Memorias de un desconcierto

Memorias de un desconcierto

jueves, 1 de febrero de 2018

Un burro y una urraca

Aflojaba la mano y la volvía a apretar. Así una y otra vez, con una rutina adquirida tras muchos años en la profesión y más allá. Era una forma de dar elasticidad a los dedos a la vez que los fortalecía. Lo hacía antes y después de cada operación, adquiriendo, con el tiempo, la esencia de un mantra.

Miguel, de niño, al principio, tenía un sueño, ser escritor. Luego le sumó otro, ser cirujano. También soñaba en ser bombero, torero, policía, ladrón, vaquero o indio, pero eso era en los juegos de la calle, cuando se reunía con sus amigos y necesitaban jugar a cosas que los desfogasen de las horas de clase y estudios. Que les hiciesen gritar y correr y formar bandos y enfrentarse y unirse más. Pero cuando Miguel estaba solo en casa sus juegos eran otros. Se sentaba enfrente del escritorio con folios en blanco, se aflojaba y apretaba las manos, y empezaba a escribir historias.

Aún recuerda la primera historia con la que participó en sus primeros juegos florales. Iba sobre un burro y una urraca. El burro rebuznaba despreocupadamente por el campo y una urraca que lo miraba desde un árbol se le acercó. El burro, al ver al pájaro tan elegantemente emplumado se sintió acomplejado. Sus grandes orejas y su cuerpo rechoncho no le daban un porte muy bello. La urraca se posó en su lomo y se empezó a picotear las plumas. Una de ellas se le desprendió y quedó enredada en el áspero pelo de la cola. La urraca, una vez acabado el picoteo de sus plumas, dando un graznido, se alejó volando. Burro la miró embobado y sin poder dejar de sentir envidia por esas plumas que brillaban en tonos azulados. Pero la vida de los animales no esta hecha para contemplaciones largas y las moscas del campo enseguida le hicieron volver a la realidad. Moviendo la cola con presteza, para espantarlas, fue cuando vio la pluma enganchada. Su envidia pasó y de repente se sintió el animal más bello de todos esos campos.

No se llevó el primer premio, pero sí que le dieron un juego del cuerpo humano. Un esqueleto donde podía ir acoplando los diversos órganos humanos. El corazón, el hígado, el cerebro, pulmones. Al principio le daba un poco de cosa. Ver el cuerpo humano sin su capa de piel no es agradable ni para una persona adulta. Pero con el tiempo le empezó a gustar tanto que de mayor se hizo cirujano.

Miguel, guarda de aquella época, el ritual de las manos. Y sostiene el bisturí como si fuese el lápiz con el que escribía de niño. No hay añoranza en estos gestos. Son de complicidad.

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