Memorias de un desconcierto

Memorias de un desconcierto

martes, 25 de febrero de 2014

Abrí

Abrí la botella y su líquido lo vacíe en el vaso. Vaso que aún contenía los restos del día anterior y que con un rápido enjuague lo dejé servible para mi imperiosa sed. Su exterior se perló de gotitas. Dio la sensación de que el líquido adquiría propiedades especiales y traspasaba las paredes de cristal. Mis dedos asieron el vaso, mi boca se entreabrió. Un líquido frío se agarró a mi garganta, parecía no querer ir más allá de ese lugar. Un segundo trago. Un tercero. Un intenso calambre me sucedió. Caí en medio de la sala. El vaso se hizo añicos y lo poco que quedaba de su contenido se agarró a mi camisa. Alguien ajeno hubiera pensado que incluso yacido en el suelo quería apurar todo lo que contenía. Mis manos sangraron al apoyarme. Mi garganta sangró al expulsar el contenido. Mi alma sangró al reconocer mi estado. Me moría.

La muerte no tiene nada de terrible para el que muere. Renacemos siempre. Seremos polvo, seremos hierbas, seremos gusano, seremos pájaro, nos comerá un gato y a alguien se lo servirán como liebre y volveremos a nuestra forma humana. Intento reír ante esta idea y solo consigo toser y no es agradable toser en mi estado. La muerte, la vida, todo es un ciclo y lo hemos repetido miles de veces, tal vez millones. No me asusta morir, me asusta el dolor.

Dolor en mi mano en la que decena de cristales han buscado una nueva forma de servir. Dolor en mi garganta, corroída por una enfermedad que no conozco; nadie conoce. Pero el mayor dolor es el del alma. Puedo quitarme los cristales, puedo maldecir la enfermedad, pero no puedo odiar mi alma. No puedo negarla aunque me duela, aunque note que haga que el corazón explote, aunque sienta que impida que el aire llegue a mis pulmones. Me duele el alma. Lloro por ello.

Me siento en una silla. Tarda en llegar, me digo, y me entretengo en sacarme los cristales de la mano. Trozos de vidrio, de sangre, de mí, van quedando amontonados en la mesa. Mi mirada vidriosa, sin vida, ella ha sido la primera en morir, observa mi trabajo. Las muecas de dolor son como espasmos finales. Duele morirse, aunque sea empezando por una mano.

Los cristalitos se acumulan, parecen rubíes. Es una pobre herencia la que dejo. Unos rubíes falsos o una vida rota en mil pedazos.

Por fin noto su mano que me roza la espalda. No me giro. Somos viejos compañeros y nos sabemos reconocer. Mis oídos capta el susurro. Jamás en mis muertes anteriores he sabido entender lo que dice y me volveré a morir ignorante de su mensaje. Trato, una vez más, de sonreír. No puedo verme la cara, pero se que es patética esta sonrisa. No por falsa, pero sí por cansada y agotada. Me acuerdo, momentos antes de notar sus labios en los míos, que no deseo irme de aquí sin antes recordar una canción. Sonrío otra vez, no hay ninguna canción que recordar, jamás viví ese momento. Me besa. La mano deja de sangrar, la garganta deja de doler. Y ¿el alma?. El alma se agarra a ese beso, se va con ella.

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