Memorias de un desconcierto

Memorias de un desconcierto

lunes, 22 de enero de 2018

Decisiones

Al salir del teatro vi que la ciudad había sido limpiada por una poderosa tormenta. De ella sólo quedaba el testimonio, en el cielo, de un gran Arco Iris y en el suelo, infinidad de charcos.

Así es todo, pensé. Si te quedas embobado mirando el cielo lo más probable es que los pies acaben en más de un charco, tal vez sólo de agua, tal vez lleno de barro. Lo mejor es dejarse caer desde ese cielo, cual si lo hiciéramos en un paracaídas. Planear lentamente y buscar el sitio en donde posarse. Dejar las huellas en un sitio seco, a salvo de la humedad que estropea las cosas. Con seguridad un sitio ya ocupado, habitado por insectos, que, como yo, huyen de mojarse.

La tarde transcurría en estas filosofías baratas. De aquellas que puedes comprar en un bazar de todo a cien. Libros de autoayuda que se venden junto a cuadernos para colorear y sudokus. Sitios mágicos llenos de artilugios que han sustituidos a los puestos de juguetes baratos de los mercadillos de la niñez.

Caminaba con las manos en los bolsillos de la chaqueta. Jugueteando los dedos con unas monedas que había dentro. La mente seguía llena de cuestiones. Saltaba de una duda a otra, de una pregunta a una respuesta que era de otra. Iba abstraído. Ajeno al rumbo que llevaba. Nada es más inquietante que caminar sin saber por donde caminas, porque es el subconsciente el que te lleva.

Me paré en un cruce. El semáforo estaba en rojo. Y aunque yo no estaba atento, mis ojos sí. Los físicos, los del glóbulo ocular y retina. El cerebro, esa gran máquina que traduce lo que vemos, andaba divagando. Suerte de esa parte animal que aún convive en nosotros y que no está para análisis y sí para sobrevivir.

En frente del cruce un puesto de frutas ocupaba todo el frontal de mi mirada. Ahora sí, controlada por mis sentidos. Pilas de manzanas, naranjas, mandarinas. Plátanos amontonados. Melones. Peras. Y tantas y tantas más frutas. Algunas exóticas y desconocidas por mí. Una excelente iluminación las hacía muy brillantes.

Cruce la calle y saqué las monedas con las que iba jugueteando. Un par de euros y alguna calderilla. Me acerqué al puesto y vi que tenía unos conos con fruta troceada. De repente me apeteció mucho y con esas monedas me compré uno. Una mezcla de fresas y plátanos.

Junto con el cono me dio un pequeño tenedor de plástico con el que podía ir pinchando los trozos de fruta. Me alejé mientras pinchaba un trozo de fresa.

Nada tiene de especial esta anécdota. Es tan simple como el continuo transcurrir de los días excepto en el hecho de escoger que comer primero, que guardar para el final.
Porque así va pasando todas las cosas de la vida. Grandes vacíos con pequeñas decisiones. Pero son estas pequeñas decisiones las que nos dan sabor a las cosas. Las que primero escogemos y la que guardamos para acabar.

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