La tarde ya era noche. Es lo que tiene estos días invernales, que la transición entre la luz del día y la negritud de la noche se produce, sin darse uno cuenta, terminando de tomar el café de después de las comidas. Tarde comes, pensará alguien, y cierto es, pero no para confundir comida con cena. Sí, acaso, con merienda temprana. Pero para personas despistadas, ajenas a relojes, la oscuridad podía inducir a resopón. Sólo cambia la impresión cuando se mira por la ventana y ve el colorido espectáculo de los pisos vecinos, todos con las luces puestas. Algunos, inclusos, con las llamativas luces navideñas encendidas, aunque las fechas ya van quedando atrás.
Es periodo de introspección. La mirada hacía afuera es intrusiva en las vidas de los demás. Esas luces, que apenas alumbran el interior, son escaparates para fisgones y curiosos desde el exterior.
Conecto el equipo de música y ojeo un catálogo. Viajes veraniegos que quedaron por hacer, pendientes. Larga es la lista, pero ya he ido tachando algunos. Unos por realizados, otros porque ya no serán. Pero aún es cuantiosa y larga la de futuribles.
Una foto me llama la atención. La miro con detalle. ¿Qué es? Vuelve a pensar el mismo de antes. Impaciente por ver si esto que lee tiene mayor interés y calculando que ya le va tocando hacer la cena, que aunque el que escribe coma tarde, el que lee no y ya va sintiendo el gusanillo del hambre. No es nada especial, a la foto me refiero, no al hambre de cada uno y que cada uno ha de saber como saciarla. Y no sólo comiendo, o sí comiendo pero no sólo con la boca, también con los ojos, con los oídos, con todo aquello que nos permita conocer y relacionarnos con nuestro entorno.
La foto es de una rosa de los vientos esculpida en un mirador. Es una soberbia vista la que se alcanza desde él. Soberbio de majestuosidad, de grandeza. La vista, el panorama, lo que se llega a ver y, lo más importante, lo que no se llega a ver. También es soberbia, pero de altivez, de envanecimiento, la rosa de los vientos. Intentar indicar por donde soplará los aires es condición humana que todo lo quiere acotar, y medir, y señalar. Como si todo estuviera en nuestras manos. Como si la naturaleza fuera ciencia exacta. Dos más dos son cuatro piensa el lector impaciente, ya apenas con medio ojos puesto en la lectura, que no le dice nada, pero que se niega a dejar, curioso, tal vez, por si al final algo se dice.
Puedes ir a hacerte la cena. Enciende el fuego y pon el cazo con agua a calentar. Poco más te voy a contar.
¡Mierda! Exclama el aludido.
No es palabra apropiada para este escrito, pero él no lo escribe. Él lo evalúa y libre es de expresarse como quiera. Pero entiendo que esa reflexión es particular suya, intrusiva en mis pensamientos, así que corro las cortinas de mis interiores y dejo al otro con su cazo y su agua, su sobre de sopa o sus verduras por cortar.
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