El águila planeó muy por encima de la línea del horizonte. Volaba alto, despreocupada del suelo que lo tenía muy lejano. Si yo fuese águila haría lo mismo, pensé. Volar, por encima de todo. Por encima de telones que nos cierran la vista. Ajeno a planos que en el cielo no tienen sentido. Por encima del horizonte para ver, por fin, que es lo que se oculta tras esa línea mágica y maldita a la vez. Me posaría en la cima más alta y dejaría de sentir el dolor de mis pies al andar.
El águila jugaba con las corrientes de aire y sin mover sus alas subía y bajaba y mis ojos con ella.
Dicen que evolucionamos y de andar a cuatro patas nos erguimos y nos pusimos en dos para así poder controlar más nuestro entorno y, dicen, que gracias a esto, nos convertimos en seres superiores. Más, ¿tú te lo crees? Seguimos masticando polvo, continuamos hiriéndonos los pies y buscamos cobijo que nos protejan, metiéndonos en agujeros y cuevas, tapándonos del cielo que nos abruma y nos cohíbe.
Continué andando. Caminaba en dirección a un sol que se ocultaba, con la esperanza de que tal vez, en alguna ocasión, encontrase el lugar donde sol y luna cohabitan. Puede que así dejase de buscar más.
El campo esta poblado de lavanda. Seguro que es una de las pocas ventajas que tenemos sobre esa águila. Dudo que pueda oler este delicado perfume. Pero, ¿y si las nubes oliesen? ¿y si cerca de las estrellas se sintiese la suave esencia que emiten? No hay descanso para quien no lo quiere y yo no quiero hallar reposo a mis inquietudes. Necesito vivir con ellas, abrocharlas a mi cuerpo como si fuese otra piel más que tengo que llevar. No quiero conformarme. Tal vez no me entiendas. No lo pretendo. Tú, seguramente, tendrás tus propias preguntas. Eso deseo por tu bien. Jamás has de encontrar la respuesta absoluta y si muchas otras nuevas dudas.
La tarde acababa buenamente. El sol ya no estaba en el horizonte, el águila, ¿quién sabe por donde volaría? El capítulo de este día se acababa. La letra cada vez más pequeña, las líneas más torcidas. Debería poner punto y final. No tengo luz y escribir a ciegas me espanta, ¿qué clases de mensajes pueden surgir de la negritud?
Fugaz, una estrella recorre el cielo nocturno.
Memorias de un desconcierto
jueves, 9 de julio de 2015
martes, 7 de julio de 2015
Nada que te tenga que explicar
El papel yacía sobre la mesa. Sus garabatos me había tenido obsesionado durante días hasta que por fin conseguí descifrar aquello que quería ocultar.
Cayó en mis manos de una forma casual. Ojeaba antiguos libros en una casa de compra-venta. Libros que habían sido vendidos casi que a peso, sin darles la importancia individualizada que cada uno se merecía. Libros que atestaban antiguas estanterías y que la muerte de su dueño los habían transformado de ser poseedores de historias a poseedores de polvo. Arrinconados habían vivido sus últimos días en aquella casa hasta que introducidos en cajas de cartón, habían ido a parar a aquel local, alejado de cualquier centro que conociese y ubicado, sin saber explicar como, siempre en el extremo de cualquier búsqueda. O así me lo imaginaba yo.
No recuerdo como fui a parar allí. Vagaba por las calles, ajeno a todo lo que me rodeaba. Lejos, en mi mente, del lugar que pisaba. Ensoñaciones y fantasías me acompañaban. La tarde crepuscular, el sol casi oculto, algunas farolas ya encendidas, muchas no, por falta de mantenimiento o porque aquello que tenían que alumbrar no fuera merecedor de tal gasto. Contradictorio como siempre, fue en ese momento de penumbras cuando desperté a la realidad y me encontré enfrente de ese minúsculo local.
Vacío, solo el dueño dormitaba en una esquina.
El tintineo de la campanilla que había en la entrada lo incorporó y me dirigió una mirada. Buenas tardes nos dijimos y me puse a mirar los atestados estantes. Libros, enciclopedias, viejas revistas, fueron pasando por mis manos. Ojeadas rápidas, más por justificar mi presencia dentro que por interés por lo que pudiera hallar.
Un libro me llamó la atención, 'La isla del tesoro'. ¿Cuantos años hacía que lo había leído? Decenas. Demasiados. De repente volví a ser aquel adolescente que sentado en el sofá de casa de sus padres, pasaba las horas leyendo. Aquel joven que se despertaba de madrugada y cogía algunos de los libros que tenía sobre la mesita de noche y los devoraba con total pasión, fuesen lecturas nuevas o relecturas. ¿Cuando dejé de tener esa necesidad de llenarme con aventuras, con vidas ajenas, con viajes increíbles, con apasionados amores, con dolorosos desamores? Tal vez cuando mi vida empezó a fabricar, para mí, esos desenlaces literarios. Pero para qué engañarme, jamás mi vida ha sido digna de ser descrita más que en un par de folios. Tal vez fue eso. Empecé a sentir envidia de la vida de esos personajes ficticios y me fui alejando de ellos para no tener que comparar mi existencia, anodina y vacía, de la de aquellos aventureros, o donjuanes, mosqueteros, piratas.
Ojeaba el libro cuando entre sus páginas me encontré con ese papel. Un extraño orden en las letras enmascaraban un contenido. Compré el libro y me lo llevé a casa.
Pasé días. Averigüé su significado, pero no es nada que te tenga que explicar.
Cayó en mis manos de una forma casual. Ojeaba antiguos libros en una casa de compra-venta. Libros que habían sido vendidos casi que a peso, sin darles la importancia individualizada que cada uno se merecía. Libros que atestaban antiguas estanterías y que la muerte de su dueño los habían transformado de ser poseedores de historias a poseedores de polvo. Arrinconados habían vivido sus últimos días en aquella casa hasta que introducidos en cajas de cartón, habían ido a parar a aquel local, alejado de cualquier centro que conociese y ubicado, sin saber explicar como, siempre en el extremo de cualquier búsqueda. O así me lo imaginaba yo.
No recuerdo como fui a parar allí. Vagaba por las calles, ajeno a todo lo que me rodeaba. Lejos, en mi mente, del lugar que pisaba. Ensoñaciones y fantasías me acompañaban. La tarde crepuscular, el sol casi oculto, algunas farolas ya encendidas, muchas no, por falta de mantenimiento o porque aquello que tenían que alumbrar no fuera merecedor de tal gasto. Contradictorio como siempre, fue en ese momento de penumbras cuando desperté a la realidad y me encontré enfrente de ese minúsculo local.
Vacío, solo el dueño dormitaba en una esquina.
El tintineo de la campanilla que había en la entrada lo incorporó y me dirigió una mirada. Buenas tardes nos dijimos y me puse a mirar los atestados estantes. Libros, enciclopedias, viejas revistas, fueron pasando por mis manos. Ojeadas rápidas, más por justificar mi presencia dentro que por interés por lo que pudiera hallar.
Un libro me llamó la atención, 'La isla del tesoro'. ¿Cuantos años hacía que lo había leído? Decenas. Demasiados. De repente volví a ser aquel adolescente que sentado en el sofá de casa de sus padres, pasaba las horas leyendo. Aquel joven que se despertaba de madrugada y cogía algunos de los libros que tenía sobre la mesita de noche y los devoraba con total pasión, fuesen lecturas nuevas o relecturas. ¿Cuando dejé de tener esa necesidad de llenarme con aventuras, con vidas ajenas, con viajes increíbles, con apasionados amores, con dolorosos desamores? Tal vez cuando mi vida empezó a fabricar, para mí, esos desenlaces literarios. Pero para qué engañarme, jamás mi vida ha sido digna de ser descrita más que en un par de folios. Tal vez fue eso. Empecé a sentir envidia de la vida de esos personajes ficticios y me fui alejando de ellos para no tener que comparar mi existencia, anodina y vacía, de la de aquellos aventureros, o donjuanes, mosqueteros, piratas.
Ojeaba el libro cuando entre sus páginas me encontré con ese papel. Un extraño orden en las letras enmascaraban un contenido. Compré el libro y me lo llevé a casa.
Pasé días. Averigüé su significado, pero no es nada que te tenga que explicar.
miércoles, 18 de febrero de 2015
Rio
Vivo al lado de la locura. A un paso del caos. A un instante de derribarlo todo.
Mi espacio es una habitación acolchada y hermética. Nadie entra, yo no salgo. La comida me la pasan por una pequeña ranura, aunque casi nunca como. Vine a parar aquí tras meter fuego al piso donde vivía. Me quedé entre las llamas y olí mi carne quemada, ¡un olor tan similar a la de un simple pollo!. Fui bonzo y durante mucho tiempo me tuvieron en una unidad de grandes quemados. Desconozco como he quedado, de que forma se recompuso mi piel. Sin morir, morí. Luego me trajeron aquí.
Es un sitio sin clase, sin distinción. Paredes blancas, una ventana diminuta a la altura del techo donde apenas entra algo de luz natural. Mi sol es una bombilla. Mis días lo marca sus horas encendidas. No hay estaciones, y ni se acortan, ni se alargan, las tardes. Siempre amanece a la misma hora. Siempre días de dieciséis horas. Noches de ocho. No es que lo sepa, tampoco me importa. Supongo que a ellos sí. A los que están al otro lado. Duermo sobre una cama atornillada al suelo, sujeta a la pared. Una cama sin esquina, casi redonda. Rio.
Un día saldré de aquí. He de acabar lo que empecé. Hasta entonces seguiré viviendo al otro lado de la razón, aquel que os da miedo. Rio.
El chiquillo
Un día, un chiquillo, un chaval del barrio, saltó las abandonadas tapias, y a trozos derruidas, de la vieja fábrica y vio, al otro lado, un inmenso mar en forma de cristales rotos. El cielo, reflejado en ellos, hacia la forma y el color del agua y la nubes que corrían por lo alto, cogidas en ese tumulto de cristales, le daba movimiento a esa ilusión. Saltó dentro del recinto, teniendo precaución en no caer encima de esos cristales, para así evitar que el hechizo cambiara, a la vez que lo hacía con la intención de no cortarse. El primero deseo lo consiguió, no así el segundo. No cayó sobre los cristales, pero sí sobre unos alambres allí dejados y un reguero de sangre cayó y goteó el cristalino mar. Sintió dolor y notó que se le entumecía la pierna. No acierto a saber que pasó a continuación, pero esa sangre derramada, caída sobre esos cristales, se transformó en los rojos reflejos del mar al atardecer. El chiquillo, el chaval del barrio, fue allí encontrando, horas después, tendido sobre ese mar crepuscular. Fin.
martes, 17 de febrero de 2015
Yack
Ladraba con furia al mar. Supongo que le hacía sentirse inquieto tanta agua, no se, la verdad es que me hubiera gustado poder meterme en el interior de la cabeza de Yack y entender el proceso que hacía para acabar siempre ladrando. Pero no era el caso y me limitaba a mirarlo entre curioso y divertido. Buscaba llevarlo los días de mar calma, ya que al menos parecía que se encontraba más relajado y aunque el mar le inquietaba, le encantaba jugar con la arena. Correr playa arriba, playa abajo, saltar, revolcarse. Todo funcionaba bien hasta que en alguna cabriola se encontraba de nuevo con el mar, entonces se paraba bruscamente y empezaba, una vez más, a ladrarle. Si había oleaje la cosa se complicaba mucho, ya que el constante rumor de las olas era hipnótico para él y no había manera de que apartase la vista de ese lejano horizonte. Los días calmos eran diferente y al menos, a ratos, conseguía desconectar de esa fijación y jugaba cual si fuese un cachorro.
Siempre pensaba, en esos ratos que podíamos compartir en la playa, que me gustaría poder dibujarlo. Hacerle un retrato, tal vez fotografiarlo, cualquier cosas que me permitiera inmortalizar ese momento. Se un artista de esos que hay por las Ramblas y con hábiles trazos recoger su bella pose, ladrando o jugando, pero me defendía muy mal con esas artes y lo único que conseguía, en ocasiones, eran fotos desenfocadas o movidas.
Estar con él en el mar era una sintonía, una música de esa que hacemos nuestra y que se adhiere a nuestra vida. Una melodía que tarareamos sin saber en que momento hemos empezado y sin ser capaces de quitárnosla de la cabeza.
Yack se fue un día, hace mucho tiempo, pero siempre que voy a la playa, compitiendo con los graznidos de las gaviotas y el rumor del oleaje, se encuentra los ladridos de él.
jueves, 15 de enero de 2015
El trozo de carne
Fue una breve nota de prensa, apenas una noticia enmascarada entre decenas de otras. Nada que la hiciese destacar en estos tiempos abruptos. Tiempos más parecido al fin del mundo descrito en tantos apocalípticos textos. La noticia comentaba el hallazgo de un pequeño trozo de carne hallado a los pies del muro que nos separaba de la atrocidad del otro lado. Evidentemente el trozo de carne era humano, si no tal vez la noticia se hubiese destacado en la sección de gastronomía del diario, o tal vez no. En estos tiempos de constantes enfrentamientos y muertes, el encontrar algún resto humano no era una cosa que nos detuviese en nuestro deambular por el precipicio de esta civilización. Pero el dilema surgió al estudiar ese resto. ¿Era de los nuestros o era de ellos? Estudiando profundamente el resto humano se pudo hallar nada que desvelase ese misterio. Se buscó con ahínco algún resto de alma que diese peso a que lado de la balanza colocarlo, si en el de los buenos, nosotros, o en el de los malos, ellos. No se vio nada. Era un vulgar trozo de carne. ¡Ojalá no se hubiese encontrado! escribió el articulista de la noticia. No era expresión suya. Lo suyo sólo era constatar hechos y explicarlos, no decantarse ni opinar. Extraño articulista este, en estas épocas de tertulianos y sabelotodos. La exclamación vino de la autoridad encargada del caso y que en rueda de prensa no pudo aclarar ninguna de las preguntas que los periodistas le hacían. Lo único que supo decir es que se investigaría concienzudamente y que no cejarían en averiguar a quién pertenecía ese trozo de carne y que incluso se colocaría un reflector en la zona para continuar investigando el terreno hasta de noche, e intentar encontrar algún resto mayor o algún trozo de piel que diese alguna pista. La civilización zozobra pero no mezclemos los muertos. Cada uno con los suyos, a cada cual su celebración, homenaje y rito. El trozo de carne se pudrirá sin desvelar su misterio.
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