Sobre la mesa había una manzana. El resto de una cena que ya hacía unas horas que se había consumado.
Después de cenar y de ver un rato la televisión Miguel se fue a cama a dormir. Corto fue el sueño. Apenas habían pasado un par de horas cuando se despertó.
El reloj de la mesita de noche, con su fría luz verde, indicaba que eran la una menos cuarto. Un rato más tarde, y tras varias vueltas en la cama intentando reencontrarse con el sueño, se levantó.
A oscuras se fue moviendo por la casa, sólo iluminada por el escaso brillo de una Luna menguante que filtraba su luz por la ventana del comedor. Los pisos de enfrente se mostraban con las luces apagadas. Todos menos uno. Y este, cual si fuese un imán, atrajo su mirada desvelada.
Las cortinas descorridas mostraban un comedor y en él a una persona mayor sentada en una silla y con los brazos apoyados en la mesa. Parecía como si se hubiese dormido allí, vencido por un sueño repentino y que no le hubiese dado tiempo ni de levantarse de la silla. Le observo durante un rato, pero no había ninguna actividad. Estaba quieto, inmóvil.
Miguel se alejó de la ventana y se sentó. La manzana se mostraba apetitosa y, perezoso para ir a la cocina y buscar cualquier otra cosa que comer, la fue mordisqueando. Su mirada se movía en las tinieblas de su vivienda. Se entretenía en los pilotos encendidos de los aparatos eléctricos, que parecían pequeñas estrellitas. Rojos, amarillos. Un pequeño firmamento en su propio mundo. Constelaciones propias, nuevos zodiacos. Su lento mirar le volvió a la ventana. La persona mayor, apoyada con un bastón, se había levantado y miraba hacía el exterior. Miguel juraría que le miraba a él. Es sólo casualidad, pensó. Se quedó quieto, respirando muy contenidamente. Pasó un tiempo, a Miguel le pareció interminable, y el anciano se giró torpemente y volvió a la silla.
Las horas en la soledad de la noche son lentas, de una textura pastosa, como que se enganchan. Los minutos no corren, las horas son infinitas y Miguel dejó pasar una eternidad hasta que por fin decidió levantarse de la silla. Aún siendo ridículo, dada la distancia que había entre ellos, avanzó de puntillas, sigiloso, temeroso de hacer el más mínimo ruido. Cual enmascarado, embozado, buscando las sombras más negras que en su apartamento hallase, se aproximó a la ventana.
El anciano mordisqueaba una fruta. Una manzana. Miguel giró la vista hacia la mesa. Aún estaba el corazón no comido de la suya. El verlo allí le hizo lanzar un suspiro, pero enseguida se transformó en gemido reprimido, cuando el anciano se giró y le dirigió la mirada.
Las miradas se entrecruzaron. Viajaron en la negritud de la noche. El corazón de Miguel palpitaba desenfrenado, como si hubiese corrido una distancia inmensa a un ritmo alocado. Palpitaba con dolor, con angustia, con asfixia. De pronto se sintió muy cansado y torpemente se empezó a alejar de la ventana. Los pies no le aguantaban, trastabillaban incapaces de aguantar su peso.
Una mirada casual le hizo ver su reflejo en el cristal. Era el anciano.
Atónito, confundido, miro hacia el apartamento de enfrente. Allí estaba él. Sentado en una silla, levantándose, recogiendo los resto de una manzana, apagando la luz y desapareciendo.
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