Estaba en las afueras, era el último bloque de la ciudad. Más allá se extendía un frondoso bosque.
Cuando Miguel vio el piso, no se podía creer la suerte que estaba teniendo. Las ventanas del piso daban todas a la parte de atrás y sólo se veía una gran extensión de árboles. La ciudad quedaba del otro lado y apenas le llegaba un amortiguado sonido del tráfico y del bullicio propio de las urbes.
No se lo pensó. Con el dinero que tenía ahorrado, calculó, y con un préstamo pequeño se lo podía quedar. Aquella misma tarde firmaba el contrato de compra y pasado una semana ya estaba instalándose en él.
Lo primero que hizo cuando entró en el piso fue abrir todas las ventanas y notar como se colaba la brisa cálida de la tarde. Era verano. Luego empezó a oír el trinar de los pájaros, el murmullo de las ramas mecidas por el viento. Miguel se sentía feliz. Iba de una habitación a otra, esquivando cajas y trastos colocados por todas partes, y miraba por cada ventana. Podemos hablar de entusiasmo. Así se encontraba Miguel.
La tarde fue avanzando y, aunque con lentitud, la noche fue cogiendo el relevo. El piso se lleno de tinieblas y Miguel activo el interruptor de la luz. Una desangelada bombilla, colgaba de unos hilos, daba una escasa luz amarillenta. Movida por las corrientes de aire, producía un efecto extraño en las sombras, que se creaban de una manera sorpresiva. Empezó a sentir un poco de frío. Sin duda es causa de las emociones que llevo y como consecuencia del cansancio.
Miguel pensó que ya era el momento de ir a dormir. Antes tuvo que apagar la única luz de que disponía y avanzar a oscuras por un pasillo lleno de cajas y obstáculos. Un pasillo mucho más largo de lo que recordaba. Hoy lo he recorrido varía decena de veces y apenas daba cuatro pasos y ahora no se cuantos llevo y no llego la puerta de la habitación. A la insólita distancia se le sumaba la increíble cantidad de obstáculos con los que iba tropezando. Miró hacía atrás para tomar alguna referencia y en lo que parecía una gran distancia veía la ventana del comedor, abierta. Una sombra cruzó por delante.
Me está empezando a pasar cuentas este día, pensó. A ver si llego a la habitación y puedo descansar.
Retomó su camino y apenas había dado un par de pasos notó un aire frío que le recorría la espalda. No quiso mirar para atrás y una acuciante urgencia le hizo avanzar con más presteza. La urgencia le hizo tropezar con un bulto y calló al suelo.
Notó algo que le recorría la espalda. Y si no fuera por su estado de nervios, ya alterado, podría haber dicho que le acariciaba. Arrastrándose, sin ánimos de levantarse del suelo, continuó su marcha y en lo que pareció un millón de horas llegó a la puerta del dormitorio.
Apoyándose en ella se fue alzando del suelo, pero apenas se levantó un palmo cuando algo le cubrió la cara.
Pánico, terror. Todos los fantasmas que cohabitan con nosotros desde nuestra infancia salieron al exterior. Miguel temblaba. Tal era su estado que se desvaneció allí mismo...
...La luz del sol entraba con fuerza por todas las ventanas abiertas y, acompañado del cantó de los pájaros, despertaron a Miguel. Su camisa, que había colgado de un gancho de la pared, la tenía tapándole la cabeza. Se la quitó casi que con rabia. Y la sombra que vio no era otra cosa que la bombilla del techo. Una insólita forma de estrenar el piso.
El día lo dedicó enteramente en ordenar todas las cosas y en dejar totalmente despejado el pasillo de casa. Y, por supuesto, a colocar luces en todas las habitaciones y espacios.
Memorias de un desconcierto
jueves, 25 de enero de 2018
lunes, 22 de enero de 2018
Decisiones
Al salir del teatro vi que la ciudad había sido limpiada por una poderosa tormenta. De ella sólo quedaba el testimonio, en el cielo, de un gran Arco Iris y en el suelo, infinidad de charcos.
Así es todo, pensé. Si te quedas embobado mirando el cielo lo más probable es que los pies acaben en más de un charco, tal vez sólo de agua, tal vez lleno de barro. Lo mejor es dejarse caer desde ese cielo, cual si lo hiciéramos en un paracaídas. Planear lentamente y buscar el sitio en donde posarse. Dejar las huellas en un sitio seco, a salvo de la humedad que estropea las cosas. Con seguridad un sitio ya ocupado, habitado por insectos, que, como yo, huyen de mojarse.
La tarde transcurría en estas filosofías baratas. De aquellas que puedes comprar en un bazar de todo a cien. Libros de autoayuda que se venden junto a cuadernos para colorear y sudokus. Sitios mágicos llenos de artilugios que han sustituidos a los puestos de juguetes baratos de los mercadillos de la niñez.
Caminaba con las manos en los bolsillos de la chaqueta. Jugueteando los dedos con unas monedas que había dentro. La mente seguía llena de cuestiones. Saltaba de una duda a otra, de una pregunta a una respuesta que era de otra. Iba abstraído. Ajeno al rumbo que llevaba. Nada es más inquietante que caminar sin saber por donde caminas, porque es el subconsciente el que te lleva.
Me paré en un cruce. El semáforo estaba en rojo. Y aunque yo no estaba atento, mis ojos sí. Los físicos, los del glóbulo ocular y retina. El cerebro, esa gran máquina que traduce lo que vemos, andaba divagando. Suerte de esa parte animal que aún convive en nosotros y que no está para análisis y sí para sobrevivir.
En frente del cruce un puesto de frutas ocupaba todo el frontal de mi mirada. Ahora sí, controlada por mis sentidos. Pilas de manzanas, naranjas, mandarinas. Plátanos amontonados. Melones. Peras. Y tantas y tantas más frutas. Algunas exóticas y desconocidas por mí. Una excelente iluminación las hacía muy brillantes.
Cruce la calle y saqué las monedas con las que iba jugueteando. Un par de euros y alguna calderilla. Me acerqué al puesto y vi que tenía unos conos con fruta troceada. De repente me apeteció mucho y con esas monedas me compré uno. Una mezcla de fresas y plátanos.
Junto con el cono me dio un pequeño tenedor de plástico con el que podía ir pinchando los trozos de fruta. Me alejé mientras pinchaba un trozo de fresa.
Nada tiene de especial esta anécdota. Es tan simple como el continuo transcurrir de los días excepto en el hecho de escoger que comer primero, que guardar para el final.
Porque así va pasando todas las cosas de la vida. Grandes vacíos con pequeñas decisiones. Pero son estas pequeñas decisiones las que nos dan sabor a las cosas. Las que primero escogemos y la que guardamos para acabar.
Así es todo, pensé. Si te quedas embobado mirando el cielo lo más probable es que los pies acaben en más de un charco, tal vez sólo de agua, tal vez lleno de barro. Lo mejor es dejarse caer desde ese cielo, cual si lo hiciéramos en un paracaídas. Planear lentamente y buscar el sitio en donde posarse. Dejar las huellas en un sitio seco, a salvo de la humedad que estropea las cosas. Con seguridad un sitio ya ocupado, habitado por insectos, que, como yo, huyen de mojarse.
La tarde transcurría en estas filosofías baratas. De aquellas que puedes comprar en un bazar de todo a cien. Libros de autoayuda que se venden junto a cuadernos para colorear y sudokus. Sitios mágicos llenos de artilugios que han sustituidos a los puestos de juguetes baratos de los mercadillos de la niñez.
Caminaba con las manos en los bolsillos de la chaqueta. Jugueteando los dedos con unas monedas que había dentro. La mente seguía llena de cuestiones. Saltaba de una duda a otra, de una pregunta a una respuesta que era de otra. Iba abstraído. Ajeno al rumbo que llevaba. Nada es más inquietante que caminar sin saber por donde caminas, porque es el subconsciente el que te lleva.
Me paré en un cruce. El semáforo estaba en rojo. Y aunque yo no estaba atento, mis ojos sí. Los físicos, los del glóbulo ocular y retina. El cerebro, esa gran máquina que traduce lo que vemos, andaba divagando. Suerte de esa parte animal que aún convive en nosotros y que no está para análisis y sí para sobrevivir.
En frente del cruce un puesto de frutas ocupaba todo el frontal de mi mirada. Ahora sí, controlada por mis sentidos. Pilas de manzanas, naranjas, mandarinas. Plátanos amontonados. Melones. Peras. Y tantas y tantas más frutas. Algunas exóticas y desconocidas por mí. Una excelente iluminación las hacía muy brillantes.
Cruce la calle y saqué las monedas con las que iba jugueteando. Un par de euros y alguna calderilla. Me acerqué al puesto y vi que tenía unos conos con fruta troceada. De repente me apeteció mucho y con esas monedas me compré uno. Una mezcla de fresas y plátanos.
Junto con el cono me dio un pequeño tenedor de plástico con el que podía ir pinchando los trozos de fruta. Me alejé mientras pinchaba un trozo de fresa.
Nada tiene de especial esta anécdota. Es tan simple como el continuo transcurrir de los días excepto en el hecho de escoger que comer primero, que guardar para el final.
Porque así va pasando todas las cosas de la vida. Grandes vacíos con pequeñas decisiones. Pero son estas pequeñas decisiones las que nos dan sabor a las cosas. Las que primero escogemos y la que guardamos para acabar.
viernes, 19 de enero de 2018
La manzana
Sobre la mesa había una manzana. El resto de una cena que ya hacía unas horas que se había consumado.
Después de cenar y de ver un rato la televisión Miguel se fue a cama a dormir. Corto fue el sueño. Apenas habían pasado un par de horas cuando se despertó.
El reloj de la mesita de noche, con su fría luz verde, indicaba que eran la una menos cuarto. Un rato más tarde, y tras varias vueltas en la cama intentando reencontrarse con el sueño, se levantó.
A oscuras se fue moviendo por la casa, sólo iluminada por el escaso brillo de una Luna menguante que filtraba su luz por la ventana del comedor. Los pisos de enfrente se mostraban con las luces apagadas. Todos menos uno. Y este, cual si fuese un imán, atrajo su mirada desvelada.
Las cortinas descorridas mostraban un comedor y en él a una persona mayor sentada en una silla y con los brazos apoyados en la mesa. Parecía como si se hubiese dormido allí, vencido por un sueño repentino y que no le hubiese dado tiempo ni de levantarse de la silla. Le observo durante un rato, pero no había ninguna actividad. Estaba quieto, inmóvil.
Miguel se alejó de la ventana y se sentó. La manzana se mostraba apetitosa y, perezoso para ir a la cocina y buscar cualquier otra cosa que comer, la fue mordisqueando. Su mirada se movía en las tinieblas de su vivienda. Se entretenía en los pilotos encendidos de los aparatos eléctricos, que parecían pequeñas estrellitas. Rojos, amarillos. Un pequeño firmamento en su propio mundo. Constelaciones propias, nuevos zodiacos. Su lento mirar le volvió a la ventana. La persona mayor, apoyada con un bastón, se había levantado y miraba hacía el exterior. Miguel juraría que le miraba a él. Es sólo casualidad, pensó. Se quedó quieto, respirando muy contenidamente. Pasó un tiempo, a Miguel le pareció interminable, y el anciano se giró torpemente y volvió a la silla.
Las horas en la soledad de la noche son lentas, de una textura pastosa, como que se enganchan. Los minutos no corren, las horas son infinitas y Miguel dejó pasar una eternidad hasta que por fin decidió levantarse de la silla. Aún siendo ridículo, dada la distancia que había entre ellos, avanzó de puntillas, sigiloso, temeroso de hacer el más mínimo ruido. Cual enmascarado, embozado, buscando las sombras más negras que en su apartamento hallase, se aproximó a la ventana.
El anciano mordisqueaba una fruta. Una manzana. Miguel giró la vista hacia la mesa. Aún estaba el corazón no comido de la suya. El verlo allí le hizo lanzar un suspiro, pero enseguida se transformó en gemido reprimido, cuando el anciano se giró y le dirigió la mirada.
Las miradas se entrecruzaron. Viajaron en la negritud de la noche. El corazón de Miguel palpitaba desenfrenado, como si hubiese corrido una distancia inmensa a un ritmo alocado. Palpitaba con dolor, con angustia, con asfixia. De pronto se sintió muy cansado y torpemente se empezó a alejar de la ventana. Los pies no le aguantaban, trastabillaban incapaces de aguantar su peso.
Una mirada casual le hizo ver su reflejo en el cristal. Era el anciano.
Atónito, confundido, miro hacia el apartamento de enfrente. Allí estaba él. Sentado en una silla, levantándose, recogiendo los resto de una manzana, apagando la luz y desapareciendo.
Después de cenar y de ver un rato la televisión Miguel se fue a cama a dormir. Corto fue el sueño. Apenas habían pasado un par de horas cuando se despertó.
El reloj de la mesita de noche, con su fría luz verde, indicaba que eran la una menos cuarto. Un rato más tarde, y tras varias vueltas en la cama intentando reencontrarse con el sueño, se levantó.
A oscuras se fue moviendo por la casa, sólo iluminada por el escaso brillo de una Luna menguante que filtraba su luz por la ventana del comedor. Los pisos de enfrente se mostraban con las luces apagadas. Todos menos uno. Y este, cual si fuese un imán, atrajo su mirada desvelada.
Las cortinas descorridas mostraban un comedor y en él a una persona mayor sentada en una silla y con los brazos apoyados en la mesa. Parecía como si se hubiese dormido allí, vencido por un sueño repentino y que no le hubiese dado tiempo ni de levantarse de la silla. Le observo durante un rato, pero no había ninguna actividad. Estaba quieto, inmóvil.
Miguel se alejó de la ventana y se sentó. La manzana se mostraba apetitosa y, perezoso para ir a la cocina y buscar cualquier otra cosa que comer, la fue mordisqueando. Su mirada se movía en las tinieblas de su vivienda. Se entretenía en los pilotos encendidos de los aparatos eléctricos, que parecían pequeñas estrellitas. Rojos, amarillos. Un pequeño firmamento en su propio mundo. Constelaciones propias, nuevos zodiacos. Su lento mirar le volvió a la ventana. La persona mayor, apoyada con un bastón, se había levantado y miraba hacía el exterior. Miguel juraría que le miraba a él. Es sólo casualidad, pensó. Se quedó quieto, respirando muy contenidamente. Pasó un tiempo, a Miguel le pareció interminable, y el anciano se giró torpemente y volvió a la silla.
Las horas en la soledad de la noche son lentas, de una textura pastosa, como que se enganchan. Los minutos no corren, las horas son infinitas y Miguel dejó pasar una eternidad hasta que por fin decidió levantarse de la silla. Aún siendo ridículo, dada la distancia que había entre ellos, avanzó de puntillas, sigiloso, temeroso de hacer el más mínimo ruido. Cual enmascarado, embozado, buscando las sombras más negras que en su apartamento hallase, se aproximó a la ventana.
El anciano mordisqueaba una fruta. Una manzana. Miguel giró la vista hacia la mesa. Aún estaba el corazón no comido de la suya. El verlo allí le hizo lanzar un suspiro, pero enseguida se transformó en gemido reprimido, cuando el anciano se giró y le dirigió la mirada.
Las miradas se entrecruzaron. Viajaron en la negritud de la noche. El corazón de Miguel palpitaba desenfrenado, como si hubiese corrido una distancia inmensa a un ritmo alocado. Palpitaba con dolor, con angustia, con asfixia. De pronto se sintió muy cansado y torpemente se empezó a alejar de la ventana. Los pies no le aguantaban, trastabillaban incapaces de aguantar su peso.
Una mirada casual le hizo ver su reflejo en el cristal. Era el anciano.
Atónito, confundido, miro hacia el apartamento de enfrente. Allí estaba él. Sentado en una silla, levantándose, recogiendo los resto de una manzana, apagando la luz y desapareciendo.
lunes, 15 de enero de 2018
Un momento de introspección
La tarde ya era noche. Es lo que tiene estos días invernales, que la transición entre la luz del día y la negritud de la noche se produce, sin darse uno cuenta, terminando de tomar el café de después de las comidas. Tarde comes, pensará alguien, y cierto es, pero no para confundir comida con cena. Sí, acaso, con merienda temprana. Pero para personas despistadas, ajenas a relojes, la oscuridad podía inducir a resopón. Sólo cambia la impresión cuando se mira por la ventana y ve el colorido espectáculo de los pisos vecinos, todos con las luces puestas. Algunos, inclusos, con las llamativas luces navideñas encendidas, aunque las fechas ya van quedando atrás.
Es periodo de introspección. La mirada hacía afuera es intrusiva en las vidas de los demás. Esas luces, que apenas alumbran el interior, son escaparates para fisgones y curiosos desde el exterior.
Conecto el equipo de música y ojeo un catálogo. Viajes veraniegos que quedaron por hacer, pendientes. Larga es la lista, pero ya he ido tachando algunos. Unos por realizados, otros porque ya no serán. Pero aún es cuantiosa y larga la de futuribles.
Una foto me llama la atención. La miro con detalle. ¿Qué es? Vuelve a pensar el mismo de antes. Impaciente por ver si esto que lee tiene mayor interés y calculando que ya le va tocando hacer la cena, que aunque el que escribe coma tarde, el que lee no y ya va sintiendo el gusanillo del hambre. No es nada especial, a la foto me refiero, no al hambre de cada uno y que cada uno ha de saber como saciarla. Y no sólo comiendo, o sí comiendo pero no sólo con la boca, también con los ojos, con los oídos, con todo aquello que nos permita conocer y relacionarnos con nuestro entorno.
La foto es de una rosa de los vientos esculpida en un mirador. Es una soberbia vista la que se alcanza desde él. Soberbio de majestuosidad, de grandeza. La vista, el panorama, lo que se llega a ver y, lo más importante, lo que no se llega a ver. También es soberbia, pero de altivez, de envanecimiento, la rosa de los vientos. Intentar indicar por donde soplará los aires es condición humana que todo lo quiere acotar, y medir, y señalar. Como si todo estuviera en nuestras manos. Como si la naturaleza fuera ciencia exacta. Dos más dos son cuatro piensa el lector impaciente, ya apenas con medio ojos puesto en la lectura, que no le dice nada, pero que se niega a dejar, curioso, tal vez, por si al final algo se dice.
Puedes ir a hacerte la cena. Enciende el fuego y pon el cazo con agua a calentar. Poco más te voy a contar.
¡Mierda! Exclama el aludido.
No es palabra apropiada para este escrito, pero él no lo escribe. Él lo evalúa y libre es de expresarse como quiera. Pero entiendo que esa reflexión es particular suya, intrusiva en mis pensamientos, así que corro las cortinas de mis interiores y dejo al otro con su cazo y su agua, su sobre de sopa o sus verduras por cortar.
Es periodo de introspección. La mirada hacía afuera es intrusiva en las vidas de los demás. Esas luces, que apenas alumbran el interior, son escaparates para fisgones y curiosos desde el exterior.
Conecto el equipo de música y ojeo un catálogo. Viajes veraniegos que quedaron por hacer, pendientes. Larga es la lista, pero ya he ido tachando algunos. Unos por realizados, otros porque ya no serán. Pero aún es cuantiosa y larga la de futuribles.
Una foto me llama la atención. La miro con detalle. ¿Qué es? Vuelve a pensar el mismo de antes. Impaciente por ver si esto que lee tiene mayor interés y calculando que ya le va tocando hacer la cena, que aunque el que escribe coma tarde, el que lee no y ya va sintiendo el gusanillo del hambre. No es nada especial, a la foto me refiero, no al hambre de cada uno y que cada uno ha de saber como saciarla. Y no sólo comiendo, o sí comiendo pero no sólo con la boca, también con los ojos, con los oídos, con todo aquello que nos permita conocer y relacionarnos con nuestro entorno.
La foto es de una rosa de los vientos esculpida en un mirador. Es una soberbia vista la que se alcanza desde él. Soberbio de majestuosidad, de grandeza. La vista, el panorama, lo que se llega a ver y, lo más importante, lo que no se llega a ver. También es soberbia, pero de altivez, de envanecimiento, la rosa de los vientos. Intentar indicar por donde soplará los aires es condición humana que todo lo quiere acotar, y medir, y señalar. Como si todo estuviera en nuestras manos. Como si la naturaleza fuera ciencia exacta. Dos más dos son cuatro piensa el lector impaciente, ya apenas con medio ojos puesto en la lectura, que no le dice nada, pero que se niega a dejar, curioso, tal vez, por si al final algo se dice.
Puedes ir a hacerte la cena. Enciende el fuego y pon el cazo con agua a calentar. Poco más te voy a contar.
¡Mierda! Exclama el aludido.
No es palabra apropiada para este escrito, pero él no lo escribe. Él lo evalúa y libre es de expresarse como quiera. Pero entiendo que esa reflexión es particular suya, intrusiva en mis pensamientos, así que corro las cortinas de mis interiores y dejo al otro con su cazo y su agua, su sobre de sopa o sus verduras por cortar.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)