, apenas unas pocas monedas de lo que antaño fuera el más abundante de los tesoros. La desesperación era visible en la cara de los escasos humanos. Sólo en una aún brillaba la luz de la sabiduría, sólo una aún se preguntaba el porque de todo lo que estaba sucediendo y no la resignación fatal y tampoco la aceptación agónica de un mundo que les arrancaba la vida.
No tenía los recursos para el estudio. Primaba la brutalidad, la pura supervivencia, el más antiguo de los instintos. Pero pudo comprender que la aniquilación no era más que un desesperado intento de seres terribles y antepasados muy remotos de lo que fue el origen de este planeta para reconquistar su trono.
Nadie sabe que indagó, ni las más altas montañas, ni los más recónditos valles. Sólo las estrellas conocen una parte, pero apenas es nada.
Sucedió que invocó a la Tierra misma. Y está le respondió.
Un gigantesco tornado se alzó de la superficie maltratada del planeta. Un tornado de proporciones imposible de imaginar. Tal fuerza de la naturaleza se movió por todo el planeta y arrastró con ella a esos primitivos seres. Cuando tuvo a todos, con una fuerza que ojalá no volvamos a sentir, los expulsó de aquí.
Tardó el hombre en volver a encontrar la calma. Aunque está es cierto que volvió inmediatamente, pero tal era el sufrimiento vivido que tuvo que pasar muchos días, meses, tal vez años. Por fin, un día, alguien miró al cielo. Allí apareció un grupo de estrellas no vistas antes.
Hay quién dice que son esos seres que cabalgan en el lejano firmamento, montados en un colosal carro, aguardando el momento propicio para volver.
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