Memorias de un desconcierto

Memorias de un desconcierto

miércoles, 9 de julio de 2014

Prohibido hablar con el conductor

Está prohibido hablar con el conductor. Esta tajante frase hacía imposible la comunicación entre la pasajera y el conductor del autobús, aún siendo los dos los únicos ocupantes del vehículo.

Que el conductor no pudiese hablar no indicaba que fuese sordo y a sus oídos llegaba los sollozos y gemidos de la mujer. La miraba por el espejo retrovisor y veía como unas lágrimas le recorrían las mejillas y los pañuelos de papel tenían la doble misión de limpiar esas lágrimas y sonarse la nariz, como si el llanto no fuera suficiente para liberar el exceso de líquido por los ojos y buscase otras vías para salir.

Era el último recorrido del día y el chófer decidió, antes de llegar al fin de la línea, parar el autobús en un pequeño local siempre abierto hasta no sabía que hora, ya que, en todos los turnos que había hecho de ese recorrido, había visto siempre las luces encendidas del mismo.

'Le invito a un café' Le dijo a la pasajera cuando el autobús dejó de ronronear. 'No conozco el sitio, pero me temo que es el único que hay abierto a estas horas por estos lugares'. La mujer le miró sorprendida. Él añadió 'Sospecho que tanto le da estar en un sitio o en otro ahora mismo y tal vez le haga bien hablar un poco, o al menos haremos pasar las horas y con suerte veremos amanecer, que con la luz del día todo parece diferente y tal vez, hasta sus penas parezcan menos penas'. La mujer se volvió a secar las lágrimas y se sonó ruidosamente, o puede que con el silencio del motor y el de la noche, de golpe los sonidos hubiesen adquirido otro nivel.

Bajaron del vehículo y entraron en el local. Era un pequeño tugurio, mal oliente y sucio, sin parroquianos y con el dueño del local apostado en una esquina mirando la televisión y uno de los programas de adivinos y tarotistas que pueblan las pantallas a esas horas.

'Nos pone dos cafés' Pidió el conductor mientras limpiaba con un papel una mesa y sacudía los restos de comida de las sillas. 'Lamento el estado de este sitio' le dijo a la pasajera, 'si quiere podemos irnos a otro lugar'. 'Es igual' le respondió 'realmente me importa poco donde estemos'.

A los pocos minutos tenían los dos cafés sobre la mesa. Eran agua sucia y resultaba ofensivo para la garganta pero se lo fueron tomando, al principio con claras muecas de repugnancia y al final esas muecas se mezclaban con sonrisas, divertidos, los dos, por los gestos que cada uno iba haciendo según se iban consumiendo la bebida.

'Realmente soy un pésimo conocedor de los locales nocturnos. Este cuchitril no ha de aparecer ni en la peor de las guías, ni aún para no recomendarlo' Le dijo mientras sonreía al ver la cara que ponía ella angustiada por las consecuencias de beberse ese brebaje, pero aliviada de sus penas por la inesperada compañía.

El tiempo trascurrió sin más. Ni ella habló, ni él preguntó. Parecía que seguía sobre ellos el cartel que prohibía hablar, pero en realidad es que no era necesario. La pena de ella ya le parecía lejana, absurda de recordar. Sólo la soledad en que se encontraba antes, le conducía, como si fuesen círculos, sobre el tema que le apenaba, más la sola compañía del conductor había roto el círculo y se enderezaba su vida hacía un nuevo destino. Él no tenía necesidad de hablar. Acostumbrado a ver a la gente por los espejos del autobús, había adquirido la capacidad de conocerlos sólo por sus gestos, por los tic de los cuales muchas veces no eran conscientes. Se conformó con el cambio que vio.

Cuando salieron del local el sol dibujaba una fina raya en el horizonte. Ella decidió volverse andando a casa, pero antes de despedirse le preguntó que línea era la que había cogido. 'La 10' le contestó el conductor. Ella sonrío. La línea recta que se escapa del círculo en que vivía. 'La volveré a coger otro día' le dijo mientras el conductor arrancaba el vehículo y se despedía de ella con un 'hasta la vista'.

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