Memorias de un desconcierto

Memorias de un desconcierto

lunes, 30 de junio de 2014

Una botella de vino

En el viejo faro , al lado de sus desconchados muros, tuvo lugar esta pequeña historia. Como único rastro de ella sólo quedó una botella de vino descorchada.

Se cuenta que una noche de Luna clara, poco antes de romper el amanecer según el campanario del pueblo, por el antiguo camino que iba al faro, una pareja caminaba e iban declarándose su amor. Cuentan, aquellos que sin verlo se lo imaginan todo, que el farero oteaba, desde lo alto de su puesto, el mar, que era espejo, que parecía plata y las risas de los enamorados le hizo descuidar su oficio de vigía para adaptar aquel que en ocasiones podemos confundir con espía, en realidad era simple curiosidad.

Las risas se acercaban, aumentando su proximidad en el silencio de la noche. Apenas el lejano murmullo del mar amortiguaban las risas. La lechuza que vivía en la vieja casa, antigua vivienda, y que dejó de ser útil un día que una terrible tormenta la dejó apenas sin tejado, aguardaba paciente a que ese alboroto pasará para hacer lo que toca, cazar ratones, que ahora, asustados por el inusual escándalo, esto es exageración del narrador, apenas eran risas sofocadas por besos que se daban, aguardaban escondidos en sus profundas ratoneras.

El agrietado muro apenas delimitaba el terreno. Sus piedras caídas parecían invitar a cualquiera a saltarlo utilizándolas como salva obstáculos. La pareja lo cruzó y continuaron el camino hasta el borde mismo del acantilado.

La vista era soberbia. Una Luna quieta en el horizonte y otra, la luz del faro, que se movía y desaparecía, y volvía a aparecer y corría. El mar parecía que guiñaba mil ojos, como mostrándose cómplice en este juego del amor.

Dicen, aquellos que siempre han de encontrar un porque a las cosas, que el farero ajustó sus prismáticos y enfocó a la pareja. Yo no creo que tal cosa pasara. El farero, acostumbrado a la soledad de las noches en vigía, seguramente se iría a otro lado de su atalaya escandalizado por la inesperada presencia. Pero lo cierto es que pasó algo inusual y que el farero no pudo anticipar.

Cuentan, aquellos que se dedican a inventar historias, que una ola gigantesca se alzó de repente y que el vigía no dio la voz de alarma, yo pienso que es que no la vio.

Una ola como una montaña. Una ola que tenía la intención de escalar el alto acantilado. La pareja si que la vio, aseguran las viejas del lugar, pero en ese momento estaban abriendo una botella de vino con el que brindar por su nuevo amor y no repararon en la violencia que se les avecinaba. La ola alcanzó la cima del precipicio y al volver al mar se llevó, con ella, a la pareja de enamorados.

Seguramente, si dejamos pasar el tiempo suficiente, esta historia, que se convertirá en leyenda, dirá que la pareja iba a ser arrastrada al fondo del océano, pero que el farero, alertado por los gritos, no de amor, les enfocó con la luz del faro y que esa estela luminosa sirvió a la pareja para encontrar el camino de su salvación y se transformaron en el lucero del alba. Venus para los menos románticos, pero no hay que olvidar que Venus es el símbolo del amor.

Yo no creo en tal historia. En la taberna del pueblo los efluvios del alcohol hacen desatar las lenguas y es costumbre adornar los tragos que historias, pero mi botella de vino, apenas vaciada, destellaba de una manera especial.

viernes, 27 de junio de 2014

Breve

El beso abrió una grieta en mis labios resecos. Un pequeño torrente de sangre regó este espacio de mi cuerpo agostado por la sequía. Mi labio quedó tallado en dos, separado por el surco rojo que volcaba sobre mi camisa gotas en forma de rubíes.

Con un trozo de papel de fumar intenté contener ese reguero.

Ella me miraba con su rostro medio cubierto por su cabello. Un solo ojo cual cíclope, una melena cual medusa. Un ser tal vez terrible, seguramente fantástico, sin ninguna duda poderosa. Su pelo ondulaba por la brisa y la hacía bella. Mi papel intentaba alejarse de mí, pero no lo conseguía, enganchado a mi labio por la sangre seca.

No hubo tiempo para más. La historia apenas es esto.

jueves, 26 de junio de 2014

Fiesta de carnaval

En las fiestas de carnaval los mozos del pueblo cogen al señorito de turno. Lo sientan en una silla y lo llevan en marcha por todo la villa hasta la grieta que dejó marcado en el suelo el último terremoto y lo tiran dentro. Dicen los señoritos que es una fiesta bárbara, propia de una cultura subdesarrollada, pero lo cierto es que es muy antigua. Anteriormente se le subía a lo alto del campanario y era lanzado desde allí, pero ese terremoto dejó al pueblo sin iglesia. Es el apoteosis de las fiestas. Luego viene el baile y fin de las mismas.

Al día siguiente los señoritos se suelen reunir. Se quejan de esta costumbre primitiva y elaboran un nuevo programa de fiestas para el año que viene. Evidentemente quitan el paseo en silla.

Lo complicado es convencer a la gente de la conveniencia de quitar ese punto y siempre se encuentran con la oposición total del pueblo.

Es un pueblo atípico este donde yo vivo.

jueves, 19 de junio de 2014

El interno

El interno se pasea desnudo. El celador le mira mientras un habano a medio consumir cuelga de sus labios. Es una tarde como cualquier otra y el sol se cuela por las altas ventanas rompiendo las tinieblas del recinto. Todo está en su sitio. Todo dentro de un orden permanente. Un gran reloj de pared marca los minutos con riguroso paso y canta los cuartos con monótona voz. Nada llama la atención de este escrito. Nada se puede llamar inusual, incluso que el interno se masajee los pechos. Un cartel informa de las ventajas de hacer una vida sana. Una gran nube cubre, de repente, el cielo que se vislumbra por los ventanales. Un aguacero intenso sacude la tierra. Son gotas de agua, pero la fuerza con la que cae les hace convertirse en pequeño proyectiles. Los cristales retumban y en la sala donde el celador tiene su escritorio, un bicho que se mueve por los cristales parece mirar la lluvia. Una gota golpea por la parte exterior del vidrio y el insecto extiende sus alas y vuela. Todo parecería normal si no fuera porque encima de la mesa, junto a los papeles donde se desvelan los misterios de cada interno, un profiláctico yace lleno de semen.

miércoles, 18 de junio de 2014

El templo

El templo donde se adora al dios loco esta protegido por unas estatuas ciclópeas. Tan altas son que molestan el vuelo de las grandes aves. Águilas, buitres, pájaros acostumbrados a los infinitos espacios abiertos de un cielo que no tiene fin y que de repente se ven interrumpidos, en su volar, por esas inmensas moles, alzadas por vete a saber que antiguas manos, con que rudimentarias herramientas, pero eficaces visto el perdurar de su resultado.

El sol machaca esta parte del mundo. Lo hace inhabitable, lo que da más misterio al hecho de que allí fuera donde se construyera tamaño templo. Sólo se entiende por la locura de ese dios que sin ninguna duda se transmitió a sus adoradores.

Los escasos arbustos que allí crecen, plantas espinosas, sin flores, tan agresivas como todo el entorno, ondulan constantemente, como si fueran extraños estandartes. Se mecen por un insoportable viento que sin tregua azota el rostro y el cuerpo de quién esto os escribe. No hay protección que valga.

El aplastante sol, el aplastante viento, el aplastante templo. Todo es plural, todo es múltiplo. El dolor son dolores, el cansancio son cansancios, de los pies al caminar, de los ojos al mirar, del cuerpo azotado por el viento, del cuerpo abrasado por el sol.

El camino apenas se marca ya en la roca, erosionado por el paso de mil años. Apenas una senda desdibujada, cambiada incesantemente de sitio, movida como si fuera una serpiente por un viento que hace de titiritero de un camino, que a fuerza de cambiar de destino, se hace inservible, pero es el único que tengo y a él me apego, me arrastro, me dejo llevar aún si por seguirlo he de palpar su rastro en el suelo.

Me convertiré en el nuevo sacerdote. Exaltaré el poder de la locura. Crearé nuevos salmos, cánticos errantes que viajarán más allá del más lejano de los horizontes trasportado por fieles servidores. Y el apogeo de esta antigua religión será cuando el más cuerdo de los hombres se postre ante mi dios.

La humanidad ya lo adora, pero no lo sabe. Yo se lo haré saber.

martes, 17 de junio de 2014

La flor de plástico

La flor que hay en su balcón es de plástico. No necesita regarla y siempre luce nueva. La única atención que le pide es limpiarle el polvo que se acumula a lo largo de los días. Cuando una nube se posa confundida sobre la flor y llueve sobre ella, su flor de plástico se hace más bella si cabe. Las gotas se deslizan sobre sus falsos pétalos y se lleva motas de polvo dejando, en su lugar, un reguero de caminos. Minúsculos senderos entrecruzados entre si, sin origen necesario, sin destino que los justifiquen. Es un simple producto del azar.

La flor que hay en su balcón la recogió un día que vagabundeaba por el cementerio. Yacía, créeme, marchita, al lado de un container de basura. La recogió distraído, sin supervisar aquello que sus manos hacía. Fue al salir cuando se vio acompañado de ella, cuando notó que sus manos jugueteaban con el tallo duro, que sus dedos se posaban sobre las láminas de plástico que daban forman a los pétalos. Con un gesto que denotaba resignación y aceptación la hizo suya y caminó de vuelta a casa con esa flor que antaño fue una señal de recuerdo de alguien para alguien.

La dejó sobre la pica de fregar cuando llegó a casa. Abrió el grifo y un torrente de agua calló sobre ella. Si quisiéramos fantasear, diríamos que se vio sorprendida y con un movimiento brusco se apartó del chorro de agua. Sólo si quisiéramos fantasear.

Hoy luce en su balcón y ya no engañan a las abejas.