Siempre fui bastante pequeño. Ahora, con los años, tengo una estatura que podríamos considerar dentro de la media, tirando a baja, pero bastante normal.
Creo que es por ese motivo que el primer recuerdo que tengo de mi tío Marcial son sus largas piernas. Piernas musculadas y vellosas. En las tardes de verano, cuando mi padre, que era su hermano, y mi madre, dormitaban la siesta bajo la escasa protección del parasol, en la playa, él nos reunía a mis hermanos y a mí y nos poníamos a jugar a fútbol. Los cuatro que éramos contra él.
Sus piernas eran mágicas, parecían manos de prestidigitador, y hacía desaparecer la pelota de un lado para hacerla surgir en el otro. Nos hacía correr como locos detrás de él, gritando, riendo y espantando el sueño del mediodía a los playistas que tenían la mala suerte de haber tendido sus toallas al lado de las nuestras.
Ya he dicho. Tenía piernas largas, cubiertas de pelo, negro y denso, y eran ágiles. Cuando en algún requiebro me dejaba tirado en la arena, yo alzaba la cabeza y haciéndome sombra con la mano, veía sus contagiosas muecas, burlándose, abriendo la boca, sacando la lengua, asomando sus dientes muy blancos, casi deslumbrantes. Su cara era afilada, casi podía decir que puntiaguda. Su barbilla, su nariz, incluso sus orejas. Es por eso que mi padre lo llamaba, cariñosamente, 'Marcialno'. Con sus manos, cuando no las tenía ocupadas alzando a alguno de nosotros a los cielos, se la pasaba por la frente para apartarse sus larga melena. Pelo negro y rizado que le cubría la vista la mayoría de las veces.
Al acabar el partidillo, todos caíamos rendidos en la arena, sudorosos y resoplando. Entonces él se tiraba en medio de nosotros y era en ese momento cuando mis hermanos y yo nos lanzábamos encima suyo y le empezábamos a hacer cosquillas. Tenía muchas. El lado de la barriga era su parte más sensible, justo donde tenía el tatuaje. Una bella dama, cuya historia de el porqué de ese tatuaje jamás nos quiso contar, decía que era cosa de adultos y que no debían de oír los niños. Mi madre le llamaba Don Juan siempre que le veía ese dibujo, pero nosotros no entendíamos que significaba eso de Don Juan. Lo que sí entendíamos, y todos nos peleábamos por conseguirlo, era meter nuestras manos entre los pliegues de esa dama y disfrutar viéndole retorcerse de risa.
Su risa, sí, ya lo he dicho, pero es que era especial, contagiosa de tal manera que todos acabábamos retorciéndonos por la arena, agarrándonos la barriga de tanto daño que nos hacía de la risa que nos producía la suya.
Normalmente era en ese momento cuando mi madre se levantaba de la toalla, se sacudía la arena que tenía enganchada al cuerpo y nos reprendía a todos, especialmente a mi tío. 'Parece mentira Marcial, ¡¡que ya tienes una edad para andar con estas chiquilladas!!'. Mi tío, entonces, se ponía muy serio y se levantaba. Sus brazos los tendía hacía nosotros y nos levantaba a pulso, resaltando los músculos que tenía. Sus dedos fuertes, nos asía con seguridad y casi nos levantaba como si hubiéramos sido impulsados por un resorte. Luego miraba a mi madre con su mirada. Una mirada tierna, dulce. Sus oscuros ojos marrones imploraba un perdón a la reprimenda que le había hecho. Era una treta. Cuando ya estaba muy cerca, se giraba rápido hacía nosotros, nos guiñaba un ojo y esa era la señal. Todos salíamos corriendo hacía nuestra madre.
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