Existen prendas famosas. La túnica de Demis Roussos, la gabardina del inspector Colombo, el sombrero de Indiana Jones. Incluso algunas son famosas por su ausencia como las bragas de Sharon Stone en 'Instinto Básico'. Siempre hemos sido objeto de envidia y se nos ha utilizado para clasificar a las personas en estratos sociales o su pertenencia a determinadas corrientes o modas urbanas. También están aquellas personas que nos abolen y hablan de las excelencias del nudismo, pero son pocas y piensa que en esos casos, cuando los más grandes artistas han tenido que dibujar esos cuerpos desnudos, los han semivestido con una hoja de parra.
Como puedes comprender, después de lo que te he dicho, no me has de ver sólo como una camisa.
Te advierto que podemos evocar lo más sagrado como lo hace la sábana Santa de Turín, o atraer con nuestra presencia el miedo, tal y como lo hace la capa del conde Drácula. Significamos el esfuerzo, 'sudar la camiseta'.
Con sólo nuestra presencia se puede saber a qué se dedican las personas. Policías, bomberos, soldados, médicos. Y también de qué parte del mundo son. Tiroleses, flamencos, árabes, indios, chinos y paro que no quiero hacerme pesada, pero quiero hacerte ver que estás delante de alguien que es muy especial.
Tú, seguramente, pensarás que exagero. Que no soy para tanto. Que en el armario de casa hay un montón. De todos los colores, para todas las ocasiones, que las hay nuevas, viejas. Y por lo tanto, piensas, que yo no soy más que otra que ocupa una percha. ¡¡Que confundida que estás!!
Te puedo hablar del día que me compraron, ¿te crees que fue fácil? Éramos decenas y eso sólo en la tienda donde yo estaba. En todo el centro comercial seríamos miles. Un ejercito de bordados, transparencias, cuadros, líneas, flores, colores, mangas largas, cortas, incluso tres cuartos. Las había para fiestas, para el día a día. Estaban aquellas que ya se les había pasado el momento y se encontraban en la sección de oportunidades, y no te vayas a creer que estás no contaban, sus precios eran escandalosamente baratos y me hacían una feroz competencia.
Yo no lo tenía fácil. Me encontraba en medio de una pila. Era muy difícil que dieran conmigo, pero sin ellos saberlo, yo estaba destinada a caer en sus manos. Me costó, no obstante, lo mío. Tuve que arrugarme de tal manera que toda la pila de camisas que había encima mío se hizo inestable y cayó al suelo.
Jajaja. Recuerdo el grito de contrariedad que lanzó la dependienta.
María pasaba, en ese momento, al lado de la pila y la dependienta creyó que había sido ella la que había tirado la montaña de ropa. María también lo creyó y se sintió culpable. Se agachó, junto con la dependienta, con la intención de recoger la ropa del suelo. 'No, señora, por favor. Esto forma parte de mi trabajo', le dijo la dependienta mientras le indicaba que se levantase.
Fue en ese momento. Yo estaba allí, delante suyo. Es cierto que algo arrugada, pero María se sentía tan mal, que a modo de excusa me cogió y le dijo a la dependienta que me compraba. Yo, por fin, había conseguido lo que quería.
¿No me dirás que la historia no está bien? Estoy convencida de que tu historia es mucho menos interesante que la mía.
Jajaja. Te has quedado con la boca abierta. No sabes qué decirme.
Camisa entendió mal el gesto. Tijeras se cerró sobre ella y la convirtió en unos trapos para el polvo.
Memorias de un desconcierto
lunes, 27 de octubre de 2014
domingo, 26 de octubre de 2014
Raquel, Raquel
Cuando Juan acabó de poner el último adorno en el escaparate ya era más allá de la una de la madrugada. Estaba siendo un día largo y duro, como siempre que se iniciaban las rebajas, pero a Juan le gustaba su trabajo y eso de vestir y desvestir a los maniquíes le producía cierto morbo. Sus amigos le decían que lo suyo era una parafilia, él se reía y les seguía la broma diciendo que un día se casaría con una de sus modelos de plástico.
Salió a la calle para poder ver el resultado de su obra y poder valorar el efecto que causaría en los transeúntes. Se sentía satisfecho. Fumando un cigarrillo, repasaba todo lo largo del escaparate, haciendo anotaciones mentales para los minúsculos retoques que le quedaban por hacer y así poder dar por acabado su trabajo. Se sentía igual que un pintor. El escaparate era su lienzo y la paleta de colores era la trastienda donde aguardaban todas las prendas antes de ser colocadas en los estantes de la tienda. Le gustaba combinar colores, arriesgar en sus propuestas, solía acertar. Incluso en alguna ocasión le habían fotografiado el escaparate para incluir la foto en alguna revista de tendencias.
El cigarrillo ya era una corta colilla que colgaba de sus labios cuando vio a Raquel. Juan le había puesto nombre a los maniquíes, formaba parte de lo que sus amigos le definían como parafilia. Raquel, sin saber decir porqué, era su favorita. Siempre guardaba las prendas que más le gustaba de cada temporada para ponérselas a ella, siempre quería que destacase. Es por eso que no entendía como es que aparecía en un rincón del escaparate, apenas visible.
Estaba convencido de que había reservado para ella lo mejor que tenía, una increíble camisa donde se combinaban los tonos verdes y amarillo de tal manera que era como si te invitara a ver el lado más bello de la vida. Era absolutamente vitalista. Pero no era esa la que tenía puesta.
Unos guantes blancos, totalmente fuera de lugar, cubrían sus manos de plástico. De la camisa, ni rastro.
Era tarde y empezaba a sentirse cansado, pero no podía dejar a Raquel de esa manera. Volvió al interior de la tienda y fue en busca de la camisa que debía de llevar puesta.
Pasó una hora más entre que le quitó los guantes y le colocó, con todo el cuidado del mundo, la camisa que tanto le gustaba. También le hizo hueco en el centro del escaparate y por fin volvió a dar por acabada su obra.
Salió a la calle. Era noche cerrada. Se encendió otro cigarrillo mientras miraba el cielo, la Luna, las estrellas. No recordaba si alguna vez, en el casi un año que hacía que tenía el local, se había quedado hasta tan tarde trabajando, excepto cuando tuvo que hacer la reforma. Estaba absolutamente destrozado cuando lo compró. Le hablaron de un incendio, hace ya unos años.
Tiró el cigarro al suelo y lo pisó mientras se volvía hacía el escaparate.
No entendía nada. Raquel volvía a aparecer con los guantes blancos. Además se le había añadido un velo, también blanco. La camisa había vuelto a desaparecer. Y aunque no estaba tan arrinconada como la primera vez, volvía a estar desplazada del centro.
Si fuese otro momento del día Juan pensaría que le estaban gastando una broma bastante desagradable, pero sólo estaba él en la tienda. Es más, la calle estaba inusualmente desierta. Ningún transeúnte trasnochador, ninguna pareja de enamorados, ningún grupo de jóvenes. Nadie.
Miró el reloj. Eran más de las tres de la noche y la tienda tendría que abrirse a las diez sin excusa alguna. Volvió a dentro y volvió a repetir los pasos que había dado la vez anterior. Desvestir al maniquí, colocarlo en el centro del escaparate, ponerle la despampanante camisa. Todo esto haciéndolo con mucho cuidado, asegurándose muy bien de cada uno de los pasos que daba, para así tener la certeza de que las prisas y las horas tardías no le gastaban otra mala pasada.
El reloj del ayuntamiento sonó. Las cuatro, contó mientras recogía los alfileres y tiraba a la basura los restos de los adornos. Miró el escaparate desde el interior de la tienda. Todo era normal. Pero al salir...
Raquel esta vez se encontraba en el centro del expositor. Pero no sólo volvía a tener los guantes y el velo blanco. Lucía un bellísimo vestido de novia. Juan miraba, sin dar crédito a lo que veía, sin saber si todo era fruto de un sueño, si vivía una pesadilla, pero admitiendo lo extraordinariamente bella que estaba.
Volvió al interior de la tienda.
El reloj del ayuntamiento marcaba las diez de la mañana, hora en que los locales y comercios de la calle empezaban a abrirse. Era el primer día de las rebajas y ya hacía rato que circulaban por ella los compradores más madrugadores. El escaparate de la tienda de Juan se mostraba oculto tras una especie de telón. Un remolino de curiosos aguardaban para ver que es lo que ocultaba tras él.
A las diez en punto el telón se abrió. En el centro del escaparate se mostraban un par de maniquíes, llevaban unos bellísimos trajes de novios.
Alguien preguntó si Raquel, su antigua dueña, había vuelto. Hacía años que nadie sabía nada de ella, justo desde el mismo momento en que un pavoroso incendio arrasó esa tienda dedicada, entonces, a los trajes de novias. Curiosamente el incendio se produjo unas vísperas de rebajas, comentó alguien.
Salió a la calle para poder ver el resultado de su obra y poder valorar el efecto que causaría en los transeúntes. Se sentía satisfecho. Fumando un cigarrillo, repasaba todo lo largo del escaparate, haciendo anotaciones mentales para los minúsculos retoques que le quedaban por hacer y así poder dar por acabado su trabajo. Se sentía igual que un pintor. El escaparate era su lienzo y la paleta de colores era la trastienda donde aguardaban todas las prendas antes de ser colocadas en los estantes de la tienda. Le gustaba combinar colores, arriesgar en sus propuestas, solía acertar. Incluso en alguna ocasión le habían fotografiado el escaparate para incluir la foto en alguna revista de tendencias.
El cigarrillo ya era una corta colilla que colgaba de sus labios cuando vio a Raquel. Juan le había puesto nombre a los maniquíes, formaba parte de lo que sus amigos le definían como parafilia. Raquel, sin saber decir porqué, era su favorita. Siempre guardaba las prendas que más le gustaba de cada temporada para ponérselas a ella, siempre quería que destacase. Es por eso que no entendía como es que aparecía en un rincón del escaparate, apenas visible.
Estaba convencido de que había reservado para ella lo mejor que tenía, una increíble camisa donde se combinaban los tonos verdes y amarillo de tal manera que era como si te invitara a ver el lado más bello de la vida. Era absolutamente vitalista. Pero no era esa la que tenía puesta.
Unos guantes blancos, totalmente fuera de lugar, cubrían sus manos de plástico. De la camisa, ni rastro.
Era tarde y empezaba a sentirse cansado, pero no podía dejar a Raquel de esa manera. Volvió al interior de la tienda y fue en busca de la camisa que debía de llevar puesta.
Pasó una hora más entre que le quitó los guantes y le colocó, con todo el cuidado del mundo, la camisa que tanto le gustaba. También le hizo hueco en el centro del escaparate y por fin volvió a dar por acabada su obra.
Salió a la calle. Era noche cerrada. Se encendió otro cigarrillo mientras miraba el cielo, la Luna, las estrellas. No recordaba si alguna vez, en el casi un año que hacía que tenía el local, se había quedado hasta tan tarde trabajando, excepto cuando tuvo que hacer la reforma. Estaba absolutamente destrozado cuando lo compró. Le hablaron de un incendio, hace ya unos años.
Tiró el cigarro al suelo y lo pisó mientras se volvía hacía el escaparate.
No entendía nada. Raquel volvía a aparecer con los guantes blancos. Además se le había añadido un velo, también blanco. La camisa había vuelto a desaparecer. Y aunque no estaba tan arrinconada como la primera vez, volvía a estar desplazada del centro.
Si fuese otro momento del día Juan pensaría que le estaban gastando una broma bastante desagradable, pero sólo estaba él en la tienda. Es más, la calle estaba inusualmente desierta. Ningún transeúnte trasnochador, ninguna pareja de enamorados, ningún grupo de jóvenes. Nadie.
Miró el reloj. Eran más de las tres de la noche y la tienda tendría que abrirse a las diez sin excusa alguna. Volvió a dentro y volvió a repetir los pasos que había dado la vez anterior. Desvestir al maniquí, colocarlo en el centro del escaparate, ponerle la despampanante camisa. Todo esto haciéndolo con mucho cuidado, asegurándose muy bien de cada uno de los pasos que daba, para así tener la certeza de que las prisas y las horas tardías no le gastaban otra mala pasada.
El reloj del ayuntamiento sonó. Las cuatro, contó mientras recogía los alfileres y tiraba a la basura los restos de los adornos. Miró el escaparate desde el interior de la tienda. Todo era normal. Pero al salir...
Raquel esta vez se encontraba en el centro del expositor. Pero no sólo volvía a tener los guantes y el velo blanco. Lucía un bellísimo vestido de novia. Juan miraba, sin dar crédito a lo que veía, sin saber si todo era fruto de un sueño, si vivía una pesadilla, pero admitiendo lo extraordinariamente bella que estaba.
Volvió al interior de la tienda.
El reloj del ayuntamiento marcaba las diez de la mañana, hora en que los locales y comercios de la calle empezaban a abrirse. Era el primer día de las rebajas y ya hacía rato que circulaban por ella los compradores más madrugadores. El escaparate de la tienda de Juan se mostraba oculto tras una especie de telón. Un remolino de curiosos aguardaban para ver que es lo que ocultaba tras él.
A las diez en punto el telón se abrió. En el centro del escaparate se mostraban un par de maniquíes, llevaban unos bellísimos trajes de novios.
Alguien preguntó si Raquel, su antigua dueña, había vuelto. Hacía años que nadie sabía nada de ella, justo desde el mismo momento en que un pavoroso incendio arrasó esa tienda dedicada, entonces, a los trajes de novias. Curiosamente el incendio se produjo unas vísperas de rebajas, comentó alguien.
martes, 21 de octubre de 2014
Me gusta, no me gusta
Me gusta despertarme con el alboroto de los periquitos. Desayunar mirando el sol y creer que no puedo abrir los ojos por su resplandor y no por el sueño. Escuchar por la radio alguna canción que ya había olvidado y sentir como me asaltan recuerdos que ella evoca. Me gusta que al mirar por la ventana el horizonte esté lejos y que haya montañas y el cielo muy azul. Tenerme que poner poca ropa y sobre todo no ponerme calcetines. Pisar la arena de la playa, oír las voces en los puestos del mercado, tomarme un café con leche y un crusán, mirar las librerías, ojear las revistas. Me gusta las mañanas cuando se empiezan a abrir las tiendas, cuando todo parece que es nuevo y salir a la calle justo cuando acaba de pasar el camión cisterna. Respirar ese aire fresco de la acera recién lavada y pisar los charcos que ha dejado, dando saltitos, casi, casi como si volase.
No me gusta estar esperando el ascensor, la luz amarillenta de las farolas, que suene el teléfono cuando estoy con los walkman puestos, en general no me gusta que suene el teléfono nunca. No me gustan las colas en el cine, llegar con el tiempo justo, que haga viento en la ciudad, que en el verano no haga calor, que el invierno sea demasiado frío, que el reloj se atrase, que las suelas de los zapatos chirríen. No me gusta Rajoy, ni Mas, casi ningún político. No me gustan las calles con escaleras, que se me estropee la bicicleta, tener que pasar la ITV del coche. No me gusta nada el servicio de megafonía del metro cuando anuncian algún incidente, no se entiende nunca nada. Pero sobre todo no me gusta estar sin mis perros, los echo mucho de menos, su sola presencia me alegraba. Su ausencia es como vivir en el infierno y así cada día.
No me gusta estar esperando el ascensor, la luz amarillenta de las farolas, que suene el teléfono cuando estoy con los walkman puestos, en general no me gusta que suene el teléfono nunca. No me gustan las colas en el cine, llegar con el tiempo justo, que haga viento en la ciudad, que en el verano no haga calor, que el invierno sea demasiado frío, que el reloj se atrase, que las suelas de los zapatos chirríen. No me gusta Rajoy, ni Mas, casi ningún político. No me gustan las calles con escaleras, que se me estropee la bicicleta, tener que pasar la ITV del coche. No me gusta nada el servicio de megafonía del metro cuando anuncian algún incidente, no se entiende nunca nada. Pero sobre todo no me gusta estar sin mis perros, los echo mucho de menos, su sola presencia me alegraba. Su ausencia es como vivir en el infierno y así cada día.
jueves, 9 de octubre de 2014
Mi tío Marcial
Siempre fui bastante pequeño. Ahora, con los años, tengo una estatura que podríamos considerar dentro de la media, tirando a baja, pero bastante normal.
Creo que es por ese motivo que el primer recuerdo que tengo de mi tío Marcial son sus largas piernas. Piernas musculadas y vellosas. En las tardes de verano, cuando mi padre, que era su hermano, y mi madre, dormitaban la siesta bajo la escasa protección del parasol, en la playa, él nos reunía a mis hermanos y a mí y nos poníamos a jugar a fútbol. Los cuatro que éramos contra él.
Sus piernas eran mágicas, parecían manos de prestidigitador, y hacía desaparecer la pelota de un lado para hacerla surgir en el otro. Nos hacía correr como locos detrás de él, gritando, riendo y espantando el sueño del mediodía a los playistas que tenían la mala suerte de haber tendido sus toallas al lado de las nuestras.
Ya he dicho. Tenía piernas largas, cubiertas de pelo, negro y denso, y eran ágiles. Cuando en algún requiebro me dejaba tirado en la arena, yo alzaba la cabeza y haciéndome sombra con la mano, veía sus contagiosas muecas, burlándose, abriendo la boca, sacando la lengua, asomando sus dientes muy blancos, casi deslumbrantes. Su cara era afilada, casi podía decir que puntiaguda. Su barbilla, su nariz, incluso sus orejas. Es por eso que mi padre lo llamaba, cariñosamente, 'Marcialno'. Con sus manos, cuando no las tenía ocupadas alzando a alguno de nosotros a los cielos, se la pasaba por la frente para apartarse sus larga melena. Pelo negro y rizado que le cubría la vista la mayoría de las veces.
Al acabar el partidillo, todos caíamos rendidos en la arena, sudorosos y resoplando. Entonces él se tiraba en medio de nosotros y era en ese momento cuando mis hermanos y yo nos lanzábamos encima suyo y le empezábamos a hacer cosquillas. Tenía muchas. El lado de la barriga era su parte más sensible, justo donde tenía el tatuaje. Una bella dama, cuya historia de el porqué de ese tatuaje jamás nos quiso contar, decía que era cosa de adultos y que no debían de oír los niños. Mi madre le llamaba Don Juan siempre que le veía ese dibujo, pero nosotros no entendíamos que significaba eso de Don Juan. Lo que sí entendíamos, y todos nos peleábamos por conseguirlo, era meter nuestras manos entre los pliegues de esa dama y disfrutar viéndole retorcerse de risa.
Su risa, sí, ya lo he dicho, pero es que era especial, contagiosa de tal manera que todos acabábamos retorciéndonos por la arena, agarrándonos la barriga de tanto daño que nos hacía de la risa que nos producía la suya.
Normalmente era en ese momento cuando mi madre se levantaba de la toalla, se sacudía la arena que tenía enganchada al cuerpo y nos reprendía a todos, especialmente a mi tío. 'Parece mentira Marcial, ¡¡que ya tienes una edad para andar con estas chiquilladas!!'. Mi tío, entonces, se ponía muy serio y se levantaba. Sus brazos los tendía hacía nosotros y nos levantaba a pulso, resaltando los músculos que tenía. Sus dedos fuertes, nos asía con seguridad y casi nos levantaba como si hubiéramos sido impulsados por un resorte. Luego miraba a mi madre con su mirada. Una mirada tierna, dulce. Sus oscuros ojos marrones imploraba un perdón a la reprimenda que le había hecho. Era una treta. Cuando ya estaba muy cerca, se giraba rápido hacía nosotros, nos guiñaba un ojo y esa era la señal. Todos salíamos corriendo hacía nuestra madre.
Creo que es por ese motivo que el primer recuerdo que tengo de mi tío Marcial son sus largas piernas. Piernas musculadas y vellosas. En las tardes de verano, cuando mi padre, que era su hermano, y mi madre, dormitaban la siesta bajo la escasa protección del parasol, en la playa, él nos reunía a mis hermanos y a mí y nos poníamos a jugar a fútbol. Los cuatro que éramos contra él.
Sus piernas eran mágicas, parecían manos de prestidigitador, y hacía desaparecer la pelota de un lado para hacerla surgir en el otro. Nos hacía correr como locos detrás de él, gritando, riendo y espantando el sueño del mediodía a los playistas que tenían la mala suerte de haber tendido sus toallas al lado de las nuestras.
Ya he dicho. Tenía piernas largas, cubiertas de pelo, negro y denso, y eran ágiles. Cuando en algún requiebro me dejaba tirado en la arena, yo alzaba la cabeza y haciéndome sombra con la mano, veía sus contagiosas muecas, burlándose, abriendo la boca, sacando la lengua, asomando sus dientes muy blancos, casi deslumbrantes. Su cara era afilada, casi podía decir que puntiaguda. Su barbilla, su nariz, incluso sus orejas. Es por eso que mi padre lo llamaba, cariñosamente, 'Marcialno'. Con sus manos, cuando no las tenía ocupadas alzando a alguno de nosotros a los cielos, se la pasaba por la frente para apartarse sus larga melena. Pelo negro y rizado que le cubría la vista la mayoría de las veces.
Al acabar el partidillo, todos caíamos rendidos en la arena, sudorosos y resoplando. Entonces él se tiraba en medio de nosotros y era en ese momento cuando mis hermanos y yo nos lanzábamos encima suyo y le empezábamos a hacer cosquillas. Tenía muchas. El lado de la barriga era su parte más sensible, justo donde tenía el tatuaje. Una bella dama, cuya historia de el porqué de ese tatuaje jamás nos quiso contar, decía que era cosa de adultos y que no debían de oír los niños. Mi madre le llamaba Don Juan siempre que le veía ese dibujo, pero nosotros no entendíamos que significaba eso de Don Juan. Lo que sí entendíamos, y todos nos peleábamos por conseguirlo, era meter nuestras manos entre los pliegues de esa dama y disfrutar viéndole retorcerse de risa.
Su risa, sí, ya lo he dicho, pero es que era especial, contagiosa de tal manera que todos acabábamos retorciéndonos por la arena, agarrándonos la barriga de tanto daño que nos hacía de la risa que nos producía la suya.
Normalmente era en ese momento cuando mi madre se levantaba de la toalla, se sacudía la arena que tenía enganchada al cuerpo y nos reprendía a todos, especialmente a mi tío. 'Parece mentira Marcial, ¡¡que ya tienes una edad para andar con estas chiquilladas!!'. Mi tío, entonces, se ponía muy serio y se levantaba. Sus brazos los tendía hacía nosotros y nos levantaba a pulso, resaltando los músculos que tenía. Sus dedos fuertes, nos asía con seguridad y casi nos levantaba como si hubiéramos sido impulsados por un resorte. Luego miraba a mi madre con su mirada. Una mirada tierna, dulce. Sus oscuros ojos marrones imploraba un perdón a la reprimenda que le había hecho. Era una treta. Cuando ya estaba muy cerca, se giraba rápido hacía nosotros, nos guiñaba un ojo y esa era la señal. Todos salíamos corriendo hacía nuestra madre.
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