Me gusta despertarme con el alboroto de los periquitos. Desayunar mirando el sol y creer que no puedo abrir los ojos por su resplandor y no por el sueño. Escuchar por la radio alguna canción que ya había olvidado y sentir como me asaltan recuerdos que ella evoca. Me gusta que al mirar por la ventana el horizonte esté lejos y que haya montañas y el cielo muy azul. Tenerme que poner poca ropa y sobre todo no ponerme calcetines. Pisar la arena de la playa, oír las voces en los puestos del mercado, tomarme un café con leche y un crusán, mirar las librerías, ojear las revistas. Me gusta las mañanas cuando se empiezan a abrir las tiendas, cuando todo parece que es nuevo y salir a la calle justo cuando acaba de pasar el camión cisterna. Respirar ese aire fresco de la acera recién lavada y pisar los charcos que ha dejado, dando saltitos, casi, casi como si volase.
No me gusta estar esperando el ascensor, la luz amarillenta de las farolas, que suene el teléfono cuando estoy con los walkman puestos, en general no me gusta que suene el teléfono nunca. No me gustan las colas en el cine, llegar con el tiempo justo, que haga viento en la ciudad, que en el verano no haga calor, que el invierno sea demasiado frío, que el reloj se atrase, que las suelas de los zapatos chirríen. No me gusta Rajoy, ni Mas, casi ningún político. No me gustan las calles con escaleras, que se me estropee la bicicleta, tener que pasar la ITV del coche. No me gusta nada el servicio de megafonía del metro cuando anuncian algún incidente, no se entiende nunca nada. Pero sobre todo no me gusta estar sin mis perros, los echo mucho de menos, su sola presencia me alegraba. Su ausencia es como vivir en el infierno y así cada día.
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