Memorias de un desconcierto

Memorias de un desconcierto

jueves, 27 de febrero de 2014

... y ahora estás tú

Un día, cansado de bajarme siempre en la misma parada, decidí continuar con la ruta hasta llegar al final de ella. Era una mañana radiante del mes de abril. El sol bañaba el interior del autobús y las hojas nuevas de los árboles jugaban a hacer sombras con los pasajeros. Moteaban a uno, se apartaban y deslumbraban a otro y yo, un participante más de ese juego, miraba a fuera y a dentro, viendo como mi sombra se alargaba o encogía según el giro y el sentido del vehículo. Mi mirada estaba cargada de una curiosidad casi infantil. Dejé atrás mi barrio y pasamos por nuevas calles, amplias avenidas, ignotos parques. En cada parada bajaban y subían pasajeros, hasta que poco a poco el autobús se fue quedando vacío. El final de la línea era una rotonda. Un lugar donde yo jamás había estado. Bajé del autobús y comencé a caminar. El camino de vuelta estaba marcado por las sombras que había ido dejando el autobús.

En una esquina, un alto edificio tapaba la luz del sol. Las sombras que me habían ido guiando se agigantaron, cubrían todo el espacio. Dudé. La radiante mañana pareció convertirse en ocaso atardecer. Di un paso, luego otro. Un ser surgió de esas penumbras. Encorvada y muy anciana, una mujer me hacía señas para que me acercara. A medida que me adentraba en ese lugar, la oscuridad era cada vez mayor y la figura de la anciana, a pesar de tenerla cada vez más cerca, por instantes la veía más difusa. En un momento dado, la perdí. Se había mimetizado con la negritud.

No sabía hacia donde ir. Giré en redondo y miré a un lado y a otro. El sol había desaparecido. Una mano fría me agarró del brazo. Di un respingo. El corazón latió a una velocidad inusual. Era la anciana.

Me habló bajo. En susurros tal vez, o eran los latidos de mi corazón que ahogaban sus palabras. Traté de sobreponerme y me agaché para intentar oírla mejor. Llegué tarde y sólo pude escuchar el final de su conversación, ‘... y ahora estás tú’. Al acabar de decir eso la anciana, que me agarraba con una fuerza desproporcionada a su edad, me soltó y mezclándose con las sombras, desapareció.

Por fin, y después de muchos titubeos, encontré el camino de vuelta y tras una larga caminata empecé a reconocer los sitios. Atrás, cada vez más lejos, quedaba aquella negra esquina y la misteriosa anciana, pero en mi camino de vuelta a casa me llevé ese trozo final de frase, ‘... y ahora estás tú’. ¿Cuál fue todo el resto del mensaje?.

Pasaron los años y ahora anciano, en la postrimería de mi vida, cuando el final de mis días es una realidad muy próxima, en un viaje de mi mente por mis recuerdos, vuelvo a revivir ese momento. Mi viejo corazón ya no puede sobresaltarse y la mano fría de la anciana ya no me sorprende. No necesito agacharme, mi cuerpo sufre los efectos de los años y ha menguado de tamaño con la edad. La miro, veo su boca moverse. Pero la vida me pesa demasiado, los años son muchos y mi débil salud no soporta ese lento desgranar, esa revelación. Lanzo un último suspiro.

Noto que empiezo a flotar. Me elevo por encima del alto edificio y una intensa luz, retenida en sus alturas, me indica un nuevo camino. Quiero ir hacia él pero la anciana, surgiendo una vez más de las penumbras, me detiene con sus huesudas manos y me impulsa hacia abajo mientras ella desaparece en el haz de luz. Ahora yo soy el habitante de la oscuridad, de la que un día huí pero que he vuelto y espero.

El tiempo ya no pasa. Sólo el aguardar, el acechar. Permanecer en este espacio ajeno a la realidad de donde un día alguien me sustituirá.

miércoles, 26 de febrero de 2014

Un animal de costumbres

Cuando me fui a la cama a dormir, a pesar del sueño que mostraba en el sofá, lo cierto es que fue acostarme y sentir que el sueño se desvanecía, que toda esa carga que empujaban mis ojos hacía abajo un instante antes, se había quedado allí, remoloneando en el sofá. Me puse boca abajo y del lado derecho, la forma en la que habitualmente invito a Morfeo a que me acoja en sus brazos, pero andaría ocupado con otros, que es hora de mucha actividad laboral para ese dios, y me dejó plantificado y con deseos de mandar a la porra a todos los dioses, sean del Olimpo, del Cielo, o de cualquier otra ubicación que la imaginación humana ha creado para ellos. Después de estarme un buen rato esperando, cual novia despechada, me giré y me puse del otro lado. Fue un acto de rebeldía, de decirle a ese diocecillo que me las podía componer yo solo, pero lo único que conseguí fue el notar como todo mi órganos internos, habituados a la hora de dormir a situarse en el otro lado, hacían el ímprobo esfuerzo de resituarse del otro costado con los normales enfrentamientos producidos por el desconocimiento del hueco que les correspondían; ‘ aquí me pongo yo ', le decía el estómago al intestino grueso, que ya había ocupado su sitio y cualquiera echaba a empujones a ese gordinflón. La mano izquierda, habituada a la libertad, no terminaba de encontrar el sitio donde dejarse caer y las costillas se quejaban de que le molestaba. Los pies parecían que bailaban al no encontrar de que manera dejarlos sobre el colchón. Mi cerebro trataba de poner orden en ese desbarajuste pero apenas atinaba a colocar bien la cara sobre la almohada, ‘ la nariz aquí, la oreja de esta manera, la mejilla así, ¡¡bien!!- animaba el cerebro a ese trozo de mi cuerpo’, que enseguida que ponía atención a otra parte de mi ser, la nariz se hundía en la almohada y empezaba la asfixia, la oreja se doblaba y amenazaba con, al levantarme, parecer medio Dumbo, la mejilla se incrustaba en la almohada y empujaba la boca hacia arriba, dibujando un rictus por donde una ligera babilla salía a ver que narices estaba pasando. Un desastre esto de las costumbres, uno quiere innovar y sólo encuentra trabas. Boca arriba, pensé. La espalda es sufridora y ya esta acostumbrada a cualquier mal posición a la que la someto y con esa guisa y recurriendo a un viejo truco de relajación consistente en dormirme de aburrimiento, pues eso, al final me dormí.

martes, 25 de febrero de 2014

Abrí

Abrí la botella y su líquido lo vacíe en el vaso. Vaso que aún contenía los restos del día anterior y que con un rápido enjuague lo dejé servible para mi imperiosa sed. Su exterior se perló de gotitas. Dio la sensación de que el líquido adquiría propiedades especiales y traspasaba las paredes de cristal. Mis dedos asieron el vaso, mi boca se entreabrió. Un líquido frío se agarró a mi garganta, parecía no querer ir más allá de ese lugar. Un segundo trago. Un tercero. Un intenso calambre me sucedió. Caí en medio de la sala. El vaso se hizo añicos y lo poco que quedaba de su contenido se agarró a mi camisa. Alguien ajeno hubiera pensado que incluso yacido en el suelo quería apurar todo lo que contenía. Mis manos sangraron al apoyarme. Mi garganta sangró al expulsar el contenido. Mi alma sangró al reconocer mi estado. Me moría.

La muerte no tiene nada de terrible para el que muere. Renacemos siempre. Seremos polvo, seremos hierbas, seremos gusano, seremos pájaro, nos comerá un gato y a alguien se lo servirán como liebre y volveremos a nuestra forma humana. Intento reír ante esta idea y solo consigo toser y no es agradable toser en mi estado. La muerte, la vida, todo es un ciclo y lo hemos repetido miles de veces, tal vez millones. No me asusta morir, me asusta el dolor.

Dolor en mi mano en la que decena de cristales han buscado una nueva forma de servir. Dolor en mi garganta, corroída por una enfermedad que no conozco; nadie conoce. Pero el mayor dolor es el del alma. Puedo quitarme los cristales, puedo maldecir la enfermedad, pero no puedo odiar mi alma. No puedo negarla aunque me duela, aunque note que haga que el corazón explote, aunque sienta que impida que el aire llegue a mis pulmones. Me duele el alma. Lloro por ello.

Me siento en una silla. Tarda en llegar, me digo, y me entretengo en sacarme los cristales de la mano. Trozos de vidrio, de sangre, de mí, van quedando amontonados en la mesa. Mi mirada vidriosa, sin vida, ella ha sido la primera en morir, observa mi trabajo. Las muecas de dolor son como espasmos finales. Duele morirse, aunque sea empezando por una mano.

Los cristalitos se acumulan, parecen rubíes. Es una pobre herencia la que dejo. Unos rubíes falsos o una vida rota en mil pedazos.

Por fin noto su mano que me roza la espalda. No me giro. Somos viejos compañeros y nos sabemos reconocer. Mis oídos capta el susurro. Jamás en mis muertes anteriores he sabido entender lo que dice y me volveré a morir ignorante de su mensaje. Trato, una vez más, de sonreír. No puedo verme la cara, pero se que es patética esta sonrisa. No por falsa, pero sí por cansada y agotada. Me acuerdo, momentos antes de notar sus labios en los míos, que no deseo irme de aquí sin antes recordar una canción. Sonrío otra vez, no hay ninguna canción que recordar, jamás viví ese momento. Me besa. La mano deja de sangrar, la garganta deja de doler. Y ¿el alma?. El alma se agarra a ese beso, se va con ella.

miércoles, 19 de febrero de 2014

Cuéntote

Cuando Blancanieves se levantó, Cenicienta ya hacia rato que estaba ordenando la casita. Aprovechaba ese dia que los Enanitos se habian ido a ver " Siete novias para siete hermanos". Les gustaba esa película y no se la perdían nunca. Bella Durmiente, por supuesto, seguia durmiendo y el Principe Azul entre beso y beso no dejaba de mirar el generoso escote que lucía. ¿Azul?, ¡¡morado se estaba poniendo!!. Lobo Feroz reposaba en la alfombra de la entrada y Gato con Botas jugaba a cazar moscas. Mañana tranquila y apacible donde Madastra preparaba su famoso pastel de manzana y donde Pinocho trataba de impresionar a Campanilla haciendo que su nariz creciente pareciese corresponder a otra parte de su cuerpo. Hansel y Gretel seguían pidiendo más comida a la Bruja de la Casita de Chocolate y esta, desolada, buscaba a los Tres Cerditos para reponer su menguada despensa. Por la radio sonaba el Flautista de Hamelín y la Ratita Presumida bailaba luciendo su hermoso lazo. El hit de los 40 seguía correspondiendo, una semana más, a la Cigarra y su éxito del verano, y la Hormiga, su manager, ya planeaba darse a la fuga con todos los beneficios de cara al invierno. Patito Feo lloraba porque el Espejo Mágico insistía que él no era un pato y la Gallina de los Huevos de Oro seguía sin dar un huevo normal para el desayuno. Caperucita Roja se probaba vestidos de otros colores, pero ninguno le gustaba tanto como el suyo, rojo pasión, y se peleaba con Garbancito que la miraba escondido desde un dedal. La mañana discurrió despacio en esa casita en el bosque y Bambi, el cervatillo, de un brinco fue a parar a brazos de la Abuelita, que acompañada del Cazador, pensó que ya tenían comida... Y un servidor, cuentista donde los haya, aquí lo va a dejar... Colorín, colorado este cuento nunca se ha contado.

lunes, 17 de febrero de 2014

Las dos motos ( I )

En el viejo desván de la casa se podía encontrar de todo y era el lugar ideal para pasar las inmensas tardes de los veranos. Aquellas horas en que los adultos la dedicaban a la siesta, nosotros nos internábamos en él y nos poníamos a descubrir los tesoros allí guardados. Viejos álbumes de fotos, ropas en desuso, extraños cachivaches y nuestro tesoro favorito, la vieja moto con la que mi padre iba a trabajar al pueblo de al lado cuando era joven. Era un artilugio digno de la tienda de antigüedades de mayor postín que pudieras encontrar pero mis abuelos siempre se negaron a desprenderse de ella y la tenían allí guardada desde hacía más de 20 años cubierta con un viejo hule de plástico.

Una mañana, como todas las mañanas de jueves, de muy temprano, nuestros padres nos despertaron y fuimos, junto con los abuelos, a la plaza del pueblo. Era día de mercado y las calles, a tan temprana hora, ya era un hervidero de vecinos que salían y se saludaban y en grupitos, algunos, otros solos, los que más, como nosotros, en familia, íbamos subiendo las cuestas del pueblo para llegar al ayuntamiento y la iglesia, donde en medio de los dos edificios, se encontraba la gran plaza que en los días de fiesta se convertía en sala de baile, salón de cine, salita de tertulias, y los demás días del año, los jueves de cada año, era mercado de abasto, mercadillo de ropa y rastro donde los vecinos intercambiaban cualquier cosa que hubiera dejado de serles útil.

Siempre al llegar nos dejaban que campáramos a nuestras anchas por ese mundo de tenderetes y paradas y quedábamos, cuando el reloj del campanario marcara las 11, en el puesto de churros. Un acuerdo que habíamos tomado mis hermanos y yo era el intentar estar toda la mañana, hasta la hora de ir a comer churros, ilocalizables para nuestros padres, así que nos movíamos por aquel mundo de gritos, de ¡¡guapa!!, de 'me lo quitan de las manos', con el sigilo que nuestros 10 años nos permitía y tratábamos por todas de no cruzarnos con ellos.

Para unos chiquillos de apenas de 10 años aquel rato era lo más parecido a cuando la tierra era un mundo desconocido y arriesgados exploradores iban dibujando nuevos continentes, inmensos ríos y altísimas montañas en aquellas partes de los planos que hasta ese momento sólo estaban representadas por terribles monstruos, infinitos desiertos o inconmensurables océanos, con el aliciente de que nuestros monstruos eran nuestros padres y eso nos daba la tranquilidad de que si nos descubrían en lugar de terribles males recibiríamos dulces sonrisas.

Nuestra parte favorita era la zona del rastro. Nos encantaba entretenernos mirando viejos cuadros, polvorientos libros, antiguos juguetes y en el puesto de don Marcelín pasarnos un buen rato ojeando los viejos tebeos, siempre bajo su mirada atenta que no fuera a ser que nuestra voracidad por mirarlos le pudiera estropear alguno. Luego íbamos al puesto de golosinas y nos comprábamos tiras de regaliz que antes de ser comidas pasaban a ser trompas de elefantes, bigotes señoriales, cuernos y cualquier cosa que se nos ocurriera, entre risas, siempre entre risas.

Un día, cuando mi hermano mayor iba con un monóculo de regaliz en el ojo y yo llevaba una barba de chino mandarín, también de regaliz, nuestra hermana nos llamó. En uno de los puestos del rastro estaba la moto de nuestro padre. Nos quedamos allí delante boquiabiertos, si no fuera porque a pesar de la sorpresa nuestras bocas se movían comiéndose las tiras de regaliz. Decidimos que hoy deberíamos de romper nuestro acuerdo y corrimos por todo el mercado buscando a nuestros padres. Comprando unas verduras los encontramos, mientras mi abuela hablaba con la tendera y mi abuelo sopesaba unos melones.

- ¡¡Papá, papá!! ¡¡Están vendiendo tu moto!!- gritamos los tres a la vez y a destiempo por lo que ellos entendieron algo parecido a 'Apapap esventán diendo motuto'.

Se rieron con fuerza y nos contestaron 'Jau' y levantaron la mano a modo de saludo indio.

Pedro, por ser el mayor, nos miro y nos dijo que nos calláramos.

- ¡¡Papá, hemos visto tu moto!! ¡¡Está en la zona del rastro!!

Mi padre miró a mi abuelo que sordo como estaba no se había dado cuenta de nuestra llegada y seguía escogiendo un buen melón para llevarlo a casa.

- ¡Padre!- le llamó a la vez que le agitaba un poco el hombro.

Mi abuelo se volvió hacía mi padre y le dijo que ya estaba, que ya había escogido un buen melón, que había sido complicado porque este año todos tienen muy buena pinta pero luego, al abrirlos, son corcho.

- Mira lo que dicen los niños. Que han visto la moto en un puesto del rastro.

Mi abuelo sonrío y miró dulcemente a mi abuela que junto con la tendera, nos miraba como sólo los abuelos saben mirar a sus nietos.

- Ay chiquillos- dijo mi abuela- La moto que habéis visto es la de Genaro. El pobre murió hace unos días y su familia esta deshaciéndose de algunas cosas y entre ellas, por lo que me contáis, su moto.

-¡¡Genaro!- fue mi padre quién habló- Sabía que estaba mal, pero desconocía que había muerto.

Recogieron la compra y nos fuimos todos, un poco pensativos, a comer unos churros.

Mientras nos lo comíamos nuestro padre nos contó la historia de las dos motos



domingo, 16 de febrero de 2014

La más brillante

Papá solía morirse dos veces al día. La primera en la sesión de tarde, cuando los pocos espectadores que habían ido comenzaban a sudar de una manera copiosa en la plaza del pueblo, transformada en platea. La segunda en la de la noche. Esa era muerte acompañada de ronquidos y sonidos de grillos. Era el momento final y a falta de telón, papá aguantaba un rato en el suelo hasta que, como un acto milagroso, se levantaba y saludaba. Así fue durante años; de pueblo en pueblo. Pero su función más brillante la hizo en el anonimato, como cuando ensayaba, y aquí, en el cementerio, le aplaudimos.

sábado, 15 de febrero de 2014

La carta

No rompas la carta, dices desde el otro extremo del piso. Me miro a las manos y veo el montón de cachos en que se ha convertido la hoja. Tarde, pienso. Pero no puedo quedarme con las manos llenas de este delator incumplimiento. Las alzo al cielo y suelto los cientos de pedazos al paso de ella. Me miras sorprendida. ¡Las has roto!, exclama enfadada. ¡¡No!!, digo. Sólo he aumentado aquello que ponía. Donde había escrito 'amor', ahora encontraras 'a'. 'A' de angustia, de amistad, de amor también. Donde ponía 'm' ahora pondrá 'm' de mar, de montaña, de matrimonio, de marcha, de mentira. Done ponía 'o' ahora podrás leer 'o' de olvido, de orgullo, de odio. Donde ponía 'r' ahora podrás leer 'r' de reencuentro, de revancha, de retorno, de recuerdo... Ahora ya no es sólo una carta que habla de una cosa en concreto, ahora es un libro donde podemos leer todo lo que queramos.

jueves, 13 de febrero de 2014

La exposición

'Hay que tocar las esculturas. Cerrar los ojos y dejar que ellas te transmitan aquello que el artista quiso reflejar' Así se presentaba la exposición, eso había escrito en el folleto que daban en la entrada junto con una venda para los ojos. Venda para evitar caer en la tentación de abrirlos. Me sentí atraído por la publicidad que había leído de ella en los diarios y no dudé en aprovechar la ocasión para experimentar nuevas sensaciones. Pasada la entrada, una fila nerviosa de visitantes aguardaban a que el encargado de llevarles les diera paso. Me uní a la cola e inmediatamente me dejé embargar por esos nervios que había en el ambiente. Unas cortinas tapaban la visión del interior, del cual sólo nos llegaba murmullos y una música parecida a algún tipo de tantra. Por fin el encargado nos pidió que nos colocásemos las vendas sobre los ojos y que fuéramos caminando apoyados en el hombro de quién nos precedía. Él guiaría al primero y cuando llegáramos a la zona preparada nos lo indicaría para que así cada uno se pudiese mover con total libertad. No hemos de tener miedo a que nos encontremos con obstáculos o algún tipo de trampa, el espacio es una zona diáfana y despejada en el que sólo hay aquello que el artista ha querido exponer. Un murmullo de excitación ahogó las últimas palabras del guía. Como un arroyo de montaña empezamos a avanzar, a trompicones, sinuosos, impacientes. La primera impresión fue al cruzar las cortinas. Una especie como de manos blandas me envolvieron, acariciándome la cara, rozando todo mi cuerpo. Fue un preludio. Algunos gritos se escaparon. El camino del genio, así nos relataba el guía, es este que el artista ha dejado aquí marcado, apenas un indicio de lo sublime de la obra, es en este lugar donde se han de separar de sus compañeros y explorar. Me separé de quién me había servido de guía y extendí las manos. Cuerpos delgados, ondulantes, gordos. Mis manos palparon caras, labios, ojos. Recorrieron pechos, torsos, barrigas. Exploraron piernas, sexo, penes erectos. La magia del artista no es aquello que haya creado, es dar valor de arte a nuestros cuerpos. La experiencia no se lo que duró, nunca lo suficiente cuando se descubre a uno como una obra de arte.

miércoles, 12 de febrero de 2014

Billete de vuelta e ida

'Deme un billete de vuelta'. El conductor me vendió el billete y con un lento caminar bajé del autobús y me quedé en la parada. Mi corazón se aceleraba poco a poco y mis pensamientos pasaban de la incomprensión del momento a un acceso de rabia. Mi mirada, que andaba perdida en mi interior, no era consciente del transcurrir de la tarde. Me alejé de la parada con pasos que en un principio eran lentos y dubitativos, para pasar luego a ser rápidos y decididos. Abrí el portal de la calle con la vista cegada por el sol del mediodía, por la ira que llevaba. Los sentidos se inundaron por los olores a comida, por las voces que salían de las puertas de los vecinos. Mis pies se trastabillaban subiendo las escaleras. La puerta la abrí de un golpe y justo en ese momento oí la voz de Carla gritándome. Sin entender el porqué me uní a los gritos. Empezamos a dar vueltas por el comedor, discutiendo. Carla me reprochaba cosas y yo la acusaba de otras. Me senté en una silla. Notaba que el enfado no era tan fuerte. Carla me hablaba desde la habitación. El sol de la mañana daba un ambiente cálido a la vivienda. Me levanté de la silla y encendí la radio. Tarareando una canción me senté en el sofá y Carla se sentó conmigo. La cafetera inundaba la estancia con su aroma. Hablábamos. Sonreíamos. La cama estaba recién hecha conservando, aún, el calor de nuestros cuerpos cuando se amaron. Nos besábamos. En ese instante le dije '¡Espera!'. Corrí a la calle y llegué a la parada. El autobús vino y subí en él. 'Deme un billete de ida'. Deseaba reiniciar la ruta desde ese punto.

viernes, 7 de febrero de 2014

Un eterno amanecer

'Huyo de la noche pues temo encontrarte y no verte'. Eso le dijo paloma a búho. Su amor era imposible, ellos lo sabían y trataban de encontrarse en el ocaso de la tarde, en el cielo rojizo del amanecer. Unos instantes donde todo se juntaba y su felicidad les daba esa dicha de aguantar otro día u otra noche, pensando que tal vez si no fueran diferentes lo tendrían más fácil. Un día paloma no apareció con las umbrías luces del atardecer. Búho ululo pero no recibió respuesta. La noche fue muy larga y al despuntar el sol voló alto, mirando por todos los rincones, buscando donde se podía hallar paloma. La encontró posada en un árbol. Búho voló a su lado, se posó junto a ella y la abrazó. No preguntó por su ausencia, sólo le dijo. 'Jamás odié tanto la noche, jamás deseé tanto el amanecer'. Paloma se arrulló a su lado, juntaron sus cuerpos, se amaron. 'Vivamos en el amanecer', dijo paloma. Juntos volaron, huyendo de un sol que les separaba. Allí viven ellos, siempre buscando un eterno amanecer .

miércoles, 5 de febrero de 2014

Volar

Volar no significa nada si estás pensando en donde harás pie. Eso le dijo la nube al águila. Y el águila calló. Planeó junto a la nube y al llegar a las altas montañas la nube se quedó enredada en sus cimas. El águila la sobrevoló y mirando a la nube le dijo. Volar significa poder elevarse por encima de los obstáculos. La nube calló. Un golpe de viento la desató de esas cimas heladas y alcanzando al águila le dijo. Volar es sentirse libre. Y el águila le dio la razón. Nube y águila compartieron cielo. Cada una sabía de su necesidad de volar, diferente, pero sabedoras de que les unía su deseo de libertad.

martes, 4 de febrero de 2014

El gusano

El gusano no tenía nada que hacer, iba a morir pisoteado por las botas de un paseante que en vez de mirar hacía su alrededor solo miraba hacía el horizonte. Gritó angustiado, el gusanillo, y los insectos del bosque miraban ese instante con la terrible sensación de la proximidad fatal. El gusano se arrastró, se encogió, se alargó, su cuerpo se transformó en un aullido de desesperación. La mosca trató de que se agarrara a sus patitas y alzarlo en vuelo, más no pudo, el escarabajo le grito desde su agujero para que fuera hacia el y escapar, pero estaba muy lejos, la araña trató de detener el paso del caminante con su telaraña, pero fue en vano. El gusano iba a morir. Entonces surgió la mariposa que con su lento aleteo se acercó al paseante. Este la vio y detuvo su caminar. Su mirada, la del caminante, se posó en los colores de la mariposa y sus pies, sin saberlo, se alejaron del gusano, que tembloroso, se escondía bajo unas hojas. Al rato la mariposa volvió, se posó en una flor y un pájaro la cazó. Sus alitas, en lluvia de colores, tapizaron al gusano que, horrorizado, vio el suceso. Ahora el gusano sueña con ser mariposa para que ese ser tan bello viva en él. Guarda las alas y subiéndose a las piedras, se lanza al vacío agitándolas, con tanto afán que un día, seguro, será mariposa.

lunes, 3 de febrero de 2014

Revelación

Escrito, así lo dejé. Haciendo revelación de aquello que me había pasado y creyendo que con mis escasas líneas serían suficientes para avisar a otros del terrible futuro que les aguardaba. Fue un momento ofuscado y confuso en donde mi escaso dominio del lenguaje se vio en su magnitud y apenas encontraba palabras que me ayudasen a explicar todo aquello que quería decir. Hice varios intentos, borradores atroces, confesiones cargadas de un pavor inimaginable. Empecé varias veces para comprobar que entraba en callejones sin salida o que me perdía en detalles que nada aportaba y terminaba arrugando el papel, los papeles, y lanzándolo contra el suelo, impotente y desalentado. Por fin encontré el hilo que me llevó, tras mil titubeos, a transcribir la historia. La extraña historia que ahora que la releo no se si he de hacerla pública ya que su revelación no evitará su ejecución y me podría ocasionar más males que el beneficio que pudiera aportar. Escrito está, aquí, a mí lado. Apenas unas líneas que me cubren de escalofríos y espanto. Me tienta destruirlo todo, borrar la confesión y negar que jamás viví ni escribí tal cosa, pero se que no es justo con la humanidad, que he de avisarla y he de encontrar la forma de que aparezca sin verme comprometido. Quiero anunciar el hecho, más deseo alejarme todo lo que pueda de todo aquello que me rodeó. Por fin opto y he decidido dejar los folios entre las hojas de algún libro, con el deseo de que quién lo encuentre sepa da publicidad y no confunda mis líneas con desvaríos de un loco. Me acercaré a una biblioteca y tal vez mañana veas, en titulares, aquello que ahora son unas líneas manuscritas. Cuando leas la noticia sabrás, sin ninguna duda, que es la mía, pero espero complicidad de ti y que no desveles de quién es el origen y compadéceme por el hecho vivido, yo te compadezco por lo que has de vivir.