Memorias de un desconcierto

Memorias de un desconcierto

lunes, 17 de febrero de 2014

Las dos motos ( I )

En el viejo desván de la casa se podía encontrar de todo y era el lugar ideal para pasar las inmensas tardes de los veranos. Aquellas horas en que los adultos la dedicaban a la siesta, nosotros nos internábamos en él y nos poníamos a descubrir los tesoros allí guardados. Viejos álbumes de fotos, ropas en desuso, extraños cachivaches y nuestro tesoro favorito, la vieja moto con la que mi padre iba a trabajar al pueblo de al lado cuando era joven. Era un artilugio digno de la tienda de antigüedades de mayor postín que pudieras encontrar pero mis abuelos siempre se negaron a desprenderse de ella y la tenían allí guardada desde hacía más de 20 años cubierta con un viejo hule de plástico.

Una mañana, como todas las mañanas de jueves, de muy temprano, nuestros padres nos despertaron y fuimos, junto con los abuelos, a la plaza del pueblo. Era día de mercado y las calles, a tan temprana hora, ya era un hervidero de vecinos que salían y se saludaban y en grupitos, algunos, otros solos, los que más, como nosotros, en familia, íbamos subiendo las cuestas del pueblo para llegar al ayuntamiento y la iglesia, donde en medio de los dos edificios, se encontraba la gran plaza que en los días de fiesta se convertía en sala de baile, salón de cine, salita de tertulias, y los demás días del año, los jueves de cada año, era mercado de abasto, mercadillo de ropa y rastro donde los vecinos intercambiaban cualquier cosa que hubiera dejado de serles útil.

Siempre al llegar nos dejaban que campáramos a nuestras anchas por ese mundo de tenderetes y paradas y quedábamos, cuando el reloj del campanario marcara las 11, en el puesto de churros. Un acuerdo que habíamos tomado mis hermanos y yo era el intentar estar toda la mañana, hasta la hora de ir a comer churros, ilocalizables para nuestros padres, así que nos movíamos por aquel mundo de gritos, de ¡¡guapa!!, de 'me lo quitan de las manos', con el sigilo que nuestros 10 años nos permitía y tratábamos por todas de no cruzarnos con ellos.

Para unos chiquillos de apenas de 10 años aquel rato era lo más parecido a cuando la tierra era un mundo desconocido y arriesgados exploradores iban dibujando nuevos continentes, inmensos ríos y altísimas montañas en aquellas partes de los planos que hasta ese momento sólo estaban representadas por terribles monstruos, infinitos desiertos o inconmensurables océanos, con el aliciente de que nuestros monstruos eran nuestros padres y eso nos daba la tranquilidad de que si nos descubrían en lugar de terribles males recibiríamos dulces sonrisas.

Nuestra parte favorita era la zona del rastro. Nos encantaba entretenernos mirando viejos cuadros, polvorientos libros, antiguos juguetes y en el puesto de don Marcelín pasarnos un buen rato ojeando los viejos tebeos, siempre bajo su mirada atenta que no fuera a ser que nuestra voracidad por mirarlos le pudiera estropear alguno. Luego íbamos al puesto de golosinas y nos comprábamos tiras de regaliz que antes de ser comidas pasaban a ser trompas de elefantes, bigotes señoriales, cuernos y cualquier cosa que se nos ocurriera, entre risas, siempre entre risas.

Un día, cuando mi hermano mayor iba con un monóculo de regaliz en el ojo y yo llevaba una barba de chino mandarín, también de regaliz, nuestra hermana nos llamó. En uno de los puestos del rastro estaba la moto de nuestro padre. Nos quedamos allí delante boquiabiertos, si no fuera porque a pesar de la sorpresa nuestras bocas se movían comiéndose las tiras de regaliz. Decidimos que hoy deberíamos de romper nuestro acuerdo y corrimos por todo el mercado buscando a nuestros padres. Comprando unas verduras los encontramos, mientras mi abuela hablaba con la tendera y mi abuelo sopesaba unos melones.

- ¡¡Papá, papá!! ¡¡Están vendiendo tu moto!!- gritamos los tres a la vez y a destiempo por lo que ellos entendieron algo parecido a 'Apapap esventán diendo motuto'.

Se rieron con fuerza y nos contestaron 'Jau' y levantaron la mano a modo de saludo indio.

Pedro, por ser el mayor, nos miro y nos dijo que nos calláramos.

- ¡¡Papá, hemos visto tu moto!! ¡¡Está en la zona del rastro!!

Mi padre miró a mi abuelo que sordo como estaba no se había dado cuenta de nuestra llegada y seguía escogiendo un buen melón para llevarlo a casa.

- ¡Padre!- le llamó a la vez que le agitaba un poco el hombro.

Mi abuelo se volvió hacía mi padre y le dijo que ya estaba, que ya había escogido un buen melón, que había sido complicado porque este año todos tienen muy buena pinta pero luego, al abrirlos, son corcho.

- Mira lo que dicen los niños. Que han visto la moto en un puesto del rastro.

Mi abuelo sonrío y miró dulcemente a mi abuela que junto con la tendera, nos miraba como sólo los abuelos saben mirar a sus nietos.

- Ay chiquillos- dijo mi abuela- La moto que habéis visto es la de Genaro. El pobre murió hace unos días y su familia esta deshaciéndose de algunas cosas y entre ellas, por lo que me contáis, su moto.

-¡¡Genaro!- fue mi padre quién habló- Sabía que estaba mal, pero desconocía que había muerto.

Recogieron la compra y nos fuimos todos, un poco pensativos, a comer unos churros.

Mientras nos lo comíamos nuestro padre nos contó la historia de las dos motos



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