Cuando Juan acabó de poner el último adorno en el escaparate ya era más allá de la una de la madrugada. Estaba siendo un día largo y duro, como siempre que se iniciaban las rebajas, pero a Juan le gustaba su trabajo y eso de vestir y desvestir a los maniquíes le producía cierto morbo. Sus amigos le decían que lo suyo era una parafilia, él se reía y les seguía la broma diciendo que un día se casaría con una de sus modelos de plástico.
Salió a la calle para poder ver el resultado de su obra y poder valorar el efecto que causaría en los transeúntes. Se sentía satisfecho. Fumando un cigarrillo, repasaba todo lo largo del escaparate, haciendo anotaciones mentales para los minúsculos retoques que le quedaban por hacer y así poder dar por acabado su trabajo. Se sentía igual que un pintor. El escaparate era su lienzo y la paleta de colores era la trastienda donde aguardaban todas las prendas antes de ser colocadas en los estantes de la tienda. Le gustaba combinar colores, arriesgar en sus propuestas, solía acertar. Incluso en alguna ocasión le habían fotografiado el escaparate para incluir la foto en alguna revista de tendencias.
El cigarrillo ya era una corta colilla que colgaba de sus labios cuando vio a Raquel. Juan le había puesto nombre a los maniquíes, formaba parte de lo que sus amigos le definían como parafilia. Raquel, sin saber decir porqué, era su favorita. Siempre guardaba las prendas que más le gustaba de cada temporada para ponérselas a ella, siempre quería que destacase. Es por eso que no entendía como es que aparecía en un rincón del escaparate, apenas visible.
Estaba convencido de que había reservado para ella lo mejor que tenía, una increíble camisa donde se combinaban los tonos verdes y amarillo de tal manera que era como si te invitara a ver el lado más bello de la vida. Era absolutamente vitalista. Pero no era esa la que tenía puesta.
Unos guantes blancos, totalmente fuera de lugar, cubrían sus manos de plástico. De la camisa, ni rastro.
Era tarde y empezaba a sentirse cansado, pero no podía dejar a Raquel de esa manera. Volvió al interior de la tienda y fue en busca de la camisa que debía de llevar puesta.
Pasó una hora más entre que le quitó los guantes y le colocó, con todo el cuidado del mundo, la camisa que tanto le gustaba. También le hizo hueco en el centro del escaparate y por fin volvió a dar por acabada su obra.
Salió a la calle. Era noche cerrada. Se encendió otro cigarrillo mientras miraba el cielo, la Luna, las estrellas. No recordaba si alguna vez, en el casi un año que hacía que tenía el local, se había quedado hasta tan tarde trabajando, excepto cuando tuvo que hacer la reforma. Estaba absolutamente destrozado cuando lo compró. Le hablaron de un incendio, hace ya unos años.
Tiró el cigarro al suelo y lo pisó mientras se volvía hacía el escaparate.
No entendía nada. Raquel volvía a aparecer con los guantes blancos. Además se le había añadido un velo, también blanco. La camisa había vuelto a desaparecer. Y aunque no estaba tan arrinconada como la primera vez, volvía a estar desplazada del centro.
Si fuese otro momento del día Juan pensaría que le estaban gastando una broma bastante desagradable, pero sólo estaba él en la tienda. Es más, la calle estaba inusualmente desierta. Ningún transeúnte trasnochador, ninguna pareja de enamorados, ningún grupo de jóvenes. Nadie.
Miró el reloj. Eran más de las tres de la noche y la tienda tendría que abrirse a las diez sin excusa alguna. Volvió a dentro y volvió a repetir los pasos que había dado la vez anterior. Desvestir al maniquí, colocarlo en el centro del escaparate, ponerle la despampanante camisa. Todo esto haciéndolo con mucho cuidado, asegurándose muy bien de cada uno de los pasos que daba, para así tener la certeza de que las prisas y las horas tardías no le gastaban otra mala pasada.
El reloj del ayuntamiento sonó. Las cuatro, contó mientras recogía los alfileres y tiraba a la basura los restos de los adornos. Miró el escaparate desde el interior de la tienda. Todo era normal. Pero al salir...
Raquel esta vez se encontraba en el centro del expositor. Pero no sólo volvía a tener los guantes y el velo blanco. Lucía un bellísimo vestido de novia. Juan miraba, sin dar crédito a lo que veía, sin saber si todo era fruto de un sueño, si vivía una pesadilla, pero admitiendo lo extraordinariamente bella que estaba.
Volvió al interior de la tienda.
El reloj del ayuntamiento marcaba las diez de la mañana, hora en que los locales y comercios de la calle empezaban a abrirse. Era el primer día de las rebajas y ya hacía rato que circulaban por ella los compradores más madrugadores. El escaparate de la tienda de Juan se mostraba oculto tras una especie de telón. Un remolino de curiosos aguardaban para ver que es lo que ocultaba tras él.
A las diez en punto el telón se abrió. En el centro del escaparate se mostraban un par de maniquíes, llevaban unos bellísimos trajes de novios.
Alguien preguntó si Raquel, su antigua dueña, había vuelto. Hacía años que nadie sabía nada de ella, justo desde el mismo momento en que un pavoroso incendio arrasó esa tienda dedicada, entonces, a los trajes de novias. Curiosamente el incendio se produjo unas vísperas de rebajas, comentó alguien.
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