'Correr es de cobardes' le gritaba su amigo Pepe a modo de saludo esa mañana de domingo a Jesús cuando lo veía pasar haciendo 'runing' por el amplio paseo que tenían en frente de donde vivían.
Pepe y Jesús eran amigos desde la infancia y por compartir habían compartido las paperas cuando iban juntos a la guardería, un amor de verano que fue una verdadera locura ya que ella los ignoro a los dos por igual ya hiciesen lo que hiciesen e incluso unas clases de piano a las que sus madres habían apuntando a los dos aprovechando una oferta que hacía la academia de música del barrio. Hinchas del mismo equipo de fútbol, creadores de títeres en la asociación juvenil a la que pertenecían y amantes de viajar. Más de un viaje habían hecho juntos.
Vivían en el mismo bloque. Primero derecha Jesús, primero izquierda Pepe y el rellano entre las dos puertas les había servido como patio de juego en muchas tardes de lluvia o frío.
Un día Jesús, después de una reunión familiar, le enseño a Pepe que le había regalo su tío Paco. '¿Unas zapatillas deportivas? ¿y tú, para qué las quieres?' le comentó Pepe. 'Me las pondré para correr. Saldré los domingos por la mañana y haré 'futin''. Pepe estaba acabando de pintar un títere malvado, pirata pata palo, con un parche en el ojo. Tuvo que dejarlo deprisa porque le dio un ataque de risa. '¡¡¿¿Correr??!! ¿desde cuando te gusta eso?'. Jesús no contestó de inmediato, de hecho parecía que no le había oído, absorto como estaba en recortar la tela con la que haría el traje al pirata. 'No se si me gusta, pero mi tío Paco vendrá este domingo. Saldré con él'.
Pepe tuvo una extraña sensación, como una punzada. Algo que no sabía definir pero que para avanzar en la historia diré que fué algo muy parecido a celos.
Llegó el domingo. Pepe se sentó en el rellano de la escalera con el pirata, que se había llevado de la asociación para acabarlo en casa y al cual le estaba metiendo relleno para darle volumen al cuerpo. Sonó el timbre del primero derecha y oyó como Jesús contestaba por el interfono. Al poco se abrió la puerta y salió. Se encontró a Pepe tirado cuan largo era por el rellano, con las manos llenas de periódicos arrugados y que lo miraba.
Jesús estaba nervioso y el chirrido de las zapatillas nuevas al pisar le hacía ponerse. aún, más nervioso. 'Hola, me voy a correr'. Pepe se levantó y lo acompañó a la puerta de la calle del bloque. El tío Paco estaba allí con su disfraz de corredor. Saludo a Pepe haciendo un amago de darle un golpe en el hombro y le dio un abrazo de oso a Jesús.
Pepe se sentó en un banco del paseo y comenzó a ponerle las cuerdas al títere. Al pasar Jesús, resoplando y sin aliento, se puso de pie sobre el banco y moviendo al pirata le comenzó a gritar. '¡¡Te falta mecha!! ¡¡por mil demonios marinos, el peor de mis cañones tienen más fuerza que tú!!' Jesús no le oyó. Delante había dos turista japonesas y tenía que alegrar la zancada.
Memorias de un desconcierto
martes, 9 de febrero de 2016
lunes, 8 de febrero de 2016
La dama
Sus zapatos resonaban como si fueran una percusión tocada rítmica y cadenciosamente por las estrechas callejas del viejo municipio. Zona alejada de cualquier guía turística y anclada a un lejano pasado. Todo quieto, todo estático hasta que un día ella se fue allí a vivir. Entonces, hasta el viento cambio de bando y ya no venía del frío norte y giró trayéndonos unos cálidos aromas del sur. Y un sol, perezoso en los cortos días de invierno, encontró nuevos motivos para atravesar las nubes, espesas y estáticas, que nos acompañaban día sí y día también.
Laberíntico dibujo calles, propio de quienes quieren ocultarse y no ser vistos, pero en donde los rayos de sol sabían hallar esquinas y trazados por donde aparecer y acompañar el paso sin prisa, el paso de quién la vida ya no puede darle más y se mueve despacio, sabedora de que es en esos instantes donde aún podrá hallar sonrisas para vivir.
Los juegos infantiles apenas se daban por esos tortuosos pasadizos y callejones. Sólo en la diminuta plaza, enmarcada por la vieja iglesia y el destartalado ayuntamiento, se oían y veían a los niños gritar, correr. Roces de pantalones, vuelos de faldas, joyas de risas. Y era allí donde ella solía parar. Dejar a un lado su cesto de mimbre, sentarse en un apartado banco y, simplemente, mirar. Sin hablar. Sin que nadie del pueblo se atreviese a acercarse, sin que nadie dejase de mirarla. Sólo los niños, ajenos a ella, rozaban con sus carreras el aire que le envolvía y agitaban sus cabellos y ondulaban los pliegues de sus vestidos. Y era entonces, como si de una obra de magia se tratase, que los duros aldeanos, las hacendosas amas de casa, los ancianos encorvados, las viejas mojigatas, se miraban entre si, con esa mirada de quién se pregunta en que momento sus vidas se hicieron tan grises.
Y entonces las afónicas campanas de la iglesia tocaban. Las doce del mediodía. Ella se levantaba, hacía una pequeña inclinación con la cabeza hacía todos y hacía nadie en particular. Cogía su cesto del suelo y acompañada por un sol que no podía dejar de seguirla, doblaba una esquina y perdíamos esa visión que, seguramente con el tiempo, alguien la adornará con detalles inventados o agigantados y será leyenda.
Laberíntico dibujo calles, propio de quienes quieren ocultarse y no ser vistos, pero en donde los rayos de sol sabían hallar esquinas y trazados por donde aparecer y acompañar el paso sin prisa, el paso de quién la vida ya no puede darle más y se mueve despacio, sabedora de que es en esos instantes donde aún podrá hallar sonrisas para vivir.
Los juegos infantiles apenas se daban por esos tortuosos pasadizos y callejones. Sólo en la diminuta plaza, enmarcada por la vieja iglesia y el destartalado ayuntamiento, se oían y veían a los niños gritar, correr. Roces de pantalones, vuelos de faldas, joyas de risas. Y era allí donde ella solía parar. Dejar a un lado su cesto de mimbre, sentarse en un apartado banco y, simplemente, mirar. Sin hablar. Sin que nadie del pueblo se atreviese a acercarse, sin que nadie dejase de mirarla. Sólo los niños, ajenos a ella, rozaban con sus carreras el aire que le envolvía y agitaban sus cabellos y ondulaban los pliegues de sus vestidos. Y era entonces, como si de una obra de magia se tratase, que los duros aldeanos, las hacendosas amas de casa, los ancianos encorvados, las viejas mojigatas, se miraban entre si, con esa mirada de quién se pregunta en que momento sus vidas se hicieron tan grises.
Y entonces las afónicas campanas de la iglesia tocaban. Las doce del mediodía. Ella se levantaba, hacía una pequeña inclinación con la cabeza hacía todos y hacía nadie en particular. Cogía su cesto del suelo y acompañada por un sol que no podía dejar de seguirla, doblaba una esquina y perdíamos esa visión que, seguramente con el tiempo, alguien la adornará con detalles inventados o agigantados y será leyenda.
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