Memorias de un desconcierto

Memorias de un desconcierto

jueves, 24 de julio de 2014

Nueve minutos

Mundos separados. Líneas invisibles que nos alejan. Fronteras trazadas en papel. La memoria nos aflige por el alto número de veces que nos hemos ido, que no hemos sabido estar. La pena del desencuentro, la tristeza que nos envuelve como una prisión. Y así van pasando los días, entre los sudores del verano y el eterno caminar hacía ninguna parte. Y así van pasando las horas, con los gotones del sudor y la búsqueda constante de una vereda con sombra fresca, con verde césped, donde poder descalzarnos, donde poder mojar los pies en el agua cristalina, limpia y fría de algún arroyo de montaña. Y mirar y ver que todo está en su sitio y tocar las cosas con la yema de los dedos y sentir su punzantes esquinas, que nos hace sangrar para así notar que aún no hemos muerto. Y construir una casita y cuidar un árbol y asaltar con furia la valla que nos separa y vivir nueve minutos juntos, no diez que sería perfecto y no ocho que nos parecería infinito. Y creer en la inmortalidad y no asustarnos de las culebras que acechan en el sendero. Y ser plural, y ser más, y tal vez multiplicarnos, y no pensar en el jueves como en el fin de la semana y empezar el lunes como si todo nos pudiera sorprender.

Me enjuago la boca para eliminar el mal aliento con el que cada día me levanto. Y hago gárgaras y escupo con fuerza el líquido, como pretendiendo arrancar con toda la violencia que puedo esa pestilencia que sale de dentro de mí. estoy podrido, pienso, y me enciendo un cigarrillo para disimular esa fetidez con el gusto a tabaco, porque ya no tengo que preocuparme de que mis besos te den arcadas y porque no tengo que salir al balcón a fumar, porque es verano y estoy desnudo y no quiero vestirme, no quiero empezar a sudar.

Miro el correo mientras espero la hora de irme y separo lo que me aburre de lo que es basura, y separo lo que ya leeré de lo que no leeré nunca. Y al final no queda nada. Un mundo vacío, así he construido mi vida, con cosas que me aburre y llenas de basura, con cosas que ya haré y otras que no haré nunca. De malos hábitos y de buenas intenciones, muchas veces pensando que es mejor estar en cualquier otro sitio. Y salgo de casa y cruzo todas las fronteras que se interponen para descubrir, al final, que vuelvo a estar aquí, en este mundo separado.

Y algo cierto con lo que acabar. Jamás supe cantar.

jueves, 17 de julio de 2014

El valle de Trencal

La caminata acaba en lo alto de la ermita del Tizor. Pequeño edificio rodeado de un diminuto prado, con una fuente donde suele caer un escaso chorro de agua y lo mejor de todo, unas vistas soberbias del valle del Trencal. Desde su pequeño mirador la vista abarca todos los pueblos esparcidos por ese pequeño trozo de paraíso.

Podemos divisar Arju, el primer pueblo del valle, con su impresionante ruinas del castillo que en tiempos remotos fue frontera entre baronías vecinas pero rivales. Remontando el curso del río nos encontramos con las casas dispersas de Savir, donde en las fiestas de la comarca se hace siempre las grandes celebraciones. Siguiendo la carretera, que en esta vista de pájaro parece una bonita vereda, medio escondida por el arbolado, aparece Esdero. Este es la villa mayor del valle. Lugar donde tendremos que ir si queremos encontrar una farmacia o comprar un diario. Esdero es un lugar plácido, donde en verano se llena de veraneantes y el pequeño bulevar que acompaña al río a su paso por el pueblo será el punto ideal para refrescarse en su espesa alameda y tomar el matafríos, bebida típica de esta zona que en verano se toma con agua muy fría para rebajar los grados de alcohol que tiene. Esdero tiene un airoso campanario con un sencillo carillón que llena de melodía, todo el entorno, los domingos por la mañana. Y por fin, el último pueblo que verás será Racia.

Si toda esta visión del valle te ha parecido inconmensurable, esto no habrá sido nada cuando al fijar la vista en Racia se te corte la respiración cuando vea el majestuoso cerrar del valle con las altas montañas, esbeltas, elegantes, desafiantes, con el que el valle parece querer alzarse al cielo.

De Racia es de donde vendrás, siguiendo la pequeña senda, pero muy bien marcada, que te conducirá a la ermita de Tizor.

Como ya he dicho antes, este pequeño trozo de mundo se debe de asemejar en mucho a lo que fue el jardín del Edén. En todos los aspecto, incluso en el hecho luctuoso, similar a la expulsión del paraíso, que os quiero narrar.

Para eso os he hecho llegar hasta la ermita.

En las fiestas patronales, una concurrida romería acude a este privilegiado lugar. Viene gente de todas las partes. El olor a hogueras y carne a la brasa es embriagador y una pequeña orquesta, formada por músicos del valle, ameniza con música muy populares a todos los allí presentes. El matafríos es la bebida por excelencia y se suele rebajar con el agua que cae de la fuente. Su chorro es escaso, ya os lo he comentado, y es habitual que se formen largas colas esperando bautizar la bebida. La tradición dice que de la fuente, ese día, brota el agua con efectos mágicos y que podrás beber todo el matafríos que quieras sin que te veas afectado por los efectos nocivos de una borrachera.

Al llegar el ocaso la gente empieza el descenso al valle. Normalmente todos bajan al paso de la orquesta y la diversión y la fiesta no acaba hasta que se entra en las primeras casas de Racia. Allí la orquesta toca 'Cálida velada', pasodoble compuesto por Juan Pérez, hijo ilustre del valle y compositor musical. Y al acabar la pieza un gran suspiro sale de todas las gargantas y se da por acabado el día de romería.

Esto ha sido así siempre excepto un año.

Fue un año excepcional. El agua de la fuente brotaba con un caudal inusitado de lo abundante que era. El matafríos se agotó tal era la cantidad que se llegó a consumir, ya que las pausas habituales para rebajarlo con el agua eran muy escasas y la gente bebía constantemente. Mediada la tarde surgió las primeras peleas. El alcohol nublaba las mentes de muchos. El caos se adueñó de aquel pequeño espacio atestado de gente.

Nadie sabe porque pasó, porque sucedió, cual fue el motivo. Sólo se sabe que de pronto alguien gritó. En un principio no fue cosa que llamará la atención. El bullicio era enorme. Luego se sucedió otro grito y otro y otro. Los músicos pararon de tocar y un grupo de vecinos se aproximaron al lugar de donde provenía esos gritos. Daniel Ramón estaba de pie, con las manos ensangrentadas, y a su lado, caído, se encontraba Alejo Primo. Estaba muerto.

Eran amigos desde muy pequeños. Se querían como hermanos, pero algo pasó por la mente de ellos que trastocó su amor en odio. La gente rumoreó que era la bebida, que el agua de la fuente no había hecho su efecto neutralizante. Lo cierto es que el paraíso no existe.

No obstante no dejes de visitar el valle del Trencal, será lo más parecido al paraíso que jamás veas.

martes, 15 de julio de 2014

Reloj de arena

El reloj de arena se paró. Una chinilla, un minúsculo grano de arena se negó a pasar por el tubo y detuvo el tiempo. Un atasco colosal se formó en parte superior mientras que en la inferior otros granos, que habían aceptado su destino, le animaban a seguirlos. Ni la presión de los de arriba, ni los ánimos de los de abajo, convencieron a ese pequeño grano de hacer aquello por lo cual había sido escogido. Yo soy trozo de playa, de olas que me mecen, de brisa que me lleva y no esclavo de un tiempo al cual no quiero servir. Eso gritaba nuestro protagonista luchando contra el poder del vacío. Tal fue su lucha que el mundo se detuvo.

Así lo constató Pedro cuando se veía delante del espejo, inmóvil, detenido en sus movimientos, con el nudo de la corbata a medio hacer. ¿Qué sucede?, pensó, pues ni mover la boca podía. Con el rabillo del ojo veía a su loro posado en el palo de la jaula parado en una acrobacia imposible de sostener si no fuera por esa ausencia en el transcurrir del tiempo.

Como soy escritor con pocos recursos os diré que así fue pasando las horas. Una incongruencia de mi historia ya que os he dicho que todo se detuvo, pero no encuentro la forma de avanzar si no es con esta incoherencia de quién no busca la lógica y se empecina con el continuar de la historia.

Sucedió que tal era la presión de los granos que estaban en la parte superior, y en la parte inferior, que el reloj de arena empezó a vibrar de tal forma que, en pequeños saltos, cayó de lo alto de la mesa donde se encontraba y se rompió en mil trozos. Todo el tiempo quedó esparcido en el suelo.

El tiempo dejó de tener continuidad y el pasado, el presente y el futuro se entremezclaron. Todo uno a la vez.

Pedro pasó de hacerse el nudo a estar desnudo, de estar desnudo a ponerse la chaqueta. Del pijama para irse a dormir pasó a verse con el chándal de salir a correr.

¿Qué locura es esta?, se preguntaba angustiado.

En una de esas escenas, que iban adelante y atrás en su vida, se vio con una escoba barriendo el montículo de arena que había en su salón. Fue entonces cuando todo se ordenó.

El escritor, que soy yo, después de releer la historia no puede dejar de pensar que ha de buscar un final más aleccionador ya que el relato en si se aguanta poco. Puedo decir que la moraleja de la historia es aquella en que nuestra vida no es más que una sucesión de cosas, ordenadas y pautadas y que el simple cambio de esa normalidad nos conduce al caos. Pero no es este un final por él que yo votaría. Prefiero escribir que de todos los granos de arena que Pedro recogió sólo uno se le escapó. ¡¡En efecto!!. Fue nuestro amigo, el protagonista primero de la historia.

Al romperse el reloj de arena, él salió disparado hacía arriba y una corriente de aire que había en el piso lo llevó, mecido, lejos de allí.

Así que la historia la puedo acabar diciendo que Pedro, al acabarse de hacer el nudo de la corbata notó que algo había cambiado. Se deshizo el nudo, se arremangó las mangas y se notó más libre.

¿Y el loro?, es pregunta que me llega de algún lector amante de los animales. El loro, angustiado lector, siguió con sus cabriolas ya que él nunca ha tenido la necesidad de ajustar su vida a un tiempo. La pausa de antes no era más que una imitación que hacía de su dueño, que no sólo en el hablar tienen habilidades estos animales.

miércoles, 9 de julio de 2014

Prohibido hablar con el conductor

Está prohibido hablar con el conductor. Esta tajante frase hacía imposible la comunicación entre la pasajera y el conductor del autobús, aún siendo los dos los únicos ocupantes del vehículo.

Que el conductor no pudiese hablar no indicaba que fuese sordo y a sus oídos llegaba los sollozos y gemidos de la mujer. La miraba por el espejo retrovisor y veía como unas lágrimas le recorrían las mejillas y los pañuelos de papel tenían la doble misión de limpiar esas lágrimas y sonarse la nariz, como si el llanto no fuera suficiente para liberar el exceso de líquido por los ojos y buscase otras vías para salir.

Era el último recorrido del día y el chófer decidió, antes de llegar al fin de la línea, parar el autobús en un pequeño local siempre abierto hasta no sabía que hora, ya que, en todos los turnos que había hecho de ese recorrido, había visto siempre las luces encendidas del mismo.

'Le invito a un café' Le dijo a la pasajera cuando el autobús dejó de ronronear. 'No conozco el sitio, pero me temo que es el único que hay abierto a estas horas por estos lugares'. La mujer le miró sorprendida. Él añadió 'Sospecho que tanto le da estar en un sitio o en otro ahora mismo y tal vez le haga bien hablar un poco, o al menos haremos pasar las horas y con suerte veremos amanecer, que con la luz del día todo parece diferente y tal vez, hasta sus penas parezcan menos penas'. La mujer se volvió a secar las lágrimas y se sonó ruidosamente, o puede que con el silencio del motor y el de la noche, de golpe los sonidos hubiesen adquirido otro nivel.

Bajaron del vehículo y entraron en el local. Era un pequeño tugurio, mal oliente y sucio, sin parroquianos y con el dueño del local apostado en una esquina mirando la televisión y uno de los programas de adivinos y tarotistas que pueblan las pantallas a esas horas.

'Nos pone dos cafés' Pidió el conductor mientras limpiaba con un papel una mesa y sacudía los restos de comida de las sillas. 'Lamento el estado de este sitio' le dijo a la pasajera, 'si quiere podemos irnos a otro lugar'. 'Es igual' le respondió 'realmente me importa poco donde estemos'.

A los pocos minutos tenían los dos cafés sobre la mesa. Eran agua sucia y resultaba ofensivo para la garganta pero se lo fueron tomando, al principio con claras muecas de repugnancia y al final esas muecas se mezclaban con sonrisas, divertidos, los dos, por los gestos que cada uno iba haciendo según se iban consumiendo la bebida.

'Realmente soy un pésimo conocedor de los locales nocturnos. Este cuchitril no ha de aparecer ni en la peor de las guías, ni aún para no recomendarlo' Le dijo mientras sonreía al ver la cara que ponía ella angustiada por las consecuencias de beberse ese brebaje, pero aliviada de sus penas por la inesperada compañía.

El tiempo trascurrió sin más. Ni ella habló, ni él preguntó. Parecía que seguía sobre ellos el cartel que prohibía hablar, pero en realidad es que no era necesario. La pena de ella ya le parecía lejana, absurda de recordar. Sólo la soledad en que se encontraba antes, le conducía, como si fuesen círculos, sobre el tema que le apenaba, más la sola compañía del conductor había roto el círculo y se enderezaba su vida hacía un nuevo destino. Él no tenía necesidad de hablar. Acostumbrado a ver a la gente por los espejos del autobús, había adquirido la capacidad de conocerlos sólo por sus gestos, por los tic de los cuales muchas veces no eran conscientes. Se conformó con el cambio que vio.

Cuando salieron del local el sol dibujaba una fina raya en el horizonte. Ella decidió volverse andando a casa, pero antes de despedirse le preguntó que línea era la que había cogido. 'La 10' le contestó el conductor. Ella sonrío. La línea recta que se escapa del círculo en que vivía. 'La volveré a coger otro día' le dijo mientras el conductor arrancaba el vehículo y se despedía de ella con un 'hasta la vista'.

viernes, 4 de julio de 2014

El tornado

Tal vez fue la fuerza del tornado que no sólo removió toda la Tierra si no que cambió a las estrellas de sitio.

Así fue como comenzó el viejo anciano a relatar su historia.

Hubo un momento de nuestra existencia que sucedió el más grande de los cataclismos que se pueda recordar. No lo recuerda la memoria de los hombres, que es memoria frágil y vaporosa. Para conocer este hecho has de ver a las montañas, has de recorrer los valles milenarios, tienes que dormir mirando al cielo y dejarte hipnotizar por los millones de estrellas que tu visión pueda abarcar. Apenas será un pequeño fragmento de toda la inmensidad, pero suficiente para hacerte llegar, en forma de un lejano, casi imperceptible eco, como un murmullo que adormece, como una nana ancestral, retazos de esta historia que hoy te llega a ti.

Sucedió tras la terrible sequía. Los ríos se agostaron, en las fuentes sólo manaban polvo, los mares se secaron e inacabables extensiones de tierra cuarteada surgió en un mundo que dejó de ser azul. Ni el cielo era de tal color. Dañinas nubes marrones, cargadas de este exceso de tierra, llevaban la ceguera y la desesperación a todos los rincones de este mundo que se había convertido en inhóspito y cruel.

Tras la terrible sequía, o como consecuencia de ella, un día, los escasos supervivientes que quedaban, tuvieron que enfrentarse a un nuevo terror. Un incendio monstruoso trasformó toda su visión en elevadísimas llamaradas. Lenguas de fuego que al no encontrar alimento en la tierra mustia y reseca, se alzaban hacia el cielo tratando de alcanzar las estrellas para alimentar su vorágine destructora. Sus columnas flamígeras parecían la entrada al más terrible de los mundos.

En la Tierra apenas quedaba signos de vida. Aquella que antes pululaba en abundancia, ahora era algo escaso, caro de ver, apenas unas pocas monedas de lo que antaño fuera el más abundante de los tesoros. La desesperación era visible en la cara de los escasos humanos. Sólo en una aún brillaba la luz de la sabiduría, sólo una aún se preguntaba el porque de todo lo que estaba sucediendo y no la resignación fatal y tampoco la aceptación agónica de un mundo que les arrancaba la vida.

No tenía los recursos para el estudio. Primaba la brutalidad, la pura supervivencia, el más antiguo de los instintos. Pero pudo comprender que la aniquilación no era más que un desesperado intento de seres terribles y antepasados muy remotos de lo que fue el origen de este planeta para reconquistar su trono.

Nadie sabe que indagó, ni las más altas montañas, ni los más recónditos valles. Sólo las estrellas conocen una parte, pero apenas es nada.

Sucedió que invocó a la Tierra misma. Y está le respondió.

Un gigantesco tornado se alzó de la superficie maltratada del planeta. Un tornado de proporciones imposible de imaginar. Tal fuerza de la naturaleza se movió por todo el planeta y arrastró con ella a esos primitivos seres. Cuando tuvo a todos, con una fuerza que ojalá no volvamos a sentir, los expulsó de aquí.

Tardó el hombre en volver a encontrar la calma. Aunque está es cierto que volvió inmediatamente, pero tal era el sufrimiento vivido que tuvo que pasar muchos días, meses, tal vez años. Por fin, un día, alguien miró al cielo. Allí apareció un grupo de estrellas no vistas antes.

Hay quién dice que son esos seres que cabalgan en el lejano firmamento, montados en un colosal carro, aguardando el momento propicio para volver.

jueves, 3 de julio de 2014

Un experimento

Arrancó con furia otro pétalo a la margarita. Un nuevo sí, otro nuevo no, ya había perdido la noción del orden y había entrado de lleno en un mundo donde las contradicciones eran continuas. Desearía llevar los estribos de su vida, alzarse por encima de las eternas dudas, volar como los pájaros y no esa sensación de arrastrarse como si fuera una culebra. Si al menos fuese víbora, sería más respetado, más temido.

Era jueves, aunque eso no decía mucho, ajeno como estaba al monótono contar del calendario. Mejor decir que hacía nueve semanas desde que empezó a salir con ella, que tampoco es mucho decir. Habían sido días intensos, vividos en su plenitud, días de 48, 72 horas. Para ser más exactos tendríamos que decir que hacía toda una vida, una de las muchas que vivimos a lo largo de nuestros años, que estaba con ella.

Era feliz. estaba satisfecho. Y podría haber hecho durar estas sensaciones mucho más tiempo si no fuera porque un día le asalto la duda. Cual científico loco que se dedica a arrancar una pata, y luego otra, a una pulga hasta comprobar cuando deja de tener la capacidad de saltar, un día se le ocurrió poner bajo el microscopio de sus celos hasta donde ella sería capaz de amarle.

La primera patita que arrancó fue el dejar de llamarla por teléfono. Ella no le comentó nada, parecía que no era un tema que la inquietaba y si volviésemos al símil, diría que la pulga podía continuar saltando. Lo segundo que hizo fue enviarse mensajes a si mismo. Mensajes tórridos, apasionados. No tuvo en cuenta la ausencia de indiscreción de ella y que los mensajes sólo serían leídos por él. La tercera fue perfumarse con algún aroma de mujer. Aquí consiguió una primera inquietud, una primera pregunta, una inquisición sobre que olor emanaba.

Sería largo enumerar todo el proceso. También sería complicado. Cuando se empieza a jugar con los sentimientos rozamos las cuerdas de nuestra vida y empezamos a balancearnos incapaces de controlar hacía donde nos vamos o movemos. Al final, un día, hoy, ella dejó de ser pulga, tal vez ya no tuviera patas, se quedó mustia y el amor se acabó.

Hoy, él arranca pétalos a las margaritas, preguntándose si le quiere o no. Tal es su locura que ni se acuerda de su experimento. Se muestra airado. Le culpa a ella de la zozobra de su vida.

martes, 1 de julio de 2014

El viejo conde

El inmortal conde ya estaba cansado de tanta inmortalidad. En las películas sale lleno de vitalidad y encanto pero lo cierto es que los siglos trascurridos desde su inicio ya son muchos y vivir en este lúgubre castillo es una ruina en calefacción, que a un servidor, piensa nuestro conde, ya le duelen los huesos y la artrosis no perdona ni al más terrible de los seres. Para colmo, y es algo que le indigna que no se vea reflejado nunca, el celo cuidado que ha de tener con sus colmillos, que no puede escatimar ni un céntimo en cepillos y enjuagues bucales.

El conde hoy pasea por sus tétricos aposentos, papel en mano, dibujando lámparas esplendorosas y no las que tiene cargadas de telarañas y echadas a perder por el cúmulo de cera de las velas que tiene que gastar para poder ver algo. Dibuja jarrones con flores olorosas para tratar de ocultar esa miasma asquerosa acumulada sobre las mesas de los miles de murciélagos que le acompañan. ¿Y las cortinas? Cuando eran nuevas tenían una cierta belleza. Ese terciopelo rojo le daba elegancia a las estancias, pero han pasado muchos siglos y las cortinas están ajadas, más negras que rojas.

Hoy, por esos motivos y porque ya esta cansado de estereotipos que le marcan, ha decido cambiarlo todo. Se vistió con su mejor traje, aquel que alguna vez fue nuevo pero que ahora es un gran parche de costuras recosidas y zurcidos, incluso se puso el monóculo. Quiso peinarse un poco pero una vez más se le olvido que no se veía reflejado en el espejo, otro inconveniente más, pensó mientras se pasaba las manos por el pelo con la intención de aplanarlo y confiar en que le quedase medio bien.

El viejo conde no tuvo en cuenta en que época del año estaba y al abrir las puertas de su solitaria mansión una bofetada de aire caliente le azotó la cara. Tal vez fuese el verano más cálido de los últimos siglos, pero eran tantos los que había vivido que no recordaba más que unos pocos y sin mucha precisión de si había pasado mucha o poca calor. La realidad es que era un verano típico con su mucha calor y con los insectos que crecían por millones.

Al salir, un concierto de miles de cigarras le atolondró. Normalmente salía volando pero si quería cambiar tenía que empezar por el principio y olvidarse de las pocas ventajas que tenía su ser. El conde aceleró el paso, con la vana esperanza de dejar atrás tal algarabía, cuando de repente se vio envuelto en una nube de mosquitos. Extraño parentesco el que tenía con ellos, más no le salvo de recibir unas buenas picadas. Se volvió a todo correr a su mansión decidiendo dejar para otra ocasión el cambio de look de su vivienda, mientras decía no se qué de 'malditos caníbales'.